

Además, [Esopo] al igual que los que comen bien con los alimentos más simples, enseña grandes cosas a partir de temas de poca importancia; y, tras ofrecer la historia, le añade el “haz” o el “no hagas”.1
Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana.
Bajé a visitar a mi vecino aquella tarde porque estaba, ya, muy cansado. Cerrando los libros, intenté oír alguna conferencia a través del ordenador, pero no podía concentrarme en nada. Lo apagué, cerré la puerta y llamé a mi vecino. Me recibió con la consabida y buena botella de vino.
—Ya sé —saludé— que no va a ser una novedad para usted, pero hoy estoy particularmente irritado.
—¿No será por las restricciones para las cenas navideñas? —me preguntó no sin sorna.
—¡Hombre! —exclamé—, no creo que los políticos tengan poder para impedir reunirme conmigo mismo.
—No crea, no crea. Todo se andará.
Según santa Teresa de Jesús, hay que salir. En soledad no se gana la virtud, o no se conoce uno a sí mismo.
—Bien pensado, eso ya fue inventado: el ojo dentro del triángulo que todo lo vigila. El ojo de Dios. El gran hermano fue un invento cristiano. Sí, estamos bajo su mirada. Aunque solos.
—Pues entonces seamos virtuosos hasta en la cocina —me respondió llenando las copas.
—Lo somos, lo somos. Vivimos solos, apenas si salimos, y nos pasamos la vida leyendo y estudiando. ¿Qué más se puede pedir?
—Según santa Teresa de Jesús, hay que salir. En soledad no se gana la virtud, o no se conoce uno a sí mismo.2
—Bueno. Yo no quiero ganar nada. Y me relaciono con las personas debidas o que son de mi agrado. Conocerse uno es labor de toda una vida. Creo.
—No trataba de imponerle nada. Faltaría más.
—Ya. Lo he entendido. Oiga —añadí elevando la copa y mirando el vino a través de ella—, este vino está buenísimo.
—Especial para estas fiestas. ¿Y a qué se debe su actual irritación?
—¿Le he dicho que estaba irritado? —afirmó con la cabeza—. Pues ya no me acuerdo. ¡Ah, sí! —exclamé, recuperando la memoria—. A que me cansan los libros de historia: estoy harto de batallas, muertes, asesinatos, violaciones y todas esas maravillas que traen las guerras. Necesitaba cambiar de aires.
—También lo he hecho yo —me dijo sirviendo más vino, del que estábamos dando cumplida cuenta—. Me habló usted, hace tiempo, de unas conferencias que se pronuncian en la fundación Juan March. Pues bien, el otro día estuve oyendo una, muy buena, sobre Nietzsche. Tanto me gustó que estoy volviendo a releer a este filósofo. Me faltan algunos libros suyos, así que si me hace el favor, cuando vaya a la librería… no me apetece salir.
—Deme la lista. Igual me apunto yo, y lo leo también. En filosofía no he ido más allá de Aristóteles. A veces el lenguaje filosófico me resulta un tantico complicado.
—Sí, a veces lo es. Como todo aquello que sufre de especialización.
—Sí, tiene razón. Yo soy más de andar por casa. El otro día di en comenzar a traducir las fábulas de Esopo. Siempre las había dejado de lado considerándolas, erróneamente, subliteratura, una cosa para niños… Pero ya le digo: estoy harto de guerras, batallas y demás.
Esta sociedad nuestra es una sociedad muy superficial. Y bastante chabacana: no tiene más que ver las películas que se proyectan a través de la televisión.
—Es usted un hombre de su tiempo —me dijo sonriendo—. Hoy en día no hay libro que se publique que no alcance las seiscientas y pico de páginas. Verdaderos tochos. Dudo que alguien se los meriende de cabo a rabo.
—Tiene razón. Soy un necio. Ya decían los clásicos aquello de μέγα βιβλίον μέγα κακόν. Un libro grande es un mal grande. Aunque de todo hay en la viña del Señor. Quiero decirle que las fábulas de Esopo me están gustando mucho. Y de infantiles tienen bien poco. O mucho. No lo sé.
—No las he leído…
—Ni falta que le hace. Forman parte del acervo cultural. Leerlas es ver viejas fotografías… Lo malo es eso, su olvido y el no considerarlas… Me explico. El otro día leí la del viejo campesino que se está muriendo. En el lecho de muerte, les insinúa a sus hijos que hay un tesoro enterrado en la viña. Los hijos, tras la muerte del padre, cavan todo el viñedo. No dan con ningún tesoro, pero la viña produce unos racimos de uva excelentes. Conclusión: el tesoro del hombre es su esfuerzo, su tesón.
—Cosa que nos hace buena falta hoy en día. Esta sociedad nuestra es una sociedad muy superficial. Y bastante chabacana: no tiene más que ver las películas que se proyectan a través de la televisión.
—Ese es un aparato al que he renunciado. Sólo lo conecto para ver reportajes u oír conferencias. Nada más.
—Lo entiendo. Tenga en cuenta que la televisión va dirigida al público en general. Viendo, pues, los programas y las películas programadas, puede usted determinar la cultura de un país. Pero hay que tener cuidado con estas cosas: nos pueden llevar al engaño.
—Si se refiere a que en todas partes hay minorías, y que éstas no comulgan con las ideas recibidas y aceptadas, de acuerdo con usted.
—Sí, a eso me refiero. No obstante, y no sólo la televisión… Hay algo inquietante. Mire, anoche, sin ir más lejos, estuve viendo un reportaje sobre la Segunda Guerra Mundial. Trataba de la invasión de Rusia por parte de los nazis. Estuve a punto de perecer de puro asco por cuanto aparecía en la pantalla: muertes, violaciones, purgas, asesinatos, ejecuciones masivas, enfermedades, hambre, frío… Todas las salvajadas que usted se pueda imaginar. Y, por supuesto, la propaganda, el cine, la radio, no había televisión entonces… Capaz, todo ello, de crear lo que se necesitaba y urgía: carne de cañón… Y no le digo nada de cuanto sucedió cuando entró el Ejército Rojo en Berlín. Como diría Galdós, lo que allí sucedió es para callarlo.
—Sí. Las malditas guerras, la maldita inconsciencia del hombre… Y la continua manipulación. Y lo felices que son cayendo en ella…
—¿Hay otra forma de vivir? ¿Y es posible? Santa Teresa también se contradice. Pienso como ella cuando dice que “Siempre me resumo que es mejor la soledad”.3
—Se ha empapado usted de mística durante estos días.
—Leer a esta buena mujer siempre ha sido un bálsamo para mí.
—Yo lo estoy encontrando con las traducciones de Esopo. Me encantan sus fábulas. Y tengo que reconocer, una vez más, que me equivoqué: sus fábulas no son un subgénero o literatura infantil. En una línea se puede encerrar mucha belleza y una gran sabiduría. Ahora estoy intentando hacerme con todas sus fábulas. Suyas o ajenas.
—Y yo con las obras de Nietzsche. Este hombre cada vez me interesa más y más. Y viendo y comprobando quiénes y por qué lo atacan, no dudo que dio en el clavo. Tráigame sus libros, por favor.
Imagino que las restricciones no impedirán que cenemos juntos.
—No se preocupe: lo haré de buena gana. Mañana sin falta voy a la librería. Yo también quiero buscar libros. Más cosas de Esopo, si las hay, y de autores similares. Seguramente no encontraré nada de esto. Pero como también me hacen falta lápices para subrayar y libretas para rayar, saldré de compras. De esto último vendré bien surtido.
—Algo es algo. Y ya cambiando de tema, una pregunta personal: ¿se va a reunir usted con su familia o con amigos para pasar la Nochebuena y demás fiestas a pesar de las restricciones?
—No tengo familia. Mis amigos sí la tienen. Y yo no quiero estar con familias ajenas. Una manía muy respetable.
—Perfecto —dijo sirviendo el poco vino que todavía quedaba en la botella—. Baje a cenar conmigo. He pedido ya gollerías diversas a los chicos del supermercado: pan, aceite y sal. Y vino, por supuesto.
—Oiga, cualquiera se niega a acudir semejante banquete. Imagino que las restricciones no impedirán que cenemos juntos.
—Si nos denuncian diremos que somos padre e hijo.
—¿Adulterino? Menos mal que no nos oye mi madre.
—Ni santa Teresa. Aunque ésta, seguro, nos sonreiría.
—Y tal vez lo haría también el autor de la zorra y las uvas. Mañana sin falta voy a por los libros. Ahora, con la conciencia tranquila, me voy a dormir.
—Hasta mañana. Buenas noches. Y felices fiestas.
—Y dulces sueños.
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Notas
- Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, libro V, XIV. Alianza Editorial. Madrid, 2021. Traducción de Alberto Bernabé.
- “Porque una persona siempre recogida, por santa que a su parecer sea, no sabe si tiene paciencia ni humildad, ni tiene cómo lo saber”. Santa Teresa de Jesús, Las fundaciones, capítulo V.
- Santa Teresa de Jesús, Las fundaciones, capítulo V.