

Uno debe conocer sus propios límites y tenerlos en cuenta tanto en las cosas más grandes como en las más pequeñas, incluso cuando vayas a comprar pescado para que no te encapriches con un mújol cuando sólo tienes en el bolsillo para un gobio.
Juvenal, Sátiras.1
Todas las épocas, y la nuestra no es una excepción, tienen sus prejuicios, o sus cosas políticamente correctas, incorrectas, aceptables o inaceptables. Me reafirmé en ello una tarde de ocio y holgazanería. No teniendo nada mejor que hacer, di en releer algunas de las sátiras de Juvenal. Sonreí tanto por su lenguaje descarnado como por algunas consideraciones actuales: muchas de las afirmaciones, y críticas de Juvenal, hoy en día le hubieran supuesto el desprestigio y la picota cuando no la cárcel. Me percaté también de cómo se habían desvirtuado algunas de sus afirmaciones. Lo de siempre.
Bajé a casa de mi vecino a comentárselo y a tomarme una copa de buen vino.
—Estamos siendo muy clásicos nosotros —me dijo éste nada más abrirme la puerta—. El arcipreste de Hita ya hablaba del vino y del vecino. Reclamaba aquél por hablar como suele el pueblo fablar con su vecino.
—¿Y era leído el arcipreste en su época?
No conozco a gente con menos descaro que algunos de nuestros políticos: se pasan el día por ahí dando tumbos de arriba abajo.
—No creo. Teniendo en cuenta el grado de analfabetismo del pueblo, y los años en los que vivió, más bien sería un perfecto desconocido. Como ahora.
—Eso mismo me he planteado yo con respecto a la sátiras de Juvenal. Aunque éste tenía miedo por algún lector no deseado, y la consiguiente denuncia ante el emperador. Estaba releyendo algunas de sus sátiras hace un momento.
—Mire, pues de eso, de Roma, quería hablarle yo. Bueno, no exactamente de Roma, sino de un mensaje que me ha llegado por el móvil.
—Desconfíe. Es un medio excelente para enviar necedades. Yo estaba metido en varios grupos de esos de WhatsApp y me he salido de todos. Harto de perder el tiempo leyendo tonterías.
—También es un buen medio —dijo sirviendo la saludable copa de vino— para conocer el estado cultural de una buena parte del país.
—No hace falta: fíjese en los políticos a los cuales se vota, y ya lo tiene todo claro.
—Desde luego. No conozco a gente con menos descaro que algunos de nuestros políticos: se pasan el día por ahí dando tumbos de arriba abajo. No creo, por lo tanto, que se lean ni un libro al cabo de una semana ni incluso de un mes. Lo cual no les impide hablar de todo, entender de todo y ser sabios en todo. Como muchos, opinan por encima de sus posibilidades. Que son más bien escasas.
—Fiel reflejo de quienes les votan. No hay más. No le dé vueltas.
—Sí. Tiene razón. Y, además, está en consonancia con el mensaje que me han enviado.
Me lo enseñó. Conectó su móvil y me mostró la pantalla. Aparecía una foto del famoso busto de Cicerón, junto con varias frases atribuidas a él. Todas falsas, desde luego.
—¿Qué opina usted? —me preguntó sonriendo.
—Es una mentira tan burda que no entiendo cómo alguien se lo puede creer. Según el mensaje, Cicerón se queja de que siete personas trabajan para mantener a una. ¿Quién trabajaba en Roma? Era una sociedad esclavista. Cicerón tenía esclavos. Sin olvidar que el chico era muy conservador, mucho. Ni critica la esclavitud ni a los bancos, ni a los banqueros. Y esto se debe coger con pinzas. Sería mejor hablar de prestamistas. Y de las estafas entre amigos, de las que ya se queja un conocido de Juvenal.2
—Claro. Esto es fruto del desconocimiento de la historia, y de casi todo.
No busque un libro de más de cinco años porque no lo encontrará. Expulsados de la guardería a tan temprana edad, ya no se sabe por dónde andan, y si andan por algún sitio.
—Y de su utilización política. Ahora tiene a algunos políticos, entendidos en todo cuanto haga falta y algo más, hablando de la conquista de América, o del descubrimiento. Según ellos, fueron allí nuestros aguerridos antepasados a llevar la fe, la esperanza y la caridad. Igual que los romanos masacraron a los numantinos y allegados: querían que los supervivientes supiéramos las cinco declinaciones del latín, y el verbo sum, para poder leer a Virgilio, Horacio, Tito Livio y demás en su propia lengua.
—Lo lamentable de todo esto —me dijo sirviendo otra copa de vino— son las pocas o nulas conexiones culturales que hay entre España y el resto de las naciones de habla hispana. No veo ningún proyecto común, ninguna película hecha por todos, o editorial. Le voy a contar un secreto. El otro día me enteré, de casualidad, de la existencia de un libro. Me hubiera gustado mucho regalárselo. Pero ha sido imposible. Es un libro de poemas de Alfonso Reyes, Homero en Cuernavaca. El título ya me pareció muy interesante. Pues bien, ha sido imposible conseguirlo. Y lo he intentado. Varias y repetidas veces.
—Un título interesante. No se puede negar. Pero no se preocupe. No pasa nada. Ya llegará. Y si no llega, no tiene más importancia. Al fin y al cabo uno se va a morir sin haber podido leer ni comprender muchas obras importantes.
—Evidentemente. No olvidemos que una editorial es un negocio como otro cualquiera. Y su misión es ganar dinero. La inmensa mayoría de ellas no editan sino novedades, y novedades de autores conocidos, por supuesto. No busque un libro de más de cinco años porque no lo encontrará. Expulsados de la guardería a tan temprana edad, ya no se sabe por dónde andan, y si andan por algún sitio.
—Yo no tengo ese problema: casi todo lo que me interesa, en latín y griego, está en Internet.
—¿Tiene usted la carta en la que Plinio habla de la erupción del Vesubio? Ahora están de moda los volcanes por lo sucedido en las islas Canarias.
—Sí, la tengo. Interesantes las cartas de Plinio el Joven.
—¿Ha oído usted a nuestros egregios políticos hablar de los volcanes? El tema no se presta para muchos politiqueos.
—Según un compañero, una necia, política o ex política, quería reclamar a no sé quién por haber permitido la colonización de un terreno volcánico.
—Me parece genial. Podía escribir usted un cuento de terror, como aquel que me contó, ¿era también de Plinio el Joven?
—Sí. Del mismo.
—Pues ahora, en ese posible cuento, podían volver a la vida todos los enyesados habitantes de Pompeya, y exigir una fuerte indemnización por el volcán y el posterior saqueo de su ciudad. A todas las naciones del mundo.
—No estaría mal. Y que los romanos nos pidieran perdón por cuanto hicieron en Numancia. Y los cartagineses por lo de Sagunto. Y nosotros por lo de América. Y no hablemos de políticos si no han fallecido mucho antes de 1975. Caso contrario, si nos oye alguien, tendremos problemas.
—Un amigo, hablando de América, me contó que, estando en quinto de carrera, estudiaron la literatura hispanoamericana. Me habló del malestar instalado en la clase por las barbaridades que se narraban en muchas de aquellas obras. Hubo un momento en el cual todos se sintieron culpables por cuanto pasó allí.
—No sé dónde leí que no hay nada más mezquino que cargar a los hijos con los pecados de los padres. Absurdo es pensar que fueron allí toda aquella tropa a llevar la fe y la cultura y demás zarandajas. Fueron movidos por el comercio, la ganancia y el oro. Como siempre. Nosotros no tenemos nada que ver.
—Y pasó cuanto pasó.
Afortunados los volcanes, sobre quienes los políticos no han puesto sus negras manos. Aunque ya llegará. Tiempo al tiempo.
—Ya hemos dicho en más de una ocasión que no hay animal más fiero, salvaje y bestial que el hombre. Sólo él esclaviza a sus semejantes, mata a sus semejantes e incluso se los come, y no por necesidad en muchas ocasiones. Ya lo denunciaba el mismísimo Juvenal.3 En realidad tendríamos que estar pidiéndonos perdón los unos a los otros por todas las guerras habidas y por haber.
—Eso no es efectivo políticamente.
—Pues habrá que cambiar esa concepción. Muchas veces la esperanza de una buena cena nos engaña.4
—Y por eso opinan por encima de sus posibilidades. Y ni cenan ellos ni dejan cenar a los demás. Y bostezan necedades e impertinencias como el volcán expulsa lava. Y así va todo.
—Afortunados los volcanes, sobre quienes los políticos no han puesto sus negras manos. Aunque ya llegará. Tiempo al tiempo.
—Afortunados. Brindemos por ellos. Y que nos perdonen los pompeyanos y los canarios. Y todo aquel que se sienta ofendido.
—Sea.
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Notas
- Juvenal, Sátiras, libro IV, sátira XI. En Cátedra, Letras Universales, Madrid, 2007. Traducción de Rosario Cortés Tovar.
- Juvenal, Sátiras, libro V, sátira XIII.
- Libro V, sátira XV.
- Spes bene cenandi uos decipit. Juvenal, libro I, sátira V.