

Pero el disponer de ocio parece ser la base misma del placer, de la felicidad y de la vida dichosa.1
Aristóteles, Política.
—Creo —le dije a mi querido vecino, ya con la copa de vino en la mano—, y sin ánimo de autoalabarme, que una innegable muestra de inteligencia es aprovechar lo desagradable para convertirlo en lo contrario.
—Eso ha hecho usted —me respondió sonriendo— huyendo del ruido, de las multitudes y de otras muchas molestias propias de esta ciudad en fiestas.
—Así es.
—Este año, debido a las inclemencias del tiempo, la fiesta ha sido muy deslucida. Y bastante tranquila.
Cuando visito ruinas o museos, me gusta ir solo. No me gustan ni las visitas guiadas ni las compañías: me gusta, por el contrario, dejar volar la imaginación en completo silencio.
—Mejor para usted. Yo esperaba todo lo contrario. Y con esa premisa, propuse un viaje a Tarragona a fin de visitar a los viejos parientes romanos. No me arrepiento de haberme marchado.
—Habrá estado usted en su salsa.
—Sí. Conocía la ciudad. Estuve allí de joven. Aunque entonces no me enteré muy bien de nada. Ahora ha sido distinto. No obstante, debo decirle —apunté sonriendo— que lo que más me ha impresionado ha sido el mar.
—¿Y eso?
—Durante los dos días que hemos estado allí, no ha llovido. Pero el cielo estaba negro, encapotado, amenazador. Íntimo. Cuando visito ruinas o museos, me gusta ir solo. No me gustan ni las visitas guiadas ni las compañías: me gusta, por el contrario, dejar volar la imaginación en completo silencio. Máxime si llueve o amenaza con hacerlo. En esos momentos, lo mismo me da que el anfiteatro, o las gradas, las hiciera Emiliano o Juliano, que sean de mármol de Carrara o de piedras de la carretera… Yendo así, solo y en silencio, por una zona del Pretorio tarraconense, me tropecé con una estatua. Está cara al mar y de espaldas a la ciudad. No pude verle el rostro, pues se halla a una altura considerable. Desde allí goza de una excelente vista marina. A pocos metros detrás suyo, divisé cuanto él veía: el ponto, la autopista de la antigüedad, como alguien lo ha definido, el Mediterráneo, el mar entre tierras…
—El mar verde moco, como decía Joyce.
—No fue esa mi percepción. Imaginé a los legionarios sentados en aquellos barcos de madera, tan frágiles, tan endebles, cruzando el ancho mar, fiando en un piloto al cual ni conocían…
—Sí, las aventuras de la humanidad a veces parecen increíbles.
—No hace mucho estuve oyendo una conferencia sobre los fenicios, anteriores a los romanos, como usted sabe. En la conferencia mostraron una diapositiva de un barco fenicio hallado en el fondo del mar. Y, de verdad, parece mentira que se adentraran en esa ingente masa de agua, que se alzaba frente a la estatua y ante mi persona, para ir a comerciar, en aquellos barquitos. Sí, eran barcos hechos con cedros del Líbano, pero qué lejos de los buques que, en alta mar, ahora, bajo unas nubes amenazadoras, esperaban la orden para entrar en el puerto.
—Sí, es terrorífico cuando se piensa en la cantidad de naufragios que ha habido a lo largo de la historia. El hombre se juega la vida a veces por necedades, pero tal vez aquéllos no tuvieran más remedio que emigrar, salir de sus pueblos por un exceso de demografía, por falta de tierras, por guerras o por odios personales.
—Creo que esos fueron los motivos que llevaron a griegos y a fenicios a visitar estas tierras. Me hubiera gustado tener más tiempo libre y alargarme hasta Ampurias. Fue aquella ciudad una fundación griega, como su nombre indica. Y sí, los griegos vinieron a comerciar. Los romanos, por el contrario, a cortar los suministros de Aníbal, que ya se movía por Italia llevando la guerra y la muerte allá por donde pasaba.
—Sus enemigos, los romanos, no se quedaron cortos en la península.
—Toda guerra no es sino una cadena continua de salvajadas. Lo peor que puede hacer el hombre en esta vida. Tiene el ejemplo de lo que está pasando en Ucrania. Parece mentira, a estas alturas…
—¿Usted cree que alguna vez dejaremos de ser animales?
—Algunos lo hemos logrado.
—Sí, pero en el caso de una movilización general…
—Vale la pena dejarse fusilar, o someterse a una muerte tan cruel como la de Hipatia. Todo antes que matar a un semejante. Semejante al que, por cierto, ni se conoce ni se sabe nada de él.
—No es esa la tónica general, como usted sabe.
—Sí, lo sé. Paseando por la ciudad, con grandes espacios para ello, di en recordar que los griegos, allá por donde iban, fundaban ciudades. Y para que una ciudad adquiriera rango de tal debía tener tres elementos imprescindibles: teatro, gimnasio y ágora. Este era el espacio público para dialogar con el vecino. Dialogar.
Nos alargamos a ver el acueducto o Puente del Diablo como lo llaman por allí. Es una construcción magnífica. Y muy bien conservada.
—Y los romanos lo heredaron, como tantas otras cosas, ¿no?
—Me llamó la atención la gran vida cultural que hay en Tarragona: teatros, conciertos de música de todo tipo, conferencias, exposiciones…
—Pero no vio ningún gimnasio.
—No lo recuerdo. Pero vi, y me moví por él, un precioso mercado público, con una gran plaza o ágora, abierto hasta muy tarde. Lleno a rebosar, además, de todo tipo de comestibles. Y estuve en el fórum, donde me tropecé —le dije sonriendo— con la Fresca del Fòrum. Es un pequeño despacho de vinos. No se escandalice.
—No lo hago. A estas alturas, por Dios.
—Y, por supuesto, nos alargamos a ver el acueducto o Puente del Diablo como lo llaman por allí. Es una construcción magnífica. Y muy bien conservada. Está, además, en un paraje que es una delicia: senderos, pinos, pájaros, fuentes. Y el acueducto al final. Con un cartel explicando cómo los construían.
—En los años setenta del siglo pasado le hubieran dicho que semejante construcción la levantaron los extraterrestres. En aquellos años cuando veían una piedra de varios quintales, ya estaban los extraterrestres en danza: ellos hicieron las pirámides de Egipto, las murallas de Micenas, los obeliscos, la ciudad de los incas…
—Sí, y la Torre del Molino de Caudiel.
—Depende del tamaño de las piedras.
—Son pequeñas, pero ya puestos… Apenas había dos o tres personas por aquel magnífico paraje. Eso sí: el paisaje estaba punteado por las correspondientes mascarillas tiradas por el suelo, junto con pañuelos, bolsas de comida y cualquier desecho que pueda imaginar. Pese a ello, pude disfrutar del acueducto a mis anchas. Verlo desde todos los ángulos y montículos, aunque me negué a pasear por su viejo cauce, como estaba haciendo una aguerrida moza.
—El agua es la fuente de la vida. Y el mar, al que usted teme tanto.
—Sí, me da miedo. Me impresiona. Pero siempre llevo una botella de agua en la mochila. No puedo pasar sin ella. En alta mar, o en el desierto, me moriría, sin beber, en pocas horas. Quizás por eso mismo me gusta tanto la lluvia. Llovió por la mañana, muy poco. Pero le dio al paseo, a la Rambla, un aspecto entrañable, fantasmagórico. Me imaginaba a los romanos por allí. Imaginaba a algún legionario disfrutando de los paisajes y renegando de la guerra, aunque gracias a ella estaba conociendo mundo.
—Tal vez no valiera la pena.
—Me acordé de una viñeta de un tebeo de Astérix. Éste, o su amigo Obélix, está vapuleando a un romano. El sufrido legionario, entre tanto, está pensando que se apuntó a la legión para conocer mundo…
—Un error.
—Cuando no hay lomo, de todo como. Guerras, conflictos… A mí me asustó un tanto la enorme caravana de camiones que vimos por la carretera: huelga de transportistas. Y kilómetros y kilómetros de camiones y más camiones. Y las bombas cayendo sobre las personas de Ucrania… Fue un bálsamo de paz visitar no ya las ruinas romanas sino el mercado público, lleno a rebosar de todo tipo de alimentos. Y un bálsamo la amabilidad y deferencia de la gente con la que tuve que tratar en Tarragona. Me estoy haciendo viejo —le dije tras beber un largo trago de vino—: las pruebas de amabilidad y educación me afectan mucho. Me hacen llorar. Y en Tarraco derramé abundantes lágrimas.
—Tenga en cuenta —me replicó llenando de nuevo las copas— que de visita todos somos buenos.
—Lo pensé. Pero no fue el caso. Al menos en muchos momentos del viaje.
—Me alegro por usted. Y no olvide que, salvo en contadas ocasiones, uno siempre recibe lo que da.
—Es posible. Pero ¿sabe lo que más recuerdo de esa preciosa ciudad? Las manos de la recepcionista del hotel: una maravilla, dignas de ser esculpidas en mármol de Carrara. Sin olvidar la tiendecilla de vinos, a pocos metros de la catedral, la Fresca del Fòrum.
Los griegos, según me ha explicado usted alguna vez, consideraban la ciudad como el centro de la civilización.
—Entonces, ¿el anfiteatro, el foro, Escipión el Africano, el pretorio…? —me preguntó un tanto decepcionado.
—Todo eso lo imaginaba o lo había visto. No las manos de la chica, ni a la fresca del fórum. Ni el mercado. Ni la amabilidad de sus gentes.
—Bueno, creo que los griegos, según me ha explicado usted alguna vez, consideraban la ciudad como el centro de la civilización.
—Siempre que tuviera teatro, gimnasio y ágora. Sí, era el centro de la civilización. Fuera de ella sólo existen los bárbaros… Sea como fuere, y pese a que Tarraco es romana y no griega, me encantó. Ha sido una delicia estar allí. Tiene unos magníficos paseos, y teatros y plazas, y unas preciosas vistas al mar, entre otras cosas.
—Pues brindemos por Tarraco.
—Y por la Fresca del Fòrum. Tenía que haber entrado a comprar un par de botellas de vino.
—Bueno, ya tiene excusa, si hace falta, para volver a Tarragona.
—Buena idea. Lo tendré en cuenta.
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Notas
- Aristóteles, Política, Madrid, 2019. Alianza Editorial. Traducción de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.