

Sé siempre buen chico, pórtate bien con los animales y los pájaros y lee todo lo que puedas.
Thomas Hardy, Jude el oscuro.1
No tardó nada mi vecino de la puerta 33 en pedirme más libros. Pasé por su casa la mañana de un día frío y nublado, después de la una, a la salida del trabajo. Me estaba esperando: en una pequeña bolsa se hallaban los libros que tenía que devolver a la biblioteca de Humanidades. Sobre ella una larga lista con los nuevos pedidos. Me la guardé en la cartera. Me recordó, además, que debería pasar por la librería y recoger los encargos anteriores.
—Sí —le dije bebiendo un sorbo de la copa de buen vino que me había servido—, me han mandado un mensaje diciéndome que han llegado los libros que pedimos.
—No quiero ponerme pesado —me dijo sentándose frente a mí—, pero espero que todo esto no le moleste mucho ni poco. Y que si lo hace, déjelo estar. No voy a enfadarme ni a retirarle el saludo por eso.
Sinceramente, preferiría que nos confinaran, no salir, y tener que venir a pedirle libros prestados.
—No se preocupe —le dije una vez más—. Me viene bien salir, caminar y hacer un poco de ejercicio. Ahora, tenga en cuenta que de la forma que se están poniendo las cosas, igual nos tenemos que quedar encerrados en casa sin poder movernos.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé —repuso—. Esta terrible pandemia no cesa. Dicen que por culpa de no tomarse la gente en serio lo que debería haber hecho: no salir, no frecuentar tanto los bares… En fin, antes de que nos confinen del todo me gustaría tener un buen montón de libros disponibles. También es verdad que puedo releer lo que tengo aquí, y no me lo terminaré.
—Esperemos que lleguen a enclaustrarnos —dije sorprendiéndole—. Porque ya llevamos un año con esta maldita peste. Me parece que la de Atenas, en la época de Pericles, no duró tanto. Y eso que, en aquella época, no tenían vacunas. Ni televisión.
—No lo he estudiado, pero parece ser que esto de las pandemias es una cosa cíclica, ¿no?
—No lo sé. Hasta ahora tampoco ha sido motivo de interés para mí. La cuestión es que yo estoy un tanto asustado. Ya han fallecido varios compañeros de trabajo, y… Sinceramente, preferiría que nos confinaran, no salir, y tener que venir a pedirle libros prestados. No he sido tan previsor como usted, aunque también, con el material que tengo en casa, podría pasar unos cuantos años trabajando sin cesar.
—Me alegro de que sea así. Ninguno de los dos nos desesperaríamos. Dice la hija de Albert Camus que su padre le enseñó a divertirse, y que sólo los imbéciles se aburren. Yo nunca me aburro. Me canso de tantas horas de lecturas, pero aburrirme, jamás.
—Sí. En la vida hay muchas cosas interesantes como para pasarla bostezando.
—Tiene razón. Añada a eso los misterios que nosotros mismos nos vamos creando.
—No lo sigo —dije tras beber un breve sorbo de vino.
—Uno de los libros que me trajo usted, creo que lo recordará, era bastante grueso. Ya lo he terminado. Me hizo gracia el comentario que hizo usted cuando me lo entregó, ¿recuerda?
—No, no lo recuerdo. Seguramente sería alguna impertinencia por parte mía. No me haga caso.
—Dijo que un libro grande es una desgracia grande, o algo así. Lo dijo en griego y luego me lo tradujo. ¿Y sabe? Tiene razón. Pero como dijo Cervantes, no hay ningún libro malo que no tenga algo bueno.
—Sí. Ya recuerdo. La frase en griego no es mía. μέγα βιβλίον μέγα κακόν. Es de un poeta llamado Calímaco. Y la que usted le atribuye a Cervantes es de Plinio el Viejo, sin ánimo de molestar.
—No, no, por Dios, está muy bien: a Dios lo que es de Dios, y a César lo que es de César. Pero no es de eso de lo que yo le quería hablar. Dicho libro, grueso y repetitivo, tuvo la virtud de nombrar muchos autores que no conocía. Se despertó mi interés, los busqué y me los trajo usted. Y descubrí que alguno de ellos había inspirado películas que vi en mi primera juventud. Lo cual me trae de nuevo a la actualidad.
—Está visto que ni el ajedrez nos hace falta para entretenernos.
—No. Ya la vida de por sí es bastante rocambolesca y enrevesada. ¿Recuerda que el otro día le dije que había estado viendo una serie televisiva sobre un asesino en serie?
—Sí. Y que nos planteamos, a partir de ahí, la existencia del mal, y sus orígenes.
—Efectivamente. Así fue. Y llegamos a lo que yo le quería plantear… Mire, como consecuencia de estos libros que he leído, y que inspiraron algunas de las películas, olvidadas, que vi en mi juventud, me acordé de otra. Éramos cuatro en el cine el día que la estrenaron. En ella, de alguna forma, trataba de explicarse el origen de la maldad y de las enfermedades. También me compré el libro que inspiró la película. Pero he regalado tantos libros…
—Sí —dije sonriendo—, conozco la historia: se regala un libro, y a la semana siguiente se da uno cuenta de que le hace falta.
—Exacto —confirmó riendo—. He buscado aquel libro, y aquella película. Y ni me acuerdo del título de uno ni de otra. Ni del nombre del autor. Pero algo se quedó flotando. O me equivoco y lo tergiverso todo. No lo sé. Sea como fuere, en aquella época, y creo que se lo dije, se hablaba de la existencia de un cromosoma X cuya posesión, involuntaria, podía hacer que uno fuera un despiadado asesino.
Miré el reloj de forma ostensible, pero él no hizo caso. Siguieron unos segundos de tenso silencio.
—Me parece un poco simplista.
—Seguramente mi memoria lo simplifica para recordar… ¿Sabe —me preguntó mirándome fijamente a los ojos— que yo tengo un hijo y que me odia?
La confesión me sorprendió desagradablemente. Miré el reloj de forma ostensible, pero él no hizo caso. Siguieron unos segundos de tenso silencio. No. No sabía nada de su vida familiar. No tenía ninguna relación con los vecinos. Y nunca me han gustado las habladurías ni los dimes ni diretes. Tampoco las confesiones. No venía a cuento de nada.
—Ni sabía —le dije molesto— que usted hubiera estado casado. Y quede claro que nunca me ha importado hacerle favores, tenga usted hijo o hijos. O sea amigo o enemigo de las doce tribus de Israel.
—No, no se lo decía por eso —dijo echando marcha atrás—. Se lo decía porque también sería interesante averiguar de dónde procede la bondad, la educación, o, si quiere, un mínimo de cariño. ¿Existe un cromosoma alfa opuesto al que nos hace criminales?
—No lo sé. Pero me parece que eso es simplificar la historia…
—Lo mismo pienso yo. Hay cosas que se escapan. Y de vez en cuando sale alguien que trata de englobar los enigmas y darles una explicación totalizadora. Es el caso de Marx y de Sigmund Freud. La economía o la sexualidad lo determinan todo.
—Si le sirve de algo le puedo decir que Edipo jamás estuvo enamorado de su madre, ni Electra de su padre. Freud hizo una lectura interesada de esos mitos. Edipo hasta cierto punto es un personaje inocente. Hubiese evitado la tragedia, no obstante, si, en el camino a Delfos, le hubiera cedido el paso al rey en vez de querer pasar él el primero… en fin, las discusiones que puede ver, hoy en día, en cualquier semáforo, cruce o rotonda.
—Pues más a mi favor. En la película —insistió una vez más— sobre el asesino en serie, el policía, que ha llevado la investigación, trata de explicarse el porqué de la existencia de estos monstruos. ¿Cómo se puede matar a una persona, y violar a niños y niñas de ocho y nueve años? El policía no lo entiende. Recurre a lo típico en busca de una explicación: unos padres malvados, el ambiente, castigos desmesurados. Pretendida novela naturalista en última instancia. Pórtate bien con los pájaros… Con unos da resultado y con otros no, ¿por qué?
—Nos pasamos la vida buscando respuestas —dije apurando el vino de la copa. No hizo ademán de levantarse para servirme más. Quería seguir hablando. Me rendí a la evidencia.
—¿Y qué sucede —preguntó— cuando rodeas a una persona de todo tu cariño, le cubres todas sus necesidades, te desvives por él, y, con el paso del tiempo, sin que nada ni nadie haya variado tu forma de comportarte, resulta que te has criado un terrible enemigo?
—No lo sé. No le puedo contestar. Son cosas que están más allá de mi experiencia, y, si me perdona, de mis intereses. He leído algo al respecto, pero, la verdad, no le he prestado mucha atención.
—Feliz usted. A mí me preocupó el asunto. Y tal vez no tenga más importancia. Me ha tocado esto a mí como a otros les toca pasar por una calle en el momento justo de una explosión o un atentado.
—Sí. Tiene razón: a menudo nos empeñamos en que la vida sigue unas pautas lógicas: si hago esto, sucederá aquello. Y no, no es así.
—Es verdad. No. No es así. Las cosas se tuercen, como un río con sus meandros. Y uno no sabe a santo de qué… Se recurre a lo de siempre, las malas compañías, la mala educación, la pérdida de la fe, esto, aquello y lo de más allá. Y nada explica nada. Siempre nos quedamos en la superficie.
—Quizás sea cuestión de tener paciencia.
—Y de tomar las cosas tal y como vienen. Yo estoy seguro de no haber hecho nada mal. Me he equivocado en algunas cosas, como todos los padres. Pero no tengo nada de qué arrepentirme. No voy a caer en la famosa pregunta de “¿qué he hecho mal?”. Ha sido inevitable, desde luego, que me la hiciera. Pero siempre he actuado de la mejor forma posible. No tengo nada de qué arrepentirme —repitió.
—Me estoy desayunando con su historia —le dije un tanto estúpidamente—. No sabía nada de esto, y no sé qué decirle.
—No hay nada que decir. Su madre nos abandonó. Tal vez, con el paso del tiempo, me fue haciendo responsable de ese abandono. Su madre se fue porque quiso, no había motivos… Pero cuando cumplió los dieciocho años, mi hijo, se produjo en él un cambio radical. Del amor, o cariño, pasó a todo lo contrario. El odio creció tanto en él que, de verdad, el día que se marchó de casa, respiré aliviado, volví a vivir. ¿He hecho algo mal? ¿Ha hecho algo mal el que pasa por un edificio que explota en ese momento?
—Podría hallar tantas respuestas o pareceres —dije sin encontrarme nada cómodo en aquella conversación— como hay bachilleres.
El mito de la sangre —murmuró cerrando la puerta tras mi salida— no es más que eso, un mito, una engañifa.
—Sí. Tal vez. Desde luego no hace falta mirar al exterior con lentes y telescopios. Con nosotros tenemos el misterio asegurado.
—Una cosa —dije levantándome— no invalida la otra. Esta tarde —añadí deseando poner fin a sus confesiones— iré a por los libros.
—Dicen que va a llover.
—Pues la dejaremos caer. No me preocupa la lluvia.
—Le he contado esto por si sabía que tengo un hijo y lo molesto a usted en vez de recurrir a él.
—No lo sabía. Y para mí no tiene ninguna importancia: si me necesita para algo, sabe dónde encontrarme.
—El mito de la sangre —murmuró cerrando la puerta tras mi salida— no es más que eso, un mito, una engañifa. Aunque, claro, cada uno cuenta de la feria según le fue en ella.
Su historia me dejó un tanto molesto y desasosegado. Luego me percaté de que este hombre tenía, como mínimo, dos hijos. Uno que estaba fuera, y otro que lo odiaba. Nada más terminar de comer salí a la calle. La larga caminata de la tarde, a veces bajo una incipiente lluvia, tuvo la virtud de calmarme.
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Notas
- Thomas Hardy: Jude el oscuro, Alianza Editorial, Madrid, 2019. Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez.