

Lloviendo está en los habares
y en las pardas sementeras;
hay sol en los encinares,
charcos por las carreteras.
Antonio Machado, Poesías completas: “En abril, las aguas mil”.
Aquel sábado llegué a casa bastante cansado. Y con la ropa húmeda debido a la persistente lluvia soportada a lo largo del camino de regreso. Fue una delicia, al cabo de muchas horas, despojarme de ella, darme una buena ducha y cobijarme, en el sofá, bajo una cálida manta. Así estuve hasta que comencé a notar las punzadas del hambre. Cené entonces, y no tardé nada, de nuevo en el sofá, en quedarme dormido. Ni se me ocurrió bajar a visitar a mi vecino de la puerta 33. Fue al día siguiente por la tarde cuando éste me llamó. Ya tenía la botella de vino preparada.
—Conociéndolo como lo conozco —me dijo—, seguro que salió ayer pese a la lluvia.
—Pese a la lluvia, no —le respondí sonriendo—. Por ella. Aunque le tengo que confesar que tenía mis prevenciones por José Luis. Pero a éste tampoco le arredra el agua. Ayer lo demostró clarísimamente.
—¿Se mojaron mucho? —preguntó entre incrédulo y lastimero.
En los pantalones y en los pies no nos cabía más agua. Además, tenga en cuenta que aquí llueve de uvas a peras.
—Sí. Mucho. Estuvimos caminando durante nueve kilómetros y pico bajo la lluvia.
—¡Hombre! —exclamó—. ¿No se pudieron refugiar en ningún lugar?
—En ninguno. Íbamos por la Vía Verde. Allí no hay nada. Bueno, al final, ya muy cerca de donde estaba el coche, había un par de túneles. Sí, allí estábamos a resguardo la lluvia. Pero hacía frío. Y la ropa estaba empapada.
—No me diga que no salieron equipados.
—Salimos equipados. Pero la lluvia fue muy fuerte y persistente. En los pantalones y en los pies no nos cabía más agua. Además, tenga en cuenta que aquí llueve de uvas a peras. Y no, no tenemos equipo pesado, por decirlo de alguna forma.
—Imagino que disfrutarían poco del paisaje en esas circunstancias.
—Todo lo contrario. Fue una delicia ver aquellas montañas, aquellos pinos y aquel camino en semejantes circunstancias. Pocas veces nos es dada la ocasión de disfrutar de la niebla, del agua de lluvia, de la limpieza de rocas, montañas y plantas. Fue una maravilla. Una verdadera delicia.
—¿Me ha traído fotos de piedras y de rocas?
—Por supuesto. Se las he enviado a su ordenador. Hemos visto una pared totalmente negra, rezumando agua. Me ha sido imposible no recordar el mito de Níobe. También se la he enviado. La pobre Níobe transformada en roca, llorando sempiternamente la muerte de sus catorce hijos. Por su desmedido orgullo, por la famosa hibris griega.
—Los dioses siempre son crueles…
—No se lo tome en sentido literal. Es un mito. Creo yo. Que pone de relieve que el orgullo y la fanfarronería no son nada bueno.
—El famoso “dime de qué presumes y direte de qué careces”.
—Tal vez. Pero creo que lo que aquí se castiga es el creerse superior a otra persona por una cuestión fisiológica… y aunque hubiera sido por otra causa. Siempre he leído ese mito, y otros muchos, como un toque de atención hacia la humildad.
—Eso me recuerda una narración que nos leyó, una tarde de lluvia por cierto, el maestro en la escuela. Vino a decir, tras la lectura, que el hombre orgulloso es como la espiga con poco fruto: se eleva hacia el cielo en tanto que la espiga cargada de grano se inclina hacia tierra.
—Lógico. La palabra humilde deriva de humus, tierra en latín. De donde, inhumar y exhumar. Y perdón por el toque etimológico.
—No hay nada que perdonar. ¿Y se han tropezado con muchos caminantes por el trayecto?
—Hoy no hemos visto absolutamente a nadie —le dije tras apurar la copa de vino que fue rellenada instantáneamente—. Ahora bien, restos humanoides no han faltado.
—¿Mascarillas? ¿También por la Vía Verde?
—Por la Vía Verde y por donde vaya. La mala educación está muy extendida. Goza de una excelente salud.
—Algún día esto cambiará.
A mí se me han mojado los pies, y los pantalones, pero nada más. Por otra parte, hombre previsor, llevaba calcetines de repuesto en la mochila.
—Dios lo oiga. Seguramente cuando se pueda circular por ahí sin mascarilla. Pero junto a éstas, aunque no he dicho nada, siempre hay latas de refresco, colillas, paquetes de tabaco, pañuelos… Lo que quiera, como en botica.
—Es increíble. Pero las calles de la ciudad están igual.
—Corramos un tupido velo… Cuando hemos comenzado a caminar José Luis y yo, estaba nublado. Pero hasta ahora los dioses se han portado muy bien con nosotros: nunca nos ha llovido, en ninguna caminata, pese a las fieras amenazas. No obstante, José Luis tenía ganas de lluvia. Y hoy lo han complacido los dioses. Cuando ha dicho de regresar, de volver al coche, se ha puesto a llover. En ese momento ha mirado su reloj: éste le indicaba que llevábamos recorridos nueve kilómetros y pico. Y a partir de ese momento, cada minuto que pasaba, llovía con más fuerza y determinación. Hemos llegado al coche empapados.
—Tenían que haber previsto eso, y haber salido equipados.
—A mí se me han mojado los pies, y los pantalones, pero nada más. Por otra parte, hombre previsor, llevaba calcetines de repuesto en la mochila. Me los he cambiado en cuanto hemos llegado al coche.
—Llevar los pies mojados es terrible: signo de constipado.
—¿Sabe el placer que me ha producido, luego, en casa, ponerme unos gruesos calcetines y calzarme unas cómodas zapatillas? Nunca los pies me habían dado un placer tan enorme.
—Salvo cuando le hacían cosquillas —dijo con una sonrisa entre picaresca e inocente.
—O cuando de bebé mi querida madre me los besaba haciéndome carantoñas.
—Bueno. Volvamos al camino —musitó llenando de nuevo las copas.
—Volvamos. Hemos sido prudentes, como siempre. A José Luis y a mí nos da miedo, somos precavidos, meternos por caminos resbaladizos o embarrados. Hemos hecho una ruta que nos gusta mucho, y que hemos recorrido en varias ocasiones. No ofrece ningún peligro: de Masadas Blancas a la vieja estación de Bejís—Torás. Todo por la Vía Verde. Y no hemos visto a nadie. Ha sido una delicia: ni ciclistas, ni patinetes, ni ancianos con perros, nada de nada de nada. Nosotros y la naturaleza.
—Y Dios.
—Y el recuerdo de un libro leído estos días, Un paseo por el bosque, de Bill Bryson. El que me regaló usted.
—¿Le ha gustado?
—Sí. Lo he pasado muy bien leyéndolo.
—Pues ahora hay que animarse e ir a los Apalaches.
—No. Ni loco. Conozco mis limitaciones. No soy capaz de escalar montes, de caminar por ásperas subidas, ni de enfrentarme a bichos y ríos de amplio caudal con el tronco de un árbol caído para cruzarlo. No. A mí los dioses no me van a castigar por orgullo. Bastante tengo con lo que tengo.
—¿A qué se refiere?
—A lo mismo que, en algún que otro lugar, cuenta Bryson: a la falta de educación en los lugares públicos.
—¡Por Dios! Vamos a descubrir el Mediterráneo.
—Un apunte y termino la narración del viaje. Cuando se ha puesto a llover, me ha preguntado José Luis que dónde prefería comer, aquí, allá o en otro lugar. Le he contestado que en Higueras. Hemos llegado al restaurante a eso de las dos. Y en contra de lo esperado estaba a rebosar. Ya se puede imaginar: los de esta mesa hablando con los de la otra, y todos gritando a más no poder… Me he acordado de una película o de un reportaje, no recuerdo, sobre unas escuelas en no sé qué país. Las aulas están provistas de una especie de semáforos: cuando se eleva la voz en demasía, se enciende la luz roja, y todo el mundo tiene que bajar el tono.
Un paisaje de pinos y tierras rojizas como acabado de crear. Limpio y hermoso. Me ensanchaba los ánimos.
—Pedir eso en el Mediterráneo es pedir peras al olmo. Aquí hay que gritar y carcajearse bien alto para que todo el mundo vea cuánto nos aburrimos y cuán infelices somos.
—A veces me pregunto si los diálogos con Sócrates no serían también así, a voces y a gritos. No lo creo, pero…
—No lo sé. Sé que es una delicia poder hablar, como ahora, sin ruidos de fondo, sin gritos, sin falsas carcajadas y sin otros aditamentos llenos de sabiduría y buen hacer.
—Añádale a eso, si le gusta, la lluvia, la compañía de un buen amigo, y unas negras rocas con recuerdos mitológicos. Más un paisaje de pinos y tierras rojizas como acabado de crear. Limpio y hermoso. Me ensanchaba los ánimos. ¡Dios! He tenido un par de momentos, contemplándolo bajo la lluvia, que he estado a punto de levitar.
—Está claro que usted y su amigo disfrutan con la lluvia.
—Muchísimo. Más que con el sol, que es molesto.
—Pues brindemos por la lluvia.
—Por la buena y deseada lluvia —dije elevando mi copa.
—Por ella.
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