

Y considero que la falta de ocupaciones es el más bonito apoyo para la vejez.1
Cicerón, Sobre el orador.
—Usted —me dijo mi vecino aquella tarde en cuanto nos sentamos— es, como yo, nada partidario de eso llamado redes sociales. Ni de los aparatos electrónicos. No son buenos para la vejez.
—No. No soy nada partidario de esas cosas. Las redes sociales, vaya nombrecito, según me cuentan, sirven para lanzarse insultos los unos a los otros, descalificaciones e ingeniosidades varias, rabiosas y llenas de odio, en las cuales, la verdad, no tengo ninguna necesidad de participar. Además, no me van a aportar nada. Ni me gustan.
—Algo de pesimismo sí le aportarán. Es importante, por otra parte, estar conectado para percatarse de la poca capacidad de raciocinio del ser humano. Al menos, de algunas personas. Y medios.
—No me sorprende lo más mínimo. Es suficiente con ver la cantidad de libros inútiles que se publican todos los años. Muchos de ellos ni sirven para nada, ni van a aguantar con vida más allá de una quincena de días o un par de meses. Como muchos artículos y muchas otras cosas. Perecederos. Cual un alimento mal envasado.
El periodismo actual es un enfermo enclenque incapaz de caminar por sí solo.
—Algunos perdurarán en el tiempo. Los buenos, claro. A mí me sigue resultando muy reconfortante leer, una y otra vez, los artículos de Mariano José de Larra. Y algunos de Mesonero Romanos. El periodismo actual, comparado con ellos, es un enfermo enclenque incapaz de caminar por sí solo.
—Apenas si conozco el siglo XIX español. No le puedo decir nada. Pero imagino que aquella época sería tan vana y superficial como la actual. Ahí tiene, para demostrarlo, aquello de “¡Vivan las cadenas!”, o los burros haciendo de tal y tirando del coche de Fernando VII.
—Fue una época interesante. Pero, como dijo alguien maldiciendo a alguien: “Ojalá vivas en una época interesante!”. Ya sabe: guerras, pronunciamientos, ruido de sables, corrupción, reyes huyendo con las maletas llenas de billetes, y las doce plagas de Egipto.
—Diez, eran diez.
—Todo sube en esta vida —dijo sonriendo—. Menos la sabiduría y el sentido común. Imagino que para los profesores debe resultar desesperante ese estancamiento. Esta mañana, por ejemplo, a través del móvil, me ha llegado la absurda nota que una alumna le ha puesto a su antigua profesora de matemáticas. Al parecer ésta le dijo a la alumna que con sus notas no podría estudiar enfermería. Ahora la alumna, matriculada en enfermería, le ha mandado una necia nota a su profesora entre burlona y autosuficiente.
—La venganza del zorro. Nada nuevo bajo el sol. A mí también me ha sucedido algo parecido en alguna ocasión. No obstante, yo era más cauto: les recomendaba a esos alumnos que se dedicaran a la política.
—Nos hacía usted un flaco favor al resto de los mortales.
—No lo creo. Los iban a votar, sin duda. Como votan a otros muchos. Y cuanto más corruptos, mejor, como en la comedia de Aristófanes: se presenta un candidato prometiéndole al pueblo que él robará más que el anterior. Y sale elegido, por supuesto. Y se queja el otro: “¡Ay, desdichado de mí, me van a superar en desvergüenzas!”.2 No cabe mayor acritud ni más realismo. Pero los clásicos, ya sabe, están en franca decadencia. ¿Por qué será?
La demagogia disfruta de una salud perfecta.
—Quizás porque se rechaza todo aquello que cuesta un mínimo esfuerzo. Como Bartolo, tocamos la flauta con un agujero solo. De ahí la monotonía y la constante repetición de las mismas cosas. Una y otra vez. Me han llamado también la atención, el periodismo del que gozamos es tan vacío y banal como la misma sociedad, las noticias sobre las respuestas de un famoso cocinero a un famoso tenista. Este último ha dicho que es una injusticia vetar a los tenistas rusos, en las competiciones, por la guerra declarada por Rusia a Ucrania. La respuesta del cocinero ha sido de una necedad increíble. Al final parecía que el tenista estaba defendiendo la guerra… Mostrenco a más no poder.
—La demagogia disfruta de una salud perfecta. Tome nota: igual nos vetan a nosotros por cotillas y metementodos teniendo en cuenta toda la historia de espías y móviles pinchados por parte de nuestro glorioso gobierno, o de quienes lo sustentan y se oponen a él. Bichos de la misma camada.
—Me congratulo por no estar en ningún grupo de amigos a través del móvil, y de no estar conectado a ninguna red, ni social ni de espías.
—Lo mismo le digo. Además, mi ilusión, ahora que ya he rebasado el bell mig de la meva vida, es vivir en soledad. Yo hubiera sido feliz pasando mis días entre las cuatro paredes de un scriptorium, dedicándome, allí, a traducir a Platón, Aristóteles, Heródoto… sin verme envuelto en las pejiguerías de la vida cotidiana, ni tener alumnos, ni más responsabilidades que el traducir bien una palabra o una expresión… Cada vez me gusta menos esta sociedad y la vida que llevamos. A veces tengo la impresión de estar volviéndome loco. Quizás me falte fortaleza de carácter. No lo sé.
—O quizás se toma la vida demasiado en serio. Y créame, nada de cuanto hacemos o dejamos de hacer tiene la más mínima importancia…
Vivimos en una sociedad donde predomina el apabullante culto a la imagen, a lo insustancial.
—¡Ah, no! En absoluto. No estoy de acuerdo con usted. Tiene importancia o debería tenerla. Y muchos deberían pensar las cosas antes de decirlas…
—Más cornadas da el hambre, señor mío. Vivimos en una sociedad donde predomina el apabullante culto a la imagen, a lo insustancial. Y para eso se debe estar en el candelero. Muchos lo logran confundiendo unas cosas con otras.
—Dicho en griego, boca y culo todo es uno.
—Eso mismo. No sé francés, pero los franceses tienen una bonita expresión para eso: asustar al burgués, o espantar al burgués. Pero en este caso el burgués ha pasado a ser la medianía del país. Que es la mayoría.
—Es cierto. Y para eso se olvidan del contexto. Con respecto a la noticia de esa chica que le ha puesto esa impertinente nota a su antigua profesora, habría que ver cuándo y por qué la profesora le dijo lo de sus futuros estudios. Y deberíamos analizar el comportamiento de la niña en las clases. Como habría que preguntarse no por la fama de ese cocinero sino por la de quienes, a sus órdenes, seguro, están ante los fogones y las sartenes, cocinando y fregando sin parar. Ya sabe: unos cardan la lana, y otros cargan con la fama.
—Sentido crítico que no nos falte —dijo llenando las copas de nuevo.
—Y un poco de sentido del humor. A veces, pensando en mis actitudes, le doy a usted la razón: me tomo la vida demasiado en serio. Pero, claro, cada uno es cada uno. Ahora bien, si se puede inculcar la areté, la virtud, también debe ser posible inculcar el sentido del humor.
—Sí, pero un humor inteligente. Como el de Cervantes.
—Ese tipo de humor, como el de Aristófanes, es una bomba de relojería: se puede reír en un primer momento, pero, a la larga, le dejará un regusto amargo. Quizás la vida no sea otra cosa.
—Inútil entonces buscar la inmortalidad.
—En mi caso, sí. Como dijo aquel hubiera preferido no haber nacido, pero ya que lo he hecho, es mejor recorrer el camino rápidamente.
No olvide que todo llega en esta vida. Si no todo, sí lo hacen la enfermedad y la muerte.
—No corra tanto. Disfrute del paisaje. Y no olvide que todo llega en esta vida. Si no todo, sí lo hacen la enfermedad y la muerte. Esas nunca fallan. Lo cual es un consuelo, desde luego. Sobre todo la aparición de la mujer de la guadaña.
—Cuenta Heródoto, y con esto me despido, que Jerjes lloró contemplando su inmenso ejército. Ninguno de sus soldados viviría dentro de cien años. Ni él tampoco.
—A mí me queda menos. Mucho menos. Por lo tanto, querido amigo, gocemos y disfrutemos. Sin espiar a nadie, sin jugar al tenis, ni meternos en absurdas discusiones que ni usted ni yo necesitamos. Sin demagogias de ningún tipo. Y hablando porque hablar puede convertirse en un verdadero placer entre buenos amigos. Somos humanos.
—Cultivemos el jardín —dije apurando mi copa—. Y acrecentemos nuestra humanidad. Algo así deseaba Epicuro.
—Seamos, pues, epicureístas.
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Notas
- Cicerón, Sobre el orador, I, 60, 255. Traducción de José Javier Iso.
- Aristófanes, Los caballeros, 1.206. Traducción de Luis Gil Fernández.