

Asimismo, en el Imperio Romano oriental, en lo que ahora es el centro de Turquía, Plinio habla de la existencia de dos manantiales insólitos, Claeon (Llanto) y Gelon (Risa), así llamados, según explica, a partir de esas palabras griegas para referirse al efecto que tenía beber de cada uno de ellos.1
Mary Beard, La risa en la antigua Roma.
—Yo —le confesé medio avergonzado frente a la copa de vino, acabada de llenar— he de decirle que he leído varias veces las obras de Aristófanes. Y en ninguna ocasión me ha hecho reír este hombre. Me molesta, muy a menudo, con sus salidas de tono, sus chistes escatológicos, y sus diversas lindezas sexuales.
—Imagino —respondió sensatamente— que la risa, como el sentido del humor, y como todo en esta vida, también varía a lo largo del tiempo. El dolor tal vez sea la excepción.
—No lo quepa la menor duda. Sí. Nos reímos de cosas distintas, según la educación o el momento en el cual se vive. Aunque esto es discutible. Creo. Pero el dolor, sí, siempre es el mismo. Creo.
No sé dónde leí u oí que es más fácil hacer llorar que hacer reír.
—¿Lo es? ¿Lo es? —me replicó mi vecino de la puerta 33 vaciando su copa de un trago—. Por supuesto, la gracia, la risa, depende de la educación de cada uno. Y de la edad. Yo, la verdad, hace años que no me río. Mi boca está cerrada a las carcajadas desde hace siglos. Además, me molesta cuando las oigo. Siempre veo en ellas algo falso, como esas carcajadas enlatadas de algunas series de televisión. Son penosas.
—Las poquísimas veces que las he oído siempre me han parecido una clara demostración de las necedades de los diálogos, o de la nulidad de las pretendidas gracias de los personajes.
—Es cierto. O, al menos, así me lo parece también a mí. No sé dónde leí u oí que es más fácil hacer llorar que hacer reír. Aunque lo más fácil de todo, visto lo visto, es hacernos morir a todos de puro aburrimiento.
—Siempre nos queda la posibilidad de recurrir a opciones más inteligentes: la lectura, la música… Artes cuya finalidad no es provocar la risa.
—Eso, al menos en la literatura, es discutible. Recuerdo con verdadero gozo la lectura de algunos pasajes de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La primera vez que leí el libro, intenté leerle a mis padres el capítulo donde la ventera Maritornes va a reunirse con el arriero o el porquero en la estancia compartida con don Quijote y Sancho. Don Quijote, tumbado en su camastro, la coge la mano confundiéndola con una hurí enamorada de su persona. Y allí empiezan todos a golpes y mamporros… No podía leer: me caían las lágrimas a causa de la risa, y las carcajadas afloraban a mis labios impidiéndome hacer cualquier otra cosa que no fuera reír y reír… ¿No hay nada así en la literatura clásica?
—Sí lo hay, no lo recuerdo. Y desde luego, jamás, leyendo un libro, he estallado en carcajadas.
—Tal vez se toma usted la vida demasiado en serio.
—Eso mismo me ha dicho un compañero esta mañana: siguiendo esa costumbre tan absurda, una profesora me ha enviado un par de chistes al móvil. Y maldita la gracia que me han hecho. Debo añadir que tampoco los chistes de Cicerón, pese a su fama de gracioso, me han hecho reír nunca. Por ejemplo su maliciosa salida familiar: cuando vio a su yerno por la calle dijo: “Ahí va una espada con un hombre”. Éste, al parecer, era muy bajito y algo fanfarrón.
—Debería leer las comedias del Siglo de Oro. Lope, Quiñones Benavente y a algunos más. Tienen piezas verdaderamente divertidas.
—No los conozco. Pero sí conozco las obras de Luciano el Samósata. Y sí, leyendo a Luciano lo paso muy bien. Pero sus obras son humorísticas. Quiero decir que sonrío leyéndolas, me elevan un poco el ánimo, pero nada más. Nunca llego a la carcajada. Es como si me hubiera amamantado bebiendo por igual de las dos fuentes citadas por Plinio: ni río ni lloro. Sonrío.
—Quizás, como le han dicho a usted, se ha hecho mayor, o nos hemos hecho mayores. El mismo Cervantes advertía que el Quijote, leído a una cierta edad, ya no hacía reír sino todo lo contrario. Y es cierto: lo he experimentado en mis propias carnes. Tal vez, pues, la risa sea una cuestión de edad, algo propio de la juventud, tanto del hombre como de los pueblos.
Contar sueños siempre me parece cosa de locos, algo absurdo y necio… Pretencioso si quiere.
—Sí, sí. Es posible que sea así —le dije sonriendo—. Como el amor. Me he acordado, con todo esto, de un sueño que tuve no hace mucho, durante la estancia en Tarragona. Risa y amor.
—¿Qué sucedió? —preguntó intrigado en tanto rellenaba las copas.
—Me da un poco de apuro contárselo…
—Vamos, por favor, a estas alturas…
—Perdone —me disculpé—, pero contar sueños siempre me parece cosa de locos, algo absurdo y necio… Pretencioso si quiere.
—Freud hizo maravillas con ellos.
—Sí. Y Apolodoro. Pero yo no soy ninguno de los dos.
—Tampoco en las consultas de éstos se dejaba tomar vino —replicó levantando su copa.
—Usted mismo —dije tontamente—. Una mañana, en el hotel, nada más levantarnos, me preguntó mi amigo José Luis si había conseguido dormir.
—Como un tronco —contesté—. Estaba reventado de tanto ir arriba y abajo por la ciudad.
—Entre eso y que eres algo duro de oído —replicó—, has tenido suerte.
—¿Qué ha sucedido? ¿No se habrá cometido ningún crimen ni se habrán desalojado las habitaciones por algún incendio o cosa similar?
—No. Nada de eso. No sé qué hora sería —me contó en una cafetería en tanto desayunábamos— cuando me ha despertado un golpe terrible. Venía del piso de arriba. Me he asustado. Y me he sentado inquieto sobre la cama. Al golpe han seguido unas voces y unos suspiros que traspasaban las paredes. Imagino que el golpe ha sido provocado porque él la ha lanzado sobre la cama. Pues inmediatamente ha respondido ella, “Así, así, sí, sí, sigue, sigue”. Y así, entre golpes y suspiros, han estado media hora larga.
—Bueno —objeté sonriendo—. No ha durado mucho.
—Esa ha sido la primera parte. Luego, a eso de las cuatro de la madrugada, ha habido otra, un tanto más larga y con más grititos, suspiros, voces entrecortadas y arrebatadora pasión. ¿De verdad no has oído nada?
—De verdad. Nada en absoluto.
—¿Y eso —me preguntó entonces mi vecino empeñado en hacerme beber más y más— le ha generado a usted algún sueño erótico? Cuente, cuente.
—Le cuento. Cuando entramos en el hotel, la recepcionista, una chica joven y amable, nos recibió con toda su simpatía. Yo me fijé en sus manos en tanto tecleaba nuestros nombres en el ordenador. Me encantaron. Eran preciosas, bellísimas. Tanto que no pude reprimirme y se lo dije. Durante unos segundos las estuve mirando… hasta que me percaté de mi falta de tacto. Entonces ella las extendió ante mí. Me las mostró sin ningún pudor.
—Una joven encantadora —dijo con un tono medio burlón.
—Tal vez… Entre eso, y lo que me había contado mi amigo, metido en la cama, la noche siguiente comencé a soñar. La vi sentada sobre la piedra de un camino. Pinos. Olivos. La acrópolis al fondo y montes. Iba caminando por un campo. De Atenas, por supuesto. Al llegar a su altura, se levantó. Me enseñó sus manos y luego me acarició como lo hacía mi maestra cuando le decía, correctamente, cuánto suman dos y dos. Apareció un joven y se fue con él. Seguí caminando. Entre suspiros. Y vi a otra joven sentada a la sombra de un olivo. ¿Sabe quién era?
—La recepcionista del hotel, que había regresado—respondió sagaz.
—No, señor. Era Afrodita. Vestida con un peplo inquietante. Sonriendo se levantó, me cogió del brazo y estuvimos paseando por los perfumados campos del ática.
—Y luego se queja. Pasea usted con lo mejor del Olimpo. Con diosas, ni más ni menos.
Tal vez la risa, como el amor, es cuestión de vigor y de juventud, como me ha dicho la bellísima Afrodita. Luego nos quedan las caricias y el humor.
—Sí, pero lo mejor del Olimpo abrió la boca para decirme, siempre sonriendo, que cuando una mujer acaricia a un hombre como a un bebé, o a un gatito, como me habían acariciado a mí, es porque éste ya está en una edad que no ofrece peligro. Jugar con un viejo león sin garras ni dientes.
—Evidentemente es usted un humorista.
—Tal vez. Me gusta más el humor que la risa. En este siempre hay un toque melancólico, algo triste. La risa, muchas veces, es humillante cuando no procaz. No me gusta, por ejemplo, lo que dice Aristófanes de Sócrates.
—Tiene razón. La risa es muy humana pero también cruel. En ocasiones.
—Leyendo a Aristófanes me he acordado de algunos chistes que contaban mis tíos o mi madre… eran todos fuertes, subidos de tono, malos y de un pésimo gusto.
—Bueno. No todos son así. Alguna vez se habrá reído, ¿no?
—Ya le digo: cuando era joven. Tal vez la risa, como el amor, es cuestión de vigor y de juventud, como me ha dicho la bellísima Afrodita. Luego nos quedan las caricias y el humor. La tenue sonrisa. La provocada cuando vi, sin duda, a la pareja del piso de arriba, la de los golpes y demás. Eran ellos. Seguro. Llevaban ambos una cara de satisfacción que daba gloria. Me alegró verlos.
—Algo es algo. Tenemos además el buen vino. Y la amistad.
—Cierto, cierto. Por ella y por Afrodita —dije levantando mi copa.
—Y por la recepcionista del hotel. Tal vez esa chica sea una humorista. Y haya bebido también de esas dos fuentes de las que habla usted.
—Las cita Plinio. Un hombre a tener en cuenta.
—Pues brindemos por todos ellos.
—Sea. Por todos ellos. Y por la audaz pareja de amantes.
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