

En poco tiempo las relaciones entre los malvados se rompen, pero las amistades entre los buenos ni toda la eternidad podrá acabarlas.
Isócrates, Discursos.
Hacía ya muchos años que había renunciado a sorprender a amigos, deudos y parientes con detalles y presentes. Las sorpresas no suelen ser muy agradables. Para mí, al menos, rara vez lo han sido. Prefiero, por lo tanto, preguntar e indagar a fin de evitar dádivas o cortesías tan inútiles como odiosas. Desengaños, y el paso del tiempo, me han enseñado a reprimir mis deseos de regalar nada a nadie. En muy pocas ocasiones, si hay alguna, se acierta con un regalo. Resulta difícil, no obstante, arrancar de raíz un vicio nacido con la misma persona. De ahí mis quebraderos de cabeza: el regalo retrata más a quien lo hace que a quien lo recibe. Por regla general ofrecemos, empaquetado con satinados papeles y cintas de colores, aquello que hubiéramos deseado para nosotros. Pero la otra persona no es sino ella misma y nada más. Es la primera sorprendida, casi siempre negativamente, al cortar la cinta y rasgar el papel.
Pese a los desaires, desengaños y errores, de vez en cuando me surgen de nuevo unos irreprimibles deseos de volver a hacer regalos. O de tener detalles con alguna persona más o menos próxima. En una pequeña libreta, guardada en el fondo de un cajón, figuran nombres y eventos de algunas de esas personas. Mi vecino de la puerta 33 era, en aquellos momentos, el primer y el único agraciado de la breve lista.
—Siempre me sucede lo mismo —le dije aquella tarde en su casa, frente a la saludable copa de vino—: nunca, ante una muerte, hallo las palabras justas; ni ante un evento, el regalo pertinente.
A lo largo de la vida nos equivocamos en muchas ocasiones. En muchísimas. Hay errores importantes, desde luego. Y se deben corregir. Otros son absurdos.
—¡Ah, querido amigo! —exclamó él—, para eso están los tópicos: una botella de colonia, una corbata y un “le acompaño en el sentimiento”. ¿No es acaso suficiente con esto?
—Depende —le repuse sonriendo— del grado de parentesco con el fallecido, y de nuestra relación con el vivo.
—En ambos casos es lo mismo: las limitaciones del ser humano no se rompen en un funeral. Quien es ridículo o limitado de por sí, lo es ante todo evento o situación. Y somos muy limitados. Algunos más que otros, desde luego —sentenció levantando la copa y deleitándose con el vino.
—Claro. Y eso es precisamente cuanto trato de evitar. De ahí la pregunta. Y el olvido de la sorpresa.
—Tampoco está de más asumir el error. Imposible seguir hacia delante si no lo hacemos. A lo largo de la vida nos equivocamos en muchas ocasiones. En muchísimas. Hay errores importantes, desde luego. Y se deben corregir. Otros son absurdos. Sin más importancia que la que usted les quiera dar.
—Sí. Tiene razón. Las buenas amistades cargan con eso.
—Y con más cosas, por supuesto. Necio sería acabar una amistad por un inútil o inapropiado regalo. Pondría de manifiesto que no es oro todo cuanto reluce.
—Tiene toda la razón del mundo.
—¿Y de dónde le vienen ahora estas preocupaciones? —me preguntó intrigado y sonriendo—. ¿Alguien en lontananza?
—No. Ni en lontananza ni en las proximidades. Rompamos la sorpresa: llevo ya un tiempo pensando en hacerle un regalo a usted. Dando pábulo a una originalidad sin par, se me había ocurrido, como siempre he hecho a lo largo de mi vida, en regalarle un libro. Pero no sé cuál.
—No hace falta. De verdad.
—Ya lo sé. Un regalo nunca hace falta. Es algo totalmente inútil. Pero me apetecía, y me apetece, hacérselo. Ya sé que ni es su santo, ni su cumpleaños. Ni es el día del libro, ni el del amigo, o el de las hojas caducas de los árboles añosos. Es el día, eso sí, en el cual a mí me apetece hacerle un regalo. Nada más.
—Será bienvenido. No se preocupe por eso. Además —dijo sonriendo abiertamente— yo también soy una persona educada: sé disimular si el presente no me gusta. Y prudente: siempre lo suelo tirar a un contenedor alejado de casa del amigo. Nunca se sabe si éste va a hurgar por aquí o por allá.
—No quiero que disimule conmigo —respondí sonriendo también—. Me interesa la opinión del receptor.
—¡Uff, qué complicado es usted! Se hace un regalo y no hay más…
Durante aquella inacabable cena, no hice sino soñar con una tortilla de alcachofas y un vaso de vino de la casa.
—El otro día —le expliqué, con ganas de charla— estuve enfrascado en un fragmento de Ciropedia, de Jenofonte. Cuenta éste, como una gran virtud del rey Ciro, que, cuando se sentaba a comer, cualquier plato o manjar, si le gustaba a él, hacía que, inmediatamente, lo llevaran a casa de sus amigos. Aquello, al parecer, era un gran honor. Al menos así lo pinta Jenofonte.
—Ya. Y a usted se le ha ocurrido pensar lo contrario: tal vez a sus amigos o conocidos no les gustaran esos manjares regios.
—Efectivamente. No sé si le habrá pasado a usted. Verá —conté sonriendo—, hace años estuve saliendo con una mujer. Hubo presentación oficial en la familia y toda esa movida, como dicen ahora. No llegamos a nada. Pero me invitaron a pasar una Nochebuena con ellos. Fue horrible: me sirvieron percebes, patas de cangrejo, salmón ahumado, pechugas de faisán y no sé cuántas gollerías más… Yo, durante aquella inacabable cena, no hice sino soñar con una tortilla de alcachofas y un vaso de vino de la casa. Tal vez les pasó lo mismo a los súbditos y amigos de Ciro.
—Hizo malo usted aquello de que al hombre se lo conquista por el estómago.
—Si me hubiera puesto delante la tortilla de alcachofas tal vez hubiera sacudido los fundamentos de mi pobre persona; pero, por los dioses, con percebes y demás…
—Claro —puntualizó tras beber un buen trago de vino—, es como ponerle a un vegetariano la pata de una vaca poco hecha. O en su punto, que para el caso lo mismo da.
—Efectivamente. Y con la Ciropedia en ristre, y, sobre todo, con el recuerdo de aquella Nochebuena, es cuando se me ocurrió pensar que aquella chica me debía haber consultado el menú… Igualmente creo que la generosidad de Ciro debería haber pasado por interrogar a los amigos. Tal vez les ofreciera los lomos de un jabalí cuando aquellos preferían un hervido. Patatas, cebollas…
—O una tortilla de alcachofas —dijo riendo de buena gana.
—Tal cual.
—Es decir, pasó usted una mala Nochebuena —añadió riéndose a carcajadas de su propio chiste—. Y el posible atractivo de aquella mujer no consiguió borrar tan nefasto y pretencioso menú. Común, por otra parte, en esas fechas. Y en las familias con algunas ínfulas.
—Sí. Se juntó todo. Por lo tanto, a fin de no darle una mala noche, ni hacerle buscar un contenedor lejos del barrio, se me ha ocurrido preguntarle si tiene algún capricho en especial: me gustaría hacerle un regalo.
—Pues no sé… Así de pronto. Yo no he conseguido la pluma estilográfica que me pidió usted hace unos días.
—Ya lo sé. Ni la va a conseguir. Dígame qué le apetece.
—¿Le parece bien —preguntó sirviendo otra copa de vino— algo que no lleve ni papel satinado, ni cintas con lazos y parafernalias similares?
Siempre he sido partidario de preguntar. Es muy triste que una persona se vea obligada a embaularse medio kilo de percebes o una pata de jabalí.
—Por supuesto. Se lo puedo traer sin envolver. ¿No me irá a pedir un coche o algo parecido, no? Mis recursos son limitados. No abusemos de los amigos.
—No. No me hacen falta. Ni corbatas, ni botellas de colonia. Y el vino, por favor, déjeme que lo compre yo… Me apetece, y ahí da usted de lleno en el clavo, ir a comer a algún restaurante de montaña. Pero preferiría ir entre semana. Los sábados y domingos suelen estar llenos de ciclistas, senderistas, familias y gente toda ella ruidosa y vocinglera. Un lugar tranquilo y silencioso donde podamos hablar y comer como Dios manda. Y de paso se ahorra usted el papel satinado y la cinta con el lacito.
—Cierto. Ese ahorro nos permitirá repetir el postre, o la botella de vino.
—Todo tiene sus ventajas. ¿Se queda así usted tranquilo?
—Totalmente tranquilo. Siempre he sido partidario de preguntar. Es muy triste que una persona se vea obligada a embaularse medio kilo de percebes o una pata de jabalí. O a buscar contenedores discretos y lejanos.
—Sí. Es cierto. Además a mi edad es mejor la tortilla de alcachofas —dijo sonriendo.
—Suelen afianzar los amores temblorosos. Y las buenas amistades. Siempre he pensado que, aquella noche, de estar presentes ellas en lugar de los percebes, mi vida hubiera sido otra. Distinta.
—Esperemos continuar nuestra amistad con ellas o sin ellas. Lo digo por si en el restaurante donde me va a invitar usted no hay alcachofas.
—No se preocupe. Ya me ocupo yo de eso.
—Y de mantener la amistad —dijo levantando la copa y brindando— tanto si las hay como si no las hay, y encima nos falta el buen vino.
—Por supuesto —dije a mi vez levantando la copa—. Por las buenas amistades y por las alcachofas.
—Por ellas. Por las santas y benditas alcachofas.
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