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Diálogos en tiempos del virus (13)
Errores

jueves 29 de julio de 2021
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Errores, por Vicente Adelantado Soriano
Si se pone a leer libros de historia de la antigüedad, o actuales, se va a enterar usted de un buen número de las salvajadas hechas por el hombre a lo largo de su longeva existencia. Campo de concentración de Auschwitz-Birkenau • Fotografía: Ron Porter • Pixabay
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Para derribar una plaza fuerte conduces a una enorme masa de hombres al peligro, mientras que con los esfuerzos de la misma gente y sin correr peligro podrías construir otra mucho más bella.
Erasmo de Róterdam, Adagios del poder y de la guerra y teoría del adagio.1

Es inútil, y así lo he leído en infinidad de obras que ahora mismo soy incapaz de citar, lamentarse por el pasado. Lo es por la sencilla razón de que nada podemos hacer para cambiarlo y corregir nuestros errores. Tal vez sería conveniente, no obstante, no perderlos de vista. Nos evitaríamos, de esta forma, caer en los mismos equívocos. A menudo, sin embargo, el presente nos deslumbra y nos hace olvidar las viejas faltas. Creemos, en consecuencia, que nada va a ser igual cuando, en realidad, nada ha cambiado, y todo sigue tal y como estaba en un principio.

—Hay que admitir —me dijo mi vecino de la puerta 33 nada más invitarme a pasar— que muy a menudo, quizás más de lo deseado, nos equivocamos.

—Cierto —le respondí asombrado, pues parecía que me había leído el pensamiento—. Lo malo es que poco o nada podemos hacer por rectificar.

—Si uno cambia de forma de pensar —me replicó— ya ha hecho algo, y nada baladí, por cierto.

—Si cambiamos de forma de pensar, pero eso no se traduce en algo más positivo…

—Ya sé que la fe sin obras no es fe y que la teoría sin la praxis es palabrería. Pero por algo se empieza.

—¿De qué me está hablando? —quise saber ya un tanto intrigado y tras el primer sorbo de la inevitable copa de vino.

Aquella gente estaba entregada a sus números. Y éstos, salvo que descubran algún desfalco, no les cuentan salvajadas ni bestialidades ni nada parecido. Los envidio.

—Si recuerda, usted y yo comenzamos a hablar después de una reunión de vecinos. El vecino aquel que murió de un infarto días después, aquella noche, se acordará, estaba empeñado en cambiar el semáforo de la avenida.

—¡Ah, sí! Y de hecho se lo cargó en un par de ocasiones con un martillo porque induce a error con el situado enfrente, con una frecuencia distinta.

—Exacto. Además, éste, el que se cargó nuestro vecino, es intermitente. Algunos conductores no lo respetan, y pasan por él sin frenar ni mirar si está cruzando alguna persona. Pone los pelos de punta. Más de una vez, desde mi ventana, he visto a un viandante moverse como si estuviera toreando, levantar los brazos y gritar. El coche pasa ante él como un miura ante un torero. Pero hasta ahora no ha habido ni un accidente. En el fondo me parece que no somos tan terribles.

—El otro día —le conté— tuve que ir al banco a hacer unas gestiones. Y, créame, por primera vez en mi vida envidié a aquellas personas de la oficina. Pensé que yo debería haber estudiado ciencias exactas o física. Algo distinto a lo estudiado… Aquella gente estaba entregada a sus números. Y éstos, salvo que descubran algún desfalco, no les cuentan salvajadas ni bestialidades ni nada parecido. Los envidio. Dice usted que en el fondo no somos tan terribles… Si se pone a leer libros de historia de la antigüedad, o actuales, se va a enterar usted de un buen número de las salvajadas hechas por el hombre a lo largo de su longeva existencia. ¿Sabe cuántas matanzas hubo en el pasado, hasta llegar a la segunda guerra mundial, que tampoco se quedó manca? ¿Dice usted que no somos terribles? Dejemos atrás la historia. Hace dos días una pandilla de chimpancés, aquí en el suelo patrio, mató a golpes y patadas a un chico por ser homosexual. ¿Quién se han creído que son estos tipos?

—Sí. Tiene razón —reconoció compungido—. A veces cuesta creer que estamos en el siglo XXI después de Cristo. El otro día, abundando en lo mismo, salí a caminar antes del amanecer. No lejos del barrio me tropecé con un coche con las cuatro ruedas pinchadas. No se habían conformado con eso: el coche estaba rayado con una enorme incisión. Alguien se había tomado la molestia de explicar el desaguisado: puto maricón, decían los rayajos. Que por cierto, carecía de acento. Penoso. Y se irían a dormir pensando que habían realizado una gran obra.

—No le quepa duda. Es raro que en la antigüedad mataran a alguien por sus tendencias sexuales. O religiosas. Pero guerras y asesinatos los hubo hasta la saciedad. Usted dice que quizás el hombre no sea tan terrible. Y yo creo que eso, la bestialidad y la barbarie, lo llevamos en la masa de la sangre. De hecho es más fácil mover a los chimpancés a peleas y a asesinatos que a ir a una biblioteca y dedicarse a estudiar. ¿Se imagina usted a un político arengando a las masas para que lean a Heródoto o a Tucídides? Si las masas les hicieran caso se les habría acabado a los políticos vivir sin hacer nada de provecho que no sea lanzar soflamas al país y a la bandera, es decir, a sus chanchullos.

—De todas formas —me dijo sirviendo otra copa de vino—, no me negará usted que contamos con avances considerables, con avances de los que ni griegos ni romanos tenían constancia.

—Sí. Es innegable. La medicina y las ciencias avanzan de una forma increíble. Pero el hombre, pese a ello, sigue anclado no ya en Atapuerca sino un par de siglos antes.

La historia de la humanidad es parecida a un enorme lodazal. En la ciénaga, de vez en cuando, aparece una pequeña florecilla.

—Cierto es que parece mentira que sigamos con estos comportamientos cuando tantos y tan maravillosos avances hay. Pero no todos somos así.

—Gracias a esos avances estoy viendo y oyendo toda una serie de conferencias que se pronunciaron en Madrid, en la fundación Juan March. Este es el contrapunto. Evidentemente, como dice usted, no todos somos como esa cuadrilla de chimpancés. Me alegran los ánimos las conferencias. Me eleva la moral ver a tanta gente, y tan inteligente, dedicada a estudiar el pasado, a enseñar, a explicar, a gozarnos con los avances y a advertirnos contra los errores de nuestros tatarabuelos. De no ser por las nuevas tecnologías, ni me hubiera enterado de tan interesantes y magníficas charlas.

—¿Ve? No todo es negativo.

—El otro día —le conté—, almorzando con un amigo, me vino a decir éste que la historia de la humanidad es parecida a un enorme lodazal. En la ciénaga, de vez en cuando, aparece una pequeña florecilla, o una parcela de las mismas. Poco puede hacer su tenue perfume, sin embargo, contra tanta miasma, concluyó.

—Tiene unos amigos tan optimistas como usted mismo. Tengo que convenir de todas formas que no le falta razón. A veces las cosas se subrayan unas a otras para que no se nos olviden… Le digo esto porque a pocos metros del coche donde un grupo de monos habían dejado sus inteligentes huellas, había un montoncito, para no olvidarnos del coronavirus, de mascarillas, algo así como cuatro o cinco, tiradas en la acera. A dos metros había una papelera. Yo pensaba, ingenuo de mí, que al estar cerradas las discotecas, por la traída pandemia, ya no vería restos de botellas de alcohol y bolsas de plástico tiradas por toda la ciudad. Y no, no las hay: han sido sustituidas por las mascarillas. Con éstas, por lo menos, ni se pueden pinchar las ruedas de una bicicleta ni herir el pie de ningún caminante. El problema es más amplio. Alcanza a más personas de las que van a las discotecas. Pero hay un avance: en lugar de hirientes vidrios tenemos telas contaminadas por las calles.

—¿Usted cree que están contaminadas? Yo, sinceramente, ya no entiendo nada. El otro día estaban retransmitiendo un partido de fútbol por la televisión. Todos los espectadores estaban amontonados, sin mascarillas, y algunos hasta sin camiseta. En los partidos de tenis, en Inglaterra, igual, aunque aquí la gente iba, mucho más elegante, con camisa, corbata y nada de enseñar el torso ni otras lindezas. Pero sin mascarilla. Y aquí persona hay que se acuesta con ella, y se la sube hasta las cejas. Pese a lo cual, según dicen, no dejan de incrementarse los contagios.

—Sí. Resulta un poco sospechoso.

—¿Un poco? No lo sé. Pero empiezo a pensar que detrás de todo esto hay oscuros intereses. Ahora, el tribunal constitucional, que a saber de dónde proceden tan ilustres personajes como lo forman, desautoriza al gobierno: no se tenía que haber declarado el estado de alarma, se anulan multas y demás. ¿Ahora lo dicen? Mire, todo esto da grima, asco y ganas de vomitar. No me extrañaría nada que dentro de poco alguien diga que fue todo una tomadura de pelo, y que las mascarillas no hacían falta para nada. Al menos en los campos de fútbol no las llevan. Así que el botellón contagia tal vez porque no hay ganancias para nadie, pero el fútbol no porque, como usted sabe, es un buen negocio. Muy sospechoso.

—Me deja usted sin palabras. No sé qué decirle; pero tampoco se me alcanza, suponiendo que todo sea una enorme falsedad, qué sentido tiene. No creo que sea mentira. Hay, seguro, una mala gestión de todo. Y oscuros intereses, eso sí, de unos partidos políticos en contra de otros. Éstos son capaces de aprovechar hasta la muerte de una ancianita para atacar a este o a aquel. Por cierto —me preguntó riendo de buena gana—, ¿no lo han propuesto a usted para ningún chiringuito de latín o de griego o de cualquier otra cosa similar?

—No, no me lo han propuesto. Y me hubiera encantado, de verdad. Hace ya mucho tiempo que no mando a nadie a paseo. Por atenerme a las palabras biensonantes.

—Nos hubiera sido más útil usted que alguno de esos mamarrachos que desconocen hasta su propia lengua y son directores de no sé qué español. ¿Habrán consultado el diccionario alguna vez?

Anaxágoras tuvo que huir de Atenas, Fidias también. Y al final éste, el director del Partenón, fue hecho prisionero muriendo en la cárcel como moriría poco después Sócrates.

—No creo. Entre estos, y los otros que confunden el sexo con el género gramatical, lo tenemos claro. Podía escribirles usted anunciando que tienen un magnífico diccionario de la real academia. Otro, por si les molesta las obras de chicos, de María Moliner, el de Covarrubias, el panhispánico de dudas o americanismos, etc., etc. Y, seguramente, el que va a confeccionar y editar el director del chiringuito del que me habla usted. Estoy impaciente por leerlo. Más los inclusivos, que también parirán alguna que otra gramática. ¡Qué manera tan alegre de exhibir la ignorancia!

—Sí. Lo mismo me sucede a mí. Me intriga saber las obras que van a producir. Y alguna que otra gramática también harán los unos y los otros, desde luego. Aunque yo creo que su gran obra sería lanzar una proclama a los cuatro vientos anunciando que nos quedaremos libres del virus, y de la pandemia, y de otros muchos males, cuando toda persona, habitante de esta república, se haya leído El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Pero eso —añadió sonriendo— es olvidar la esencia del chiringuito grande, pequeño y mediano.

—Evidentemente. Pero dejemos eso de lado. No nos va a llevar a ninguna parte. Ha sido interesante esta charla, no por ella en sí misma, sino porque me ha recordado, y mucho, la última conferencia que oí a través del ordenador. La impartió el profesor Miguel Ángel Elvira. Fue muy buena. Centrada en la Grecia clásica. En Pericles, Fidias y el Partenón. Y vino a concluir cómo la política acabó con los amigos de Pericles, ataques indirectos: Anaxágoras tuvo que huir de Atenas, Fidias también. Y al final éste, el director del Partenón, fue hecho prisionero muriendo en la cárcel como moriría poco después Sócrates. Atenas, que supuso un avance increíble en la civilización, al mismo tiempo condenó a muerte a dos de sus mejores hombres.

—Es penoso. Y triste. Pero al menos siempre nos quedarán las estatuas de Fidias, ¿no? Y el Partenón.

—Sí, aunque haya que ir al Museo Británico para verlas.

—La misma historia de siempre: de la ignorancia de unos se aprovechan los otros. No obstante, tal vez por eso se han salvado muchas piezas.

—Es posible. Más que posible. No hay más que recordar el caso de Pérgamo. Pero mientras gobiernen descerebrados seguirán pasando estas cosas y otras peores. Esperemos morirnos antes de que nos lancen a otra guerra de Troya.

—Esperemos. Y mientras lo hacemos, hablemos de cine.

—Soy todo oídos.

 

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Notas

  1. Erasmo de Róterdam, Adagios del poder y de la guerra y teoría del adagio. Alianza Editorial. Edición y traducción de Ramón Puig de la Bellacasa.
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