

El pasaporte es la parte más noble del hombre. Además, no se fabrica de una manera tan sencilla como un hombre. Se puede hacer un hombre en cualquier parte, del modo más despreocupado y sin causa razonable, pero nunca un pasaporte. Por eso, se reconocerá el valor del pasaporte, si es bueno, mientras que a un hombre, por bueno que sea, no siempre se le reconocerá su valor.1
Bertolt Brecht, Diálogos de fugitivos.
La invitación, esta vez, llegó de parte de mi vecino de la puerta 33. Pero, por desgracia, no la pude aceptar: tenía sobre la mesa un repleto montón de ejercicios y exámenes. Debía leerlos con calma y tranquilidad para evitar arduas reclamaciones. Urgía su corrección, como urgía poner notas. La labor más ingrata y horrible de esta profesión. No me pude mover de casa en todo el fin de semana ni durante las fiestas. No obstante, bajé a visitar a mi vecino, bien entrada la tarde de aquel último día festivo, cuando el montón de ejercicios había disminuido considerablemente. Sólo me quedaban cuatro o cinco por calificar. Y uno de ellos estaba en blanco.
—Es una pena —me dijo descorchando una excelente botella de vino— que no se haya venido con nosotros. Aquello le hubiera encantado. Deberíamos ir los dos. Vale la pena. Disfrutará con el paisaje.
—Podemos acercarnos durante estas fiestas.
¿Tanto confía usted en la bondad de las personas? Hay gente que falsifica títulos y vende lejía en lugar de medicamentos…
—¿Ha terminado de corregir todos los ejercicios?
—Sí —mentí—. Y además lo he hecho con todo el cuidado del mundo. Pues luego vienen las protestas, las discusiones, las revisiones… Lo de siempre: muchos tratan de entrar por la puerta trasera. Ya sabe.
—Yo creo que eso de los exámenes se debería reducir a una especie de confesión del alumno con una fuerte implantación espiritual o moral…
—¿Y qué cree que iban a decir en el confesionario? ¿Tanto confía usted en la bondad de las personas? Hay gente que falsifica títulos y vende lejía en lugar de medicamentos… Su propuesta, con perdón, es una perfecta tontería.
—Sí. Tiene razón. Quizás me he dejado llevar por el entusiasmo, el placer y la alegría del día de hoy.
—¿Qué ha sucedido?
—Para empezar me llamó un buen amigo, al que tenía, lo reconozco, muy olvidado. Quería invitarme a comer, y estar conmigo. Pero antes era obligatorio dar un largo paseo por un camino sin tropiezos ni dificultades de ningún tipo.
—¿Dónde han ido?
—A las Hoces del río Cabriel.
—Tengo entendido que aquello es una maravilla.
—Lo es, lo es. El paisaje me ha gustado mucho. Formado por unas montañas elevadísimas. Algunas parecen largos cuchillos plantados en la tierra con la punta mirando al cielo. Escarpadas y muy cuarteadas por la acción de la lluvia y el viento. De hecho, en algunos lugares del camino avisan del peligro de desprendimientos.
—Entonces —le dije sonriendo— hoy ha estado usted en su elemento.
—Sí. He visto muchas piedras. E infinidad de árboles y matorrales. La pena es que el río, desde el camino, apenas si se entrevé. El agua, además, está estancada: la presa, situada entre montañas, la retiene. Y lo hace hasta tal punto que aquello parecía más un largo estanque que un río. Y cosa curiosa: las algas, o las hierbas del fondo, se han dispuesto de tal forma, que unas líneas negras, perfectamente paralelas a las otras, dividen y separan varias masas de esas hierbas acuáticas. Es muy curioso. Las líneas van de una orilla del río a la otra como una línea trazada con regla. Curioso. Tenemos que ir.
—Bien. Iremos. De aquí unos días.
—Además —continuó tras servir otra copa de vino— hemos tenido la suerte de no tropezarnos con nadie. Apenas, en todo el camino, si hemos visto a dos o tres grupos de personas. Eso sí, pese a los carteles, a la insistente petición de cuidar el entorno, y no arrojar nada al suelo, ha sido inevitable no encontrar, entre los matorrales, en la misma orilla del camino, la basura de estos tiempos tan modernos: mascarillas de colores, en blanco y negro y en technicolor.
—Nunca están de más un par de maleducados para recordarnos por dónde van los tiros. Así no bajamos la guardia.
—Preferiría que no existieran.
—Eso, señor mío, es pedirle peras al olmo, como vulgarmente se dice.
—Tal vez tenga razón. Pero sigo pensando que abunda más la educación, la bondad, o la filantropía, por usar esa palabra tan de su gusto, que el egoísmo y la mala educación.
—Lo dudo —repliqué sonriendo—. Pero ya sabe: cada uno cuenta de la feria según le va en ella.
—No le ha ido tan mal a usted —me dijo con cara de pena.
—No —repliqué—. Comparado con otras personas, soy un afortunado, desde luego.
—Mire —continuó— no sé si por mi edad, porque me ven ya como una persona débil e incapaz de hacer daño, o por qué. No lo sé. Pero las pocas veces que salgo, siempre encuentro alguien que se comporta conmigo muy bien. Amable y educadamente. Me ayudan…
—Pese a todo —le dije serio—, no vaya nunca solo a un cajero automático, ni salga a pasear de noche y por lugares apartados o solitarios.
Ambos somos unos inútiles con esto de las tecnologías. Le pregunté entonces a mi amigo qué va a pasar con las personas que no tengan móviles, o Internet, o, como nosotros, no se aclaren con ellos.
—No lo hago. Desde luego. No soy tonto. Conozco casos de atracos, robos y agresiones. Algunos sufridos por conocidos míos. Lo mismo sucede con las mascarillas arrojadas por las calles o por las montañas: nunca nos vamos a librar de este tipo de personas. Pero lo que quiero decirle es que una acción filantrópica, uso su palabra preferida, no se ve, y una mascarilla en el suelo, o un montón de colillas, sí.
—No le falta razón —dije apurando mi copa de vino.
—Mire, cuando mi amigo detuvo el coche, antes de ponernos a caminar, le pregunté dónde tenía previsto ir a comer. Entonces surgió el problema:
—¿Tienes el pasaporte covid? —me preguntó.
—No, no lo tengo.
—Pero estás vacunado.
—Por supuesto.
—Déjame tu móvil. Es muy posible que nos lo pidan. A mí ya me lo han pedido esta mañana cuando he entrado en un bar a tomarme un café con leche. No lo tenía. Pero la camarera, una chica muy amable, me lo ha bajado. Yo no me aclaraba. Vamos a intentarlo.
—Lo intentamos varias y repetidas veces. Ambos somos unos inútiles con esto de las tecnologías. Le pregunté entonces a mi amigo qué va a pasar con las personas que no tengan móviles, o Internet, o, como nosotros, no se aclaren con ellos.
—Ni lo sé, ni me aclaro con tu móvil —me respondió.
—Lo apagamos y comenzamos a caminar. Al cabo de pocos minutos, dada la belleza del paisaje, había olvidado el pasaporte covid y todas esas zarandajas. Al fin y al cabo por estar un día sin comer no me iba a pasar nada. El lugar lo compensaba con creces.
—Es una estupidez más de las muchas cometidas con esto de la pandemia —le dije—. El otro día, como usted sabe, se celebró un maratón por la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de personas. Se amontonaban como gavillas de paja. Y nadie les pidió nada, ni les dijo nada. Ahora, para entrar en un bar tienes que pasar por la aduana y la frontera. Valiente necedad. Por Dios.
—Sí. A mí también me llamó la atención.
—Lo malo de este mundo —añadí—, y como ya hemos dicho en más de una ocasión, es que todo se politiza. Hasta la enfermedad. Y en esto en vez de dar unas normas claras, a seguir por todos, la norma de los políticos ha sido lo de siempre: “Si tú dices blanco, yo digo negro. Y si sale mal la cosa, se silencia a quien se deba silenciar. Y aquí paz y allá gloria”. Y los malditos medios de comunicación no les han ido a la zaga con sus memeces y estupideces. ¿Hay lugar para la filantropía?
—Sí. Lo hay. Llegamos al restaurante —comenzó a contar— después de una caminata de tres o cuatro horas. Estábamos muy cansados y hambrientos. Tras aparcar el coche, nos pusimos en la cola de los futuros comensales. Apareció una señora uniformada, e informó que era imprescindible el pasaporte covid para sentarse a la mesa. La cola se diluyó como por encanto. Muchas personas se fueron refunfuñando y maldiciendo. Nosotros, con mi móvil, intentamos de nuevo bajar mi certificado. No había forma. Pero una chica, que estaba delante de nosotros, se ofreció a ayudarnos. Y en dos segundos me bajó el pasaporte. Cuando llegó la camarera, pocos minutos después, se lo pude enseñar. Y así, cansado como una mula, y hambriento, pude sentarme y comer. Gracias a esta chica a quien no conocía de nada.
—¿Y cuántas personas se fueron sin comer? ¿Por no tener el pasaporte por no haberse vacunado o por no saber cómo ponerlo en el móvil? Al final resulta que es más importante el pasaporte que el hombre. Nada nuevo bajo el sol.
—Desde luego, hablar con usted es amargarse el día.
—Lo siento. Me voy. No lo molesto más. Le he fastidiado las Hoces del río Cabriel.
—No. No se vaya. Reconozco que no le falta razón. Pero recuerde que hay gente muy amable y muy buena. Aunque ya sé aquello de desgraciado del país que necesita héroes y filántropos.
Si se disculpó ante usted, eso quiere decir que sus enseñanzas y actitudes no cayeron en saco roto. Ese es el camino.
—Usted mismo.
—Tenemos que ir a las Hoces.
—Iremos —dije sonriendo—. Yo tengo el pasaporte covid.
—Usted no da puntada sin hilo.
—¿Qué le vamos a hacer? Pero sí, tiene razón, hay buenas personas: el otro día, sin ir más lejos, me encontré con un ex alumno. Hacía años que no lo veía. Era un imbécil rematado; tenía un comportamiento estúpido en clase; no hacía sino molestar e incordiar. Al cabo de un par de siglos, en la calle, me pidió perdón por su pasado comportamiento dorándome la pastilla y diciéndome lo buen profesor que era. Sólo la educación me impidió mandarlo a donde usted se imagina.
—Hizo bien en callarse: si se disculpó ante usted, eso quiere decir que sus enseñanzas y actitudes no cayeron en saco roto. Ese es el camino.
No le contesté. Levanté la copa y me terminé el vino. Luego recordé que todavía tenía unos cuantos exámenes por corregir, y me fui. Ya hablaríamos en otra ocasión de un posible viaje a las Hoces.
—Y no se olvide de la filantropía —dijo sonriendo y cerrando la puerta en cuanto salí.
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Notas
- Bertolt Brecht, “Sobre pasaportes” en Diálogos de fugitivos, Editorial Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1973. Traducción de María Jesús M. Ampudia.