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Diálogos en tiempos del virus (20)
Ocio

jueves 16 de septiembre de 2021
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Ocio, por Vicente Adelantado Soriano
En la época clásica, véase Grecia y Roma, el ocio era inseparable de la nobleza. Gracias al ocio se podían dedicar a la filosofía, a la política, al arte y a discutir con Sócrates. Debate de Sócrates y Aspasia (hacia 1800), por Nicolas-André Monsiau
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Aunque no intentemos ninguna otra cosa que sea eficaz, será útil, al menos, retirarse: seremos mejores aislados.
Séneca, Sobre el ocio.1
Lo más grande del mundo es saber pertenecerse.
Michel de Montaigne, Ensayos (De la soledad).2

El país en particular, y el mundo en general, comenzaba a recuperarse poco a poco: un día nos dijeron que el coronavirus estaba remitiendo. Permitieron las autoridades, en consecuencia, la reapertura de bares y restaurantes. La ciudad fue recuperando la normalidad anterior a la pandemia. Con muchas precauciones, y con algún que otro altibajo.

—Poco va a cambiar la vida para mí —me dijo mi vecino de la puerta 33 cuando fui a visitarlo aquella tarde—. Cierto es que voy a poder ir a caminar por el monte, una vez a la semana, y nada más. Pero hasta que no pueda salir sin mascarilla, no me voy a mover por la ciudad. Me molesta el dichoso artilugio. Y no tengo ganas de discutir con nadie por si la llevo así o asá, bien puesta o mal sujeta. Prefiero la soledad.

—Pues me parece que eso de la mascarilla todavía va para largo.

Todo lo que nace, muere. Y un día u otro este mundo se acabará. Creo.

—¿Y usted cree que ha fallecido tanta gente como dicen?

—No lo sé. No tengo ni idea. Además, ¿quién se fía de lo que dicen los políticos y los medios de comunicación, afines o enemigos?

—Tiene razón. No obstante, sería interesante oírlos debatir sobre lo bien que lo han hecho unos, y lo mal que han actuado los otros. Lo de siempre, vamos. Sin sacar ninguna enseñanza para el futuro.

—Los que vengan detrás siempre podrán consultar la hemeroteca, los libros y las entrevistas. Amén de los informes médicos.

—Si hacen eso, cuando lleguen a alguna conclusión ya se habrán muerto todos.

—Esperemos que no. De todas formas, ya sabe que todo lo que nace, muere. Y un día u otro este mundo se acabará. Creo. De eso sabe usted más que yo.

—Sí. Dicen que el sol explotará, y aquí no quedaremos ni uno.

—Afortunadamente no lo veremos. Ya tenemos bastante con haber sobrevivido a esta pandemia.

—Y ya que unos y otros no van a decir más que sandeces y lugares comunes, ¿qué conclusiones ha sacado usted de todo esto?

—Pues la verdad es que ninguna porque ni me lo había planteado. Hasta ayer, sinceramente. Y no porque tuviera alguna idea genial, que no la tuve. Fue con motivo de la relectura de un libro.

—Todos los caminos llevan a Roma. ¿Qué estaba leyendo?

—Llevo unos días en plan muy nihilista. Cuestioné mis estudios y me cuestioné a mí mismo. Resumiendo: pensé que la etimología es una ciencia muy particular. Quiero decir que la etimología que me sirve a mí, no sirve para otra lengua. Como prueba de eso, volví a leer algunas obras de Platón, Crátilo, Eutidemo… aquellas en las que estudia el lenguaje, y trata de explicarlo a través de los étimos.

—Y no le fueron de ninguna utilidad.

—Pero no por culpa de Platón. Ignorancia mía. Aunque hay veces que me irrita este filósofo. La etimología, además, es muy resbaladiza.

—Como todo en esta vida.

—Sí. Ciertamente. Pero con eso, como diría Sócrates, querido Crátilo, nos estamos alejando del tema que habíamos iniciado. ¿Lo recuerda?

—Sí: conclusiones sobre lo sucedido con la pandemia.

—Efectivamente.

—Hable. Estoy ansioso por oírlo.

—Creo, querido vecino, que el hombre es como una pequeña planta aislada, no autosuficiente, pero sí incapaz de salir de sí mismo: todo cuanto cae en sus redes lo aprovecha para seguir alimentando aquello que ya tenía en el fondo de su pecho, o en las raíces de su ser. Si esto que he dicho no son meras palabrerías, que no lo sé.

—Siga. Ya lo determinaremos al final.

—Todo esto me lo retrotrajo el último capítulo de Política, de Aristóteles… Hace muchos años un pariente mío fue llevado a una residencia de ancianos. Un día fui a visitarlo. Fue desalentador: todos los ancianos estaban sentados frente al televisor o jugando al parchís. No había nadie leyendo no ya un libro o una revista u oyendo música. Nada. Nada de nada. Me parecieron plantas puestas cara a un sol que no calienta.

—La metáfora no es muy apropiada: las plantas hacen la fotosíntesis. ¿Qué hacían aquellos ancianos?

—Vegetar. Me acordé de Séneca. Decía éste que nunca se es suficientemente mayor como para no aprender. Otium sine litteris… El ocio sin los libros es muerte en vida.

—Tenía razón. Mientras hay vida, hay esperanza y ganas de aprender. Por lo menos así lo siento yo. No me gustaría llegar a ese estado. Por nada del mundo.

Un alumno, el pobre tontorrón que necesitaba destacar siempre y a toda hora, respondió que él era muy guapo, ligaba siempre con las mejores chicas, y no necesitaba los libros para nada.

—Volvamos al punto que nos importa, querido vecino. Tengo un compañero que, durante una de las tantas veces que se cuestionó el estudio de las lenguas clásicas, vino a decir que la defensa hecha por algunos, de que los jóvenes no podrían leer la Ilíada en caso de que no estudiaran latín y griego, era, y es, una verdadera memez.

—Creo que tiene razón. Yo la he leído y no tengo ni idea de griego.

—Él se movía en otros planos. Trataba de inculcarles a los alumnos el placer de la lectura diciendo cosas de Perogrullo: que en esta vida iban a estar más tiempo solos que acompañados. Y que un libro puede ser la salvación. O la ayuda, o el compañero que nunca falta. Ni en los momentos más duros. Ni en las pestes y pandemias.

—Y que, además, les va a enseñar muchas cosas que ignoran.

—Efectivamente.

—¿Y cuál fue el resultado? Si es que lo hubo.

—Me contó que un alumno, el pobre tontorrón que necesitaba destacar siempre y a toda hora, respondió que él era muy guapo, ligaba siempre con las mejores chicas, y no necesitaba los libros para nada. Nunca estaba solo.

—Pobre infeliz.

—No sé por qué aquella mañana, visitando a mi pariente en la residencia de ancianos, me pareció verlo sentado en una silla de ruedas y frente al televisor, con los ojos en blanco, y con la mente muerta y sepultada. No era él, por supuesto. Todavía no había llegado a esa situación. Se toparía con ella, sin duda.

—Tenía que haber leído El retrato de Dorian Gray.

—Creo que hubiera sido inútil. Como le he dicho antes, somos plantas, y todo cuanto cogemos es para retroalimentarnos. Rara vez nos cuestionamos a nosotros mismos. Y, a veces, cuando lo hacemos, es tarde.

—¿Lo dice porque los ancianos de la residencia hubieran aprovechado mejor el tiempo leyendo que viendo la televisión?

—Sí. Por eso lo digo. Me resultó triste y patético verlos a todos cara a la televisión, con los ojos en blanco y la mente ausente. Creo que un buen libro…

—Pero para eso hay que prepararse de bien joven. ¡Ah, claro, se debería haber aprovechado este largo tiempo de encierro por el virus! Ya entiendo por dónde va.

—Por eso mismo le estaba contando las anécdotas de mi compañero. Yo, por mi parte, tengo un primo que siempre me está diciendo lo mismo: que me admira por mis aficiones, cosa que él es incapaz de crearse. Piensa éste que la vocación, o la afición, me ha llovido del cielo. Son años y años de trabajo, de lectura. Él prefiere ver partidos de fútbol.

—Pues que los vea.

—Nadie se lo impide. Pero esto me ha llevado a la reflexión siguiente: en la época clásica, véase Grecia y Roma, el ocio era inseparable de la nobleza. Gracias al ocio se podían dedicar a la filosofía, a la política, al arte y a discutir con Sócrates.

—Un ocio obtenido gracias a la esclavitud, ¿no es cierto?

—Sí, sí que lo es. Pero eso no me sirve de justificación para el ocio actual. El ocio de ahora, por jubilación o por virus, es sinónimo de aburrimiento, de horas y horas de televisión, de absurdas partidas de parchís o dominó en las terrazas de los bares…

—Imagino que habrá excepciones, como es nuestro caso.

—Claro que las hay. Faltaría más. Hay personas que se entregan al ocio con toda su alma. Sabiendo, como Salustio, que “este ocio mío resultará de mayor beneficio para la república que la actividad de otros”.3

Aristóteles insiste en la importancia de la introducción de la música en la educación: con ella, durante los días de ocio, se llenarán muchos huecos.

—Eso no se lo van a reconocer ni a tiros. Para mucha gente el ocio es la madre de todos los vicios.

—Si la lectura es un vicio… Es curioso cómo cambian las cosas y los conceptos. Sí, desde luego: etimología y palabras son términos tan resbaladizos como el aceite. Cuando yo era un niño, llevar el pantalón con un roto era signo de pobreza, de miseria, de vergüenza. Ahora hay alumnas que vienen al instituto con unos pantalones que parece que vuelven de la guerra, o de huir de Apolo por entre cardos y matorrales.

—Entonces, ¿nos reafirmamos en nuestro ocio?

—El alumno del que le he hablado antes, el guaperas, también intentó provocarme a mí con lo del ocio y las lecturas. Le leí un texto de Aristóteles. Éste está en contra del trabajo embrutecedor que impide la buena disposición para el ocio, para el estudio y el aprendizaje. Pero, además, y en eso quería hacer insistencia, se ocupa de que el ocio se llene adecuadamente. Insiste en la importancia de la introducción de la música en la educación: con ella, durante los días de ocio, se llenarán muchos huecos, al igual que oyendo a los aedos, y, por supuesto, leyéndolos.4

—Es decir, que no le entró al trapo.

—No. Estoy cansado de discutir. No vale la pena. Si no quiere leer, que no lea. Como dice usted, no todos somos iguales.

—Ahí quería llegar yo también. Ya sabe usted cuáles son mis intereses. Y por ellos le voy a hacer una proposición bien honesta: hace tiempo me compré un martillo de geólogo. Y hace tiempo estoy deseando ir a una cierta montaña en busca de fósiles. Esto no tiene nada que ver con las lenguas, pero ¿le apetecería que nos fuéramos, ahora que podemos, un sábado o domingo, a una montaña a tentar unas rocas? Luego podemos comer en un restaurante que conozco. Es la gloria.

—Sí, podemos ir, ¿por qué no? A mí me vendrá bien para despejarme. Este es el ocio con dignidad, como quería Cicerón.

—Con un poco de suerte, con piedras y fósiles, le voy a demostrar que los griegos están al volver la esquina. Vivieron hace dos días.

—No hace falta que me demuestre nada, querido vecino. Usted y yo hablamos un griego que da pena, pero que no deja de ser griego. Pese a lo resbaladizo de las etimologías.

—Bueno, pues así quedamos. Nos vamos a analizar rocas.

—De acuerdo. Un brindis por las rocas.

—Y por el ocio.

—Y por el ocio.

 

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Notas

  1. En Séneca, Diálogos, Gredos, Madrid, 2000. Traducción de Juan Mariné Isidro.
  2. Michel de Montaigne, Ensayos. I Cap. XXXIX. Cátedra Letras Universales. Madrid, 1985. Traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo.
  3. Salustio, La guerra de Yugurta, Madrid, 1988. Alianza Editorial. Traducción de Mercedes Montero Montero. p. 98.
  4. Véase Aristóteles, Política, Libro VIII, 1337b y 1338a.
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