

Pues en campos poco cuidados brota el helecho y luego hay que quemarlo.1
Horacio, Sátiras.
Le propuse a mi querido vecino de la puerta 33 una pequeña excursión. Un viaje a Alicante. En su museo se hacía una interesante exposición sobre los etruscos. Aceptó encantando. Le planteé las dos posibilidades existentes: irnos solos, conduciendo yo, o con otros compañeros y con un autobús fletado al respecto. Dada mi poca afición a conducir, nos inclinamos por la segunda opción.
Salimos de casa muy temprano. Todavía era de noche. A ninguno de los dos nos gusta hacernos esperar. Hacía mucho frío. Íbamos bien abrigados. Pasamos por una farmacia de guardia. Compramos un paquete de mascarillas: imaginamos, dada la forma de viajar, y la entrada en el museo, la inefable obligatoriedad de dicho artilugio. Máxime teniendo en cuenta las nuevas variantes del virus.
—No entiendo nada —me dijo ya en un autobús sin una plaza libre—. Hace poco el virus estaba remitiendo, ahora hemos pasado de la variante delta, así fue llamada la última ola, a la ómicron. Se han saltado todo el abecedario completo, ¿no?
Leí, no hace mucho, que varias comunidades españolas estaban desechando vacunas porque habían caducado. Propio de los países ricos.
—Sí, efectivamente. Pero igual lo han hecho —dije sonriendo— para llegar pronto a la omega, y poner punto final a esta enojosa y triste pandemia.
—¿Usted cree?
—No. No lo creo. Pero yo, sinceramente, tampoco entiendo nada. O no tengo el más mínimo interés por entenderlo.
—A mí —me dijo él—, y es una posible explicación, me parece que la cosa es muy sencilla: como siempre, se trata de ricos y de pobres. Y, por supuesto, de la falta de solidaridad en este mundo. No hay más.
—El eterno problema. El mito del eterno retorno.
—Ese es otro tema, o tal vez el mismo. Lo tocaremos en otro momento. Ahora interesa eso de la variante ómicron. Resulta, al parecer, y según he leído en los periódicos, que dicha variante proviene de África, del sur, concretamente. ¿Y por qué se ha producido allí este brote o esta variante ómicron?
—Imagino que sabe la respuesta: por falta de vacunas. Y, por supuesto, por falta de dinero. Sea como fuere quienes reniegan de las vacunas estarán contentos. Y, tal vez, las farmacéuticas mucho más.
—Y al resto del mundo le tiene todo sin cuidado. Lo cual nos lleva a algunos a un permanente enfado o cabreo…
—Inútil, por otra parte —le respondí—. El enfado.
—Por supuesto. O, si quiere, nos conduce a una especie particular de nihilismo o de hartazgo. Leí, no hace mucho, que varias comunidades españolas estaban desechando vacunas porque habían caducado. Propio de los países ricos. Como sucede con la comida. Mientras, en otros lugares, los omicrones ni pueden comer, ni se pueden vacunar por falta de material. Es decir, de dinero. Y ahora resulta que éstos, sin vacunar, están contaminando al resto del mundo.
—La globalización, querido amigo —dije en tanto el autobús se ponía en marcha.
—Sí. Ahora la vamos a tener bien presente. En este mundo tan sumamente conectado, donde es posible, en pocas horas, ir de A a B, y de B a Z, o nos solidarizamos todos, o cuanto le suceda a A le sucederá a X. Para mal. Lo bueno siempre se restringe y tiene fronteras.
Como se tome en serio algo de esta frívola sociedad, va vendido.
—Igual no hace falta restringir ni confinar al resto, a los delta. Hay otra posibilidad: encerrar a los contaminados, a los omicrones, como leprosos medievales. O, lo más práctico, declararles la guerra. Ésta, además, al exigir armas, cañones, fusiles, cartuchos, carros de combate, bombas de mano y de lanzaderas, y otros grandes inventos, creará puestos de trabajo. Y ya sabe: eso justifica cualquier barbaridad. Con esos bonitos artilugios se mata a todos los contaminados, se destruyen sus ciudades, se limpia todo, y vuelta a empezar. Y además, se crean muchos puestos de trabajo. La historia de la humanidad.
—Usted nunca deja sus benditos sarcasmos.
—¿Qué quiere que le diga? Como se tome en serio algo de esta frívola sociedad, va vendido.
—¿Qué hacemos entonces yendo a ver una exposición?
—Pasar el día, ¿le parece poco?
—Sí, muy poco.
—Bien. Entonces le explicaré algunas cuantas cosas en cuanto lleguemos a la meta. Igual eso le compensa y satisface.
Tardamos en llegar. Y, al final, las estrecheces del asiento del autobús terminaron por ponerme de mal humor. Bajado de éste al cabo de unas dos horas, nos dirigimos todos al parque arqueológico. Allí, metiendo la mano por la ventanilla de una especie de destartalado quiosco, nos tomaron la temperatura. Y nada más entrar, echando un vistazo, me dieron ganas de salir corriendo.
—Aquí no hay nada que rascar —le dije a mi vecino en voz baja—. Esto es una tomadura de pelo.
—Creo que tiene razón —convino él—. Parece que lo han destruido todo, y ahora tratan de recomponerlo. Vaya desastre.
—Las piedras están resultando un atractivo turístico. Pero difícil es restaurar la paja quemada. Vámonos.
Nos fuimos. Esperamos a nuestros compañeros charlando y contemplando el ancho mar.
—El agua me da pánico —le confesé sobre un leve acantilado—. Cuando veo esa ingente masa de agua me estremezco. Se me ponen los pelos de punta pensando en Odiseo, y en sus conciudadanos navegando por aquí con aquellos endebles barcos de madera… ¡Dios, me parece una locura! Y, sin embargo, ahí tiene el principio de la civilización. El mar.
—Sí, hacía falta valor para lanzarse a navegar con aquellos barcos. Cuántos marineros morirían ahogados. Y qué terrible tuvo que ser soportar tormentas en medio del mar, montados en tales maderos. Y, pese a todo, cuánta belleza debajo del agua.
—Que fenicios y griegos llegaran hasta aquí —dije continuando mi pensamiento— con aquellos medios, me parece hasta un milagro. Realmente nada hay más maravilloso que el hombre, según decía aquel.2
—Y más terrorífico.
Guardamos silencio. Paseamos por los caminos señalados con cuerdas y listones de madera. El frío había desaparecido. Brillaba un sol espléndido. Comenzaba a molestar la ropa. Al cabo de un tiempo, vimos al resto de compañeros dirigiéndose al autobús. Fuimos hacia él. Todo el mundo, con su correspondiente mascarilla, ocupó el mismo lugar ocupado anteriormente. Incluidos nosotros. Me llamó la atención.
No tardamos en llegar al museo. De nuevo nos tomaron la temperatura. Y tuvimos suerte, superada la prueba. Soy muy dado a no participar en visitas guiadas. Aquel día, no sé por qué, me salté mi propio protocolo durante largos minutos. Debo confesar que la chica, muy joven, que nos explicó las estatuas, vitrinas, pinturas y demás, lo hizo con toda la solvencia del mundo. Me gustó.
El Mediterráneo fue la autopista de la antigüedad. Actualmente hemos olvidado aquel vivir del mar…
Me encantó la exposición. La recorrí de cabo a rabo. Y dejando de vez en cuando a la guía, me engolfé en pinturas, estatuas u objetos de orfebrería. Me tomé mi tiempo. Ante algunas de aquellas obras, tan lejanas y tan familiares, me entraron unas ganas enormes de llorar. Aguanté como pude. Luego llevé a mi vecino ante unas pinturas. Hice que se fijara en un joven tocando el aulós.
—Tal vez —le dije emocionado— no es la pintura más importante de esta magnífica exposición. Pero, fíjese, está tocando un instrumento, invento griego, de Atenea. Me encanta.
—Y no olvide —me dijo sonriendo, recordando mis temores marinos— que cruzaron el mar para llegar a Etruria desde Atenas. No lo olvide.
—No lo olvido. El Mediterráneo fue la autopista de la antigüedad. Actualmente hemos olvidado aquel vivir del mar… Demos otra vuelta por la exposición.
La dimos. Deteniéndonos aquí y allá. Viendo con toda parsimonia estatuas, cabezas, joyas, pinturas y urnas funerarias.
Educados y galantes, cuando ya estábamos saciados, nos disculpamos con la señorita por no haberle prestado mucha atención. La excusa fue verlo todo detenidamente, sin prisas. Nos perdonó de mil amores. Y le prometimos, hasta tal punto nos gustó la exposición, que volveríamos la semana siguiente, salvo que nos atacara la variante ómicron, en cuyo caso veríamos a los etruscos desde otra perspectiva. No fue así, y volvimos, y pasamos horas y horas viendo y reviviendo todas aquellas maravillas.
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Notas
- Horacio, en Sátiras, Epístolas, Arte poética. Cátedra, Letras Universales. Madrid, 2010. Traducción de Horacio Silvestre.
- Sófocles en Antígona: “Muchas son las maravillas, pero la más grande de las maravillas es el hombre. Impulsado por el impetuoso viento, recorre el espumoso mar a través de hinchadas olas que rugen a su alrededor”. Versos 332 y ss.