

Una de las cosas más difíciles es saber escuchar.
Cuesta mucho hablar bien, pero cuesta tanto el escuchar con discreción.
Azorín, El político.
Pese a la persistencia de algunas personas en llevar mascarilla, y hasta guantes; pese a diversas noticias catastróficas sobre más variantes del virus, aquel fin de semana, por la ruta por donde caminamos, y en el restaurante donde comimos, la gente ya se movía libremente, camareros incluidos, sin llevar mascarillas ni aditamentos contra el posible contagio. En la cercana playa algunas mujeres, en bikini, tomaban el sol. Varios jóvenes incluso se metieron en el agua. Empapado en sudor, como estaba, imaginé lo placentero de semejante baño.
—Yo le rogaría —me dijo mi vecino de la puerta 33 interrumpiendo mis meditaciones— que no dejara de bajar a hablar conmigo, y que mantuviéramos la amistad pese a la desaparición de la pandemia.
—Esa es mi intención —le contesté—. Todo en esta vida, hasta la muerte, tiene su parte positiva. En nuestro caso ha sido el surgimiento de una buena amistad. Vale la pena mantenerla. Incluso, ya se lo he dicho en infinidad de ocasiones, se puede venir con nosotros a hacer las rutas sabatinas.
—Gracias. Pero prefiero dar un breve paseo por el barrio. No me apetecen nada esos grandes paseos suyos y de su amigo.
—No son tan grandes, no crea. El de hoy, no obstante, ha tenido su aquel.
—¿Muchos kilómetros?
Hemos tirado por el monte, pese a sus dificultades. Peldaños de tierra fijados con troncos de árboles.
—Nos hemos metido por una ruta bastante fea: una vieja vía del tren, como siempre, pero llena a rebosar, a derecha e izquierda, de edificaciones, fincas, casas… Se han cargado los paisajes y las montañas. No me ha gustado nada. He protestado varias veces. Y al llegar a Oropesa del Mar, desde Benicasim, José Luis, a fin de calmarme, me ha propuesto regresar a donde teníamos el coche caminando por el paseo marítimo. Sí, íbamos por el dicho paseo. Pero el camino se interrumpe y nos llevaba a la carretera, o a un monte. Por la montaña se acortaba la distancia. Hemos tirado por el monte, pese a sus dificultades. Peldaños de tierra fijados con troncos de árboles. Los primeros pasos no han sido complicados. Pero el camino ascendía y ascendía sin parar. Los altos peldaños pasaron a mejor vida. José Luis estaba dispuesto a seguir por allí. Y por allí hemos continuado. Gracias a unos firmes pivotes de madera y a unas fuertes y gruesas cuerdas, transcurriendo por ellos, a modo de pasamanos. De no ser por esas cuerdas hubiera sido imposible, al menos para mí, dar dos pasos seguidos por aquel dichoso camino, empinado y traicionero. Sin soltar, pues, la gruesa cuerda, a derecha e izquierda, empapado en sudor, he seguido subiendo y subiendo por un sendero de piedras que parecía no tener fin.
—¿Han conseguido, pues, llegar a la cima?
—Sí. Y nada más hacerlo, me ha saludado una joven pareja que venía tras de mí. Ella era preciosa: llevaba una gorrita, con la cola de su cabello sobresaliendo por la parte de atrás. Me ha sonreído de forma encantadora, y me ha felicitado por la ascensión. Para esta chica yo debo de ser un dinosaurio.
—Pues imagínese si me ve a mí. Aunque yo, desde luego, no hubiera subido por allí. Yo necesito calles rectas, sin pendientes ni dificultades.
—A cada cual lo suyo.
—Yo también he salido a caminar. Pero por aquí por el barrio. Sin problemas ni complicaciones. He estado luego leyendo. Y por la tarde he visto una película en la televisión.
—Ya no va al cine.
—No. La verdad. La pandemia esta de las narices me ha acostumbrado a quedarme en casa. Además, ver cine por la televisión tiene sus ventajas: si la película es muy mala, o no te gusta, se cambia de canal, y aquí paz y allá gloria. Salir de un cine, o de un teatro, a mitad de sesión siempre me ha dado un poco de apuro. Además, estando en casa, me evito los comentarios, los cuchicheos, y la molesta luz del móvil de algún necio de pacotilla.
—Vivir en sociedad se está convirtiendo en un tormento. Pero de todo hay en la viña del Señor. Hoy hemos entrado a comer en un restaurante de Oropesa. Imposible comer salvo si pedíamos en la barra y no salíamos a la terraza. Un camarero, al vernos indecisos, nos ha advertido sobre el posible menú. Tenía razón en todo cuanto nos ha dicho. Además, pese a estar el restaurante a rebosar, nos ha atendido rápidamente. Hemos comido muy bien. Al final, José Luis le ha dado las gracias por sus consejos y su servicio. El hombre se ha emocionado.
La intuición, sobre todo cuando está educada, es una buena consejera.
—Pues yo no he hablado con nadie en todo el día. Hasta su llegada. Eso sí, he visto una buena película. Creo que debería verla usted… Una película de la cual ni tenía noticia ni había oído hablar. He llegado a ella por intuición: la he seleccionado de entre un montón de opciones del canal al cual estoy suscrito.
—La intuición, sobre todo cuando está educada, es una buena consejera. Pocas veces falla.
—Añada a eso que película recomendada por los medios es, para mí, película rechazada. Antes, en mi juventud, la crítica y los premios literarios eran referentes, indicadores… Ahora son reclamos por regla general de medianías cuando no de verdaderas sandeces. Me llegan de vez en cuando noticias al móvil: “la película que arrasa… la serie que no podrás dejar de ver…”, estupideces. La crítica al servicio de quien paga. Películas tan insulsas como necias.
—Tal vez ni les paguen. En una sociedad tan banal y superficial, el crítico serio, si hay alguno, se moriría de hambre. Unos destruyen montañas y paisajes, y otros, con sus insulseces y necedades, impiden la producción de buen cine y mejores novelas.
—Sí. Lo de Lope de Vega: hablar en necio… Por eso me ha sorprendido la película de hoy. Española para más inri. Se titula El sustituto, y está dirigida por Óscar Aibar, un hombre joven y con experiencia. Ambientada la película en los años ochenta, con nazis, policía corrupta y toda la parafernalia. Se la recomiendo, en serio.
—Yo, como sabe usted, no soy de televisión y no estoy suscrito a ningún canal.
—Baje a casa, cenamos juntos, y la pongo.
—¿Y no le importa volver a verla?
—En absoluto. Además, me gustaría conocer su opinión.
—No he visto tanto cine como usted. Ni estoy capacitado para hacer de crítico, ni me apetece decir sandeces.
—Mire —dijo apurando su copa de vino—, el tema de la película es delicado. Fácilmente podía haber desbarrado el guión y la dirección. Y bien, alguna concesión hay, pero la película mantiene un buen ritmo. Y nada de cuanto dice es descabellado o absurdo. Es, se lo repito, una película muy digna. Buena, le diría yo. Además, hace pensar.
—Bien. Si no le importa podríamos verla mañana por la noche. Hoy, tras la subida por la montaña, con las dichosas cuerdas, más los quince kilómetros de caminata, estoy bastante cansado. Me dormiré, seguramente, nada más apague las luces.
—No hay problema: la podemos ver cuando usted desee. Lo único que le pido es que, por favor, sigamos viéndonos y teniendo estas charlas. Pese a la desaparición del virus.
Se hizo buen cine, con muchas salvedades, hasta la invención de los efectos especiales.
—Cuente con ello. Seguiremos así hasta que yo haga de usted un apasionado lector de Heródoto y usted haga de mí un apasionado cinéfilo. ¿Sabe? —añadí sonriendo—. Comencé a odiar al cine cuando empecé a ver películas de peplo, así se llamaban, producciones italianas, y no le digo nada del cine histórico de Hollywood. Sin palabras.
—Usted lo ha dicho: sin palabras. Igualmente se hizo buen cine, con muchas salvedades, hasta la invención de los efectos especiales. Ahora, y ya por sistema, cuando anuncian alguna película de desastres naturales, invasiones de pulgas extraterrestres y demás maldades, huyo de ellas como de la peste. Una pena que no se hayan inventado mascarillas contra semejante pandemia.
—Existe esa mascarilla. Pero ni es visible, ni se vende en las farmacias. Cada uno debe trabajarla por sí mismo y para sí mismo… Y eso, querido amigo, no va con los tiempos. Por eso he renegado yo de la ruta de hoy, salpicada de edificaciones a cual de todas más horrible. Pese a la dureza, ha valido la pena el subir por aquella montaña con sus cuerdas: silencio, paz, tranquilidad, monte, pinos, el mar al fondo y sin ninguna horrible edificación pintada de rojo en medio de una gran profusión de pinos.
—Sí. Una desgracia. Ni somos respetuosos con nosotros ni con el medio en el cual vivimos.
—Por suerte siempre quedan camareros como el del restaurante de Oropesa. Ha sido la otra parte buena del día.
—Y nuestra amistad.
—Por supuesto. Brindemos por ella.
Y así, y tras el brindis de rigor, me fui a casa y me metí en la cama. Ya no podía más. Estaba verdaderamente cansado. Pero con ganas de ver cine, y de volver a aquella montaña.
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