

De todos los bienes que la preciosa y deseada salud puede dar, el más preciado es la libertad para la adquisición de la virtud y para su uso tanto en las palabras como en los hechos.
Plutarco, Moralia (Consejos para conservar la salud).1
Conecté el móvil cuando salí de clase. Había terminado la jornada. Me disponía, cansado y hambriento, a irme a comer. Nada más conectarlo, el pequeño aparato me anunció la llegada de un mensaje. Lo leí. Correctamente escrito, faltaría más. Era de mi querido vecino de la puerta 33. Me anunciaba que, en toda la mañana, no estaría en casa. Me avisaría en cuanto regresara. Le contesté.
Me llamó por la tarde. Justo cuando me estaba planteando salir a comprar víveres para hacerme la cena. Pasé por su piso antes de ir al supermercado. Me abrió la puerta con rostro afable y sonriente. Como siempre.
—Hoy me he acordado mucho de usted —me dijo llenando, con un excelente vino, las dos copas preparadas de antemano.
—¿Y eso?
—Mire esa bolsa —me indicó señalándola con los ojos.
Era una bolsa grande de tela, no la típica de plástico. La había dejado sobre la mesa. La abrí. Estaba a rebosar de alcachofas.
—¿Y esto? —pregunté sorprendido.
Siempre he creído que toda amistad es circunstancial, interesada. Raramente se prolonga más allá de los intereses o de las necesidades del momento.
—Hace unos días, unos viejos amigos de estudios se pusieron en contacto conmigo. De un tiempo a esta parte nos reunimos una o dos veces al año. Comemos o almorzamos juntos. Uno de ellos es amigo, a su vez, de un labrador. Éste nos han regalado un montón de alcachofas. Y como sé cuánto le gustan, le he guardado unas pocas para usted. Sin ánimo de suplantar a aquella chica —dijo riendo de buena gana— con la que tuvo usted sus escarceos amorosos hasta la noche de los percebes y los congrios.
—¡Vaya! —exclamé sin hacer caso de su broma—. Pues me acaba de solucionar un pequeño problema: el de la cena. Ya no me hace falta salir a comprar nada.
—Como ya tiene el problema solucionado, quédese aquí, y hablemos un poco.
—Sin problemas. Así —dije intrigado— que sigue usted reuniéndose con viejos compañeros de estudios.
—Sí, de cuando hicimos el bachillerato, ni más ni menos. Nos conocimos siendo muy jóvenes. Tendríamos entonces trece o catorce años. Imagínese.
—¿Y perdura la amistad? —pregunté intrigado—. Siempre he creído que toda amistad es circunstancial, interesada. Raramente se prolonga más allá de los intereses o de las necesidades del momento. Claro, cada uno habla de la feria según le ha ido en ella.
—En nuestro caso se equivoca usted. Bien es cierto que, por unas cosas o por otras, hemos pasado mucho tiempo sin vernos. Pero, en cuanto hemos podido, nos hemos vuelto a reunir. ¿No conserva usted amigos de la infancia o del bachillerato?
—No. Es más, una vez me llamaron para una comida de viejos alumnos, y no me gustó. Lo pasé mal. No volví a asistir. Ya no había nada en común. Salvo recordar a este profesor o al otro, y poner a caldo al de más allá.
—Debo decirle —ratificó él— que, al principio, yo fui a la comida lleno de prevenciones. Me acordé de un par de películas de mi época. Ni recuerdo los títulos ni nada de nada. Salvo que se abordaba una reunión de ex alumnos de una universidad inglesa. El aniversario terminó como el rosario de la aurora: afloraron las viejas rencillas, nunca resueltas, y volvieron las palizas y demás. Unas palizas enormes, bestiales, por cierto.
—No habrá sido ese su caso. Espero.
—No. Por supuesto que no. Todo lo contrario. A los pocos minutos de estar hablando con mis amigos, me percaté de que son unas excelentes personas. Comencé a encontrarme muy a gusto en su compañía. Los oía contar sus cosas con verdadero deleite. Allí no se saldaban viejas cuentas por la sencilla razón de que no las teníamos. Además, fuimos, o fueron, tan inteligentes como para hablar del mundo actual, de problemas, sueños… No se recurrió al pasado, a la perdida juventud, a la melancolía…
—Pues ya es raro.
—Sí, máxime cuando llevábamos tanto tiempo sin vernos. Debo decirle, no obstante, que sí hemos hablado del pasado. Tal vez fuera inevitable. Pero no haciendo un panegírico de aquellos años ni un desprecio de los actuales.
—Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Evidentemente.
—Ni mejor ni peor. Además, ¿qué sentido tiene hacer tales planteamientos? Por suerte o por desgracia nada del pasado lo podemos cambiar. Lo mejor, por lo tanto, es evitar los errores de aquellos años y nada más. Sólo continuar. Es suficiente.
—Es una pena que eso no lo apliquemos a todos los órdenes de la vida. Verá. Yo sigo leyendo libros sobre Alejandro Magno. Y cada día que pasa, aquella aventura suya por tierras de Asia se parece más y más a una enorme locura. Imitada, para desgracia del género humano, por muchos: César, Napoleón, Hitler… Millones y millones de muertos. Vidas truncadas. Para nada. Por absurdas ambiciones.
—Al hombre, al parecer, le resulta muy difícil cambiar. Hay que tener, creo, una cierta inteligencia para hacerlo. Y, si me lo permite, un poquito de educación. Mire, el otro día hubo una reunión de políticos de alto nivel, por decirlo de alguna forma. Entre ellos había una mujer. Y no sé si por motivos religiosos, o por lo que fuere, a esta señora, presidenta de la Comunidad Europea, creo recordar, la tuvieron de pie, sin cederle o ponerle un asiento, en tanto duró la reunión.
No olvide también la innata predisposición del hombre a recordar o sobresaltar lo malo.
—Nada nuevo bajo el sol: los políticos últimamente, y tal vez haya sido siempre así, están alcanzando unas cotas de bestialidad, y de mala educación, que no hay más que pedir. Confunden los parlamentos con cuadras y establos. Y hasta los animales se merecen un respeto. No olvide, por otra parte, que este es un país de maleducados. Aquí dice usted buenos días, o saluda al entrar en cualquier lugar, y salvo excepciones, lo miran como si estuviera loco. Y no contestan, por supuesto.
—De todo hay, de todo hay. No olvide también la innata predisposición del hombre a recordar o sobresaltar lo malo. Con esto no estoy exculpando a los maleducados, entendámonos. ¿Hacen estar de pie a una mujer por motivos religiosos como se ha insinuado? ¿Qué religión predica eso? “No sentéis a las mujeres con vosotros, pues indignas son de estar sentadas…”. Menuda estupidez.
—Sí, es una enorme estupidez. Los retrata de cuerpo entero. Además, me parece de una falta de respeto y de educación inadmisible. Y no le digo nada de las lindezas que se oyen en el suelo patrio.
—Dejémoslo. No vale la pena. Entre las faltas de educación, y la falta de sentido común, haciendo memeces y bobadas con el lenguaje, tildando todas las necedades gramaticales como el no va más allá de la inteligencia y la igualdad social, lo tenemos claro. No vale la pena.
—Tiene razón. Cambiemos de tema. Entonces, ¿lo ha pasado usted bien en el almuerzo con sus viejos camaradas?
—Sí. Lo he pasado muy bien. Me gusta reunirme con mis viejos amigos. Siempre que nos vemos, aumenta mi admiración por ellos. Los veo como unas excelentes personas. Y quien ha organizado el almuerzo, Benjamín, el autor de estas nuevas tenidas, cocina como los ángeles. A veces lo he animado a montar un restaurante… Me he acordado mucho de usted: nos ha hecho alcachofas con jamón y huevos fritos. Todo, como se puede imaginar, regado con un excelente vino.
—Las alcachofas, desde luego —dije volviendo a echar un vistazo a la bolsa— tienen un aspecto muy saludable. Y el vino, si era como este, imagino cómo habrá sido el almuerzo.
—Alcachofas recién cogidas. Buenísimas. Una pena que se esté acabando con la huerta. Tras el almuerzo hemos salido a dar una vuelta. Mi amigo tiene una casa en medio del campo. Ha hecho de ella un verdadero museo. Montado con mucho gusto. Y no se puede imaginar la cantidad de campos que hay abandonados por aquellos parajes.
—Sí. Mi padre siempre me decía, él era labrador, que el campo, sin grandes extensiones, y grandes maquinarias, no es rentable.
—Debe de ser cierto. El domingo pasado, como quiera que ya estamos vacunados y se están levantando las restricciones, uno de los amigos, José Luis, nos llamó a todos. Nos fuimos a pasear por el monte. Solos los dos. No pudo venir nadie más. Había vendido el piso de sus padres y quería invitarnos a comer, pero en un restaurante. A este amigo le encanta meterse por caminos y veredas. Siempre con el coche. Salir con él es tener asegurada la pérdida por algún camino o lugar recóndito. Siempre, no obstante, encuentra una salida. Pues bien, dando vueltas por sendas y veredas, vimos la enorme cantidad de campos que hay improductivos, cubiertos de hierbajos, sin trabajar.
—Y esto —le dije a José Luis— ¿no se lo podían dar a esas personas que vienen en busca de una vida mejor? Al menos podrían subsistir con el producto de estas tierras abandonadas.
Concentrado en buscar una salida por aquellos estrechísimos caminos, no me contestó.
—Eso —dijo Benjamín, tras el almuerzo, y ante la misma reflexión días después— crearía muchos problemas. Y la pereza y el grado de despreocupación les puede a sus señorías.
—El mundo está muy mal repartido.
—¿Os acordáis? —preguntó sonriendo—. Algo así nos decía el profesor aquel que tuvimos de filosofía… Nosotros fuimos los conejillos de indias. Hicimos el famoso COU, que fue un fracaso. Sin libros de texto, sin exámenes…
Todo lo contrario. Dando las gracias al cielo por haber tenido los amigos que he tenido. Y tengo. Usted entre ellos.
—Como todo sistema educativo —le respondió José Luis—. Se hace una reforma de algo, pero sin tocar el resto. Es como poner parches. Después de aquella experiencia, tan innovadora como necia, vino la universidad con clases y profesores que parecían sacados de la más remota prehistoria.
—También los hubo buenos —le replicó Benjamín—. Casualmente eran aquellos —añadió riendo— que iban a su aire. Y algunos de ellos tuvieron bastantes problemas, por eso mismo.
—Así es. Nada nuevo ni bajo el sol ni bajo la luna —dije yo.
—Y así, querido amigo —dijo apurando su copa—, hemos pasado una excelente mañana. Comiendo y criticando el pasado, sin tristeza ni melancolía.
—Ya veo —sentencié también dando cuenta de mi vino—. Sin tristezas ni melancolías. Sine ira et studio2 —añadí poniendo la nota erudita, cosa que me encanta.
—No. Todo lo contrario. Dando las gracias al cielo por haber tenido los amigos que he tenido. Y tengo. Usted entre ellos. Estoy contento. Mucho.
—Deles las gracias de mi parte —dije cogiendo la enorme bolsa llena de alcachofas y moviéndola de izquierda a derecha.
—Lo haré. No le quepa duda.
—Interesante lo que me ha contado de ser usted uno de quienes sufrió aquel famoso COU. Hablaremos de ello. Me interesa el asunto.
—Cuando usted quiera.
—Ahora, y con su permiso, voy a dar cuenta de ellas —dije poniéndome de pie y balanceando la enorme bolsa.
Y sin más nos despedimos. Tenía hambre. Y quería probar aquellas famosas y orondas alcachofas. No me defraudaron.
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