

Las penurias se soportan, pero el éxito nos corrompe.
Cornelio Tácito, Historias.
Estaba muy cansado. Aun así rara vez me subo a un autobús o cojo cualquier otro transporte público cuando tengo que moverme por la capital. Siempre voy a pie. Me gusta caminar. No obstante, desde que se impuso el uso de la mascarilla, procuro salir de casa lo menos posible. No por miedo a contagiarme o a morir, sino por la molestia que la tal prenda me supone. Pese a ello, salí aquella mañana de sábado. Estaba lloviendo. Había poca gente por las calles. Caminé durante muchas horas. Me cansé.
La noche anterior terminé de leer un buen libro. Las notas a pie de página de alguno de sus capítulos me habían llevado a anotar varios títulos, a los que remitía el autor. Muchos los tenía. Otros no. Salí en su búsqueda, pese a la lluvia.
Tengo un documento, firmado por un médico de cabecera, que me autoriza a moverme por la calle sin mascarilla: problemas de respiración y de visión: se me empañan las gafas, me lloran los ojos… en fin, cosas de la edad. Metí el documento en la mochila y salí a la calle. Llovía. Estaban desiertas. Los parques y jardines llenos de las porquerías habituales: botellas vacías, restos de comida, paquetes de tabaco, colillas, latas de refrescos y, cómo no, mascarillas. Más la inefable señal del paso de algún que otro bendito can con su dueño. La lluvia, por desgracia, no iba a ser tan intensa como para purificar semejantes establos.
Con la mascarilla por debajo de la nariz, viendo perfectamente bien, y sin molestar ni contagiar a nadie, sólo me faltaba tocar la campanilla como si fuera un leproso medieval, me dediqué a buscar libros por el departamento de clásicas.
Me metí en una librería, especialista en uno de los libros que buscaba, al final de una larga caminata. Y lo primero que hicieron fue recriminarme, antes de contestar a mis buenos días, el que llevara la dichosa mascarilla por debajo de la nariz. Me disculpé y me marché. Sin más. No quise enseñar el documento. En la librería no había nadie. La mujer, entonces, trató de explicarse. Le dije que no hacía falta. Que lo dejara estar. Me fui. Ya me dirás, me dije a mí mismo, para qué vas a entrar en una librería, vacía para más señas, en la que no puedes leer los títulos de los libros. Fui a otra en la que me conocen desde que llegué, exilado, a esta capital. Comencé a pedir libros, y comenzaron las buenas noticias: este está agotado, el otro hace años que dejó de publicarse, y el de más allá desapareció de la circulación siglos atrás. Una maravilla.
En esta librería tampoco había nadie, dejando de lado las dos chicas que la atienden. Así pues, con la mascarilla por debajo de la nariz, viendo perfectamente bien, y sin molestar ni contagiar a nadie, sólo me faltaba tocar la campanilla como si fuera un leproso medieval, me dediqué a buscar libros por el departamento de clásicas. Y me llevé una agradable sorpresa: me tropecé con una traducción de Plutarco, largo tiempo buscada, de sus Vidas paralelas, Alejandro Magno-César; con un libro de Artemidoro, La interpretación de los sueños; y cerré con el de Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana. Estaba tan contento que me faltó el canto de un folio para abrazar a aquellas chicas, conocidas desde hace muchos años. Me contuve. Siempre me contengo.
Tengo una especial debilidad por Plutarco. Llevo ya algunos años traduciendo textos suyos. Sin ningún objetivo. Las traducciones son para mí. Nada más. Es mi gran pasatiempo. Es un escritor ágil, divertido y muy fecundo. Así que nada más llegar a casa, despojado de todas las prendas, mojadas por la lluvia, la emprendí con la traducción de la vida de Alejandro Magno. Traducir no es nada fácil. Es una obra de arte. Nada que objetar a la traducción. Todo lo contrario. Muy agradecido a quien se ha atrevido a ello.
Me encantó volver a tropezarme con la historia del caballo Bucéfalo. Y ya sabía de antemano que Plutarco no iba a ser muy tajante a la hora de juzgar a Alejandro. Tampoco me importaba mucho. De Alejandro hay opiniones para todos los gustos y colores. Nunca he sabido con cuál quedarme. Máxime cuando sobre él, lo mismo que sobre cualquier acontecimiento o persona importante, no cesan de aparecer más y más visiones. Es lo bueno de estos estudios: son un pozo sin fondo. El cosmos. Todo está a años luz. Como Aquiles y la tortuga.
Me molesta de estos libros el que no contengan mapas. El atlas que tenía lo presté a un conocido y, como suele suceder, me quedé sin el atlas y sin el conocido. Sin él, quise seguir los pasos de Alejandro, no sólo por Asia sino también por Grecia. Y aquí, por suerte para mí, saltó la sorpresa. Buscando mapas a fin de localizar el río Gránico, la situación de Gaugamela, y seguir todas las batallas de los macedonios por el imperio persa, me tropecé, en el ordenador, con una serie de conferencias sobre Alejandro Magno. Fueron impartidas por un historiador, el profesor don Adolfo Domínguez Monedero. Me encantaron sus charlas. Y me intrigó parte de su intervención. Viene a decir que la guerra de Alejandro no es otra cosa más que la continuación de la guerra de Troya.
A los griegos se les quedó una espinita clavada en el corazón, presente en las columnas derruidas del Partenón, que Pericles mandó conservar. Eran el recuerdo permanente. La fotografía de la época.
Parece ser que en algún momento de la historia, Troya cayó en el olvido comenzando a adquirir la categoría de leyenda, mito o cuento. Y también sus personajes, Aquiles, Patroclo, Odiseo, etc. Y parece ser que tuvieron que llegar Frank Calvert y Heinrich Schliemann, en el siglo XIX, para que Troya volviera a ser una ciudad tan real como Numancia o Cuenca. No obstante, según cuenta Heródoto, Jerjes, antes de cruzar el Helesponto, camino de Grecia, visitó Troya: “[Jerjes] subió a la Pérgamo de Príamo con el deseo de visitarla. Después de haberla visitado y de haberse informado de todos los pormenores, mandó sacrificar mil vacas en honor de Atenea Ilíada, y los magos ofrecieron libaciones a los héroes”.1 Jerjes no es un héroe de leyenda. Por lo tanto, ahí tenían los historiadores una prueba de la existencia de Troya y de su guerra.
Otro tanto hizo Alejandro según Plutarco: “Subió a la ciudadela de Troya, donde sacrificó a Atenea e hizo libaciones en honor de de los héroes. Ungió con aceite la estela de la tumba de Aquiles…”.2
Según el profesor Domínguez Monedero todo esto forma parte de una única guerra: la de Troya. Los aqueos, cuenta Homero, atacan Ilión, tal vez por liberar a las ciudades de la costa de Asia de la dominación persa, o por culpa de la bella Helena, la de los varios secuestros. Los persas responden, al cabo de los años, cruzando el Helesponto y pasando por las Termópilas como Pedro por su casa. Llegaron a Atenas y la incendiaron. A los griegos se les quedó una espinita clavada en el corazón, presente en las columnas derruidas del Partenón, que Pericles mandó conservar. Eran el recuerdo permanente. La fotografía de la época.
Los griegos tuvieron un gran problema: fueron incapaces de unirse para luchar, pues todos querían comandar la unión, que no se produjo. Hasta que Filipo II, rey de Macedonia, los sometió bajo su cetro. Sería su hijo, Alejandro, quien, 150 años después, comenzara la venganza griega: al igual que Jerjes, cruzó el Helesponto, arribó a Troya, hizo sus ofrendas, y se enfrentó al ejército aqueménida en el río Gránico. Los sátrapas sufrieron una enorme derrota. La zona de Asia, considerada griega, estaba, otra vez, en manos de los helenos. No iba a terminar ahí la cosa. Las otras dos grandes batallas, las que llevarían a Alejandro al paroxismo, fueron las de Iso y Gaugamela. Aquí ya se enfrentó directamente con el rey, Darío III. Alejandro se percató entonces de que la monarquía aqueménida era una monarquía en descomposición.3 Ya no se detuvo, pues, hasta llegar a lo más profundo que pudo en sus conquistas. Antes, al igual que los persas hicieran con Atenas, incendió Persépolis. Los griegos, en ese momento, se consideraron más que vengados. Querían emprender el retorno a casa. Alejandro, por el contrario, deseaba avanzar más y más.
Lo poco que he leído sobre Alejandro Magno siempre insiste en lo mismo: en su genio militar, indiscutible, y en su afán de dominio territorial. No obstante, en la conferencia, el profesor Domínguez Monedero hizo referencia a algo que se olvida con harta frecuencia, y que recuerda Arriano: Alejandro fue discípulo de Aristóteles. Éste tenía sus ideas sobre el cosmos. Se las transmitió a su alumno. Tal vez, por lo tanto, el deseo de Alejandro de llegar a la India estuviera motivado por el ansia de saber. Quizás quiso comprobar si, efectivamente, el río Indo era parte del río Nilo, y ambos conformaban el océano que rodeaba a la Tierra. El Nilo tiene cocodrilos, como también los tiene el Indo. No obstante, Alejandro se percató de que eran dos ríos diferentes. Con él cambiaron los conocimientos geográficos del momento haciéndose mucho más exactos.
Todos los científicos que acompañaban al ejército, la parte olvidada, fueron tomando nota de las observaciones, al igual que de las distancias que separaban unas ciudades de otras. Fue así como cambió la geografía, la noción que se tenía del orbe y de sus dimensiones. Es Arriano, nacido entre los años 80 y 95 de nuestra era, quien, sin embargo, hace insistencia en estos descubrimientos geográficos: “En efecto, sentía Alejandro vivo interés por conocer esta parte del mar Caspio (llamado también Hicarnio) y ver con qué otro mar se comunicaba (si con el Euxino, o si es tan sólo un golfo del Gran Mar de la India oriental), al igual que ya anteriormente había podido comprobar que el golfo Pérsico, al que algunos llaman mar Rojo, es sólo un golfo del Gran Mar”.4
Alejandro murió pocos días después. Todavía no había cumplido los 33 años.
Olvidarse de estas cosas es olvidarse de una parte importante de la historia. No menos interesante fue, al respecto, el apunte del profesor sobre otra obra importante para comprender los movimientos de los ejércitos. Tras la derrota de Isos el rey Darío III le ofreció a Alejandro lo que ya había conquistado, y la paz, el fin de la guerra. Pero Alejandro ya estaba convencido de que el imperio persa se tambaleaba. No aceptó la oferta. Y comenzó a mover sus tropas. Lo mismo hizo Darío. Éste pensaba que iban a seguir la ruta de Jenofonte y los diez mil griegos de su famosa Anábasis. Lo esperó en Babilonia. Practicó la política de tierra quemada. Alejandro, entonces, siguió otra ruta, que lo llevó más al norte. Inútil es decir, como insiste el mismo profesor, que los ejércitos pasaron tiempo sin saber dónde estaban unos y otros. Se encontraron, al final, en Gaugamela, un campo de batalla preparado, con mucha antelación, por los persas. Aun así sufrieron una enorme derrota. El imperio persa cayó en manos griegas. Y bien el éxito, o el afán de saber, hizo que Alejandro continuara hasta la India, pese a las palabras de los caldeos: “Tú, Señor —le dijeron los caldeos—, no mires al Occidente, ni conduzcas tu ejército en esa dirección, sino date la vuelta hacia el Este”.
“Mas no le resultó posible a Alejandro hacer lo que los caldeos le dijeron, por ser el terreno muy dificultoso, y es que el destino le conducía ya por donde debía ir al encuentro de la muerte”.5
Efectivamente, Alejandro murió pocos días después. Todavía no había cumplido los 33 años. Surge aquí otra comparación, también traída por el profesor Domínguez, que no deja de ser interesante: al igual que Aquiles, Alejandro Magno murió muy joven, tras una vida de triunfos y gloria. Antes de iniciar la decadencia, y tras llorar, como Aquiles lloró a Patroclo, a su gran amigo y hermano de leche, Clito, muerto por él en una cena de borrachos. Luces y sombras de un personaje que, para bien o para mal, cambió parte del mundo y algunos conceptos que se tenían sobre dicho mundo.
Seguía lloviendo.
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Notas
- Heródoto, Historia, VII, 43. Traducción de Carlos Schrader. Editorial Gredos, Madrid, 1985.
- Plutarco, Alejandro Magno, XV, 7-9. Traducción de Antonio Guzmán Guerra. Alianza Editorial, Madrid, 2016.
- Seguramente, Alejandro ya conocería dicha descomposición. No es de extrañar, al respecto, que hubiera leído la famosa Anábasis, de Jenofonte. En esta obra ya queda claro el inicio de la caída del imperio persa.
- Arriano, Anábasis de Alejandro Magno, VII, 16, 1-5 y 30. Editorial Gredos, Madrid, 1982. Traducción de Antonio Guzmán Guerra.
- Arriano, opus ctda. VII, 16, 6.