

Nada compararía yo en mis cabales con el placer de tener un buen amigo.
Horacio, Sátiras.
—Sin recatarse ante mi presencia, ni teniéndola en cuenta tampoco por si me molestaba su charla, inmerso como estaba en la preparación de una clase, un compañero, cerca de la jubilación, le contaba a otro, en un tono plañidero, que no se encontraba bien.
—La salud es un bien muy preciado —me contestó mi vecino de la puerta 33 descorchando la botella de vino—. Pero somos tan necios que sólo la apreciamos cuando la perdemos.
—Por los derroteros de la conversación no se trataba de salud física, sino mental. Este compañero, al final de su vida laboral, según parece, no le encontraba sentido a nada. Todo para él, alejado de su ocupación cotidiana, era un enorme vacío. Estaba a punto de ser engullido por un agujero negro.
—¿No le encontraba sentido a nada o a la vida que iba a emprender? Se lo pregunto porque para mucha gente la jubilación es la muerte en vida.
Muy pocos se preocupan de labrarse una vocación, una afición, algo que les haga sentirse vivos hasta llegar al más allá.
—No lo sé. No creo que sea el caso. Es profesor. Ha estudiado, conoce los libros…
—Ya —me dijo mi vecino con una sonrisa un tanto irónica—. ¿Y eso quiere decir algo?
—Debería decir algo, ¿no? Tiene recursos: libros, inquietudes, formación…
—¿Usted cree que todo el mundo se dedica a un trabajo por vocación? —preguntó inquisitivamente.
—No, no lo creo. Desde luego le puedo decir que mi amigo, con quien salgo de vez en cuando a caminar, sí que fue un maestro vocacional. Se ha jubilado, no tiene niños en casa, y no es un amargado. Todo lo contrario. Salir a caminar con él los domingos, o ir a visitar cualquier pueblo, iglesia o lo que sea, nos llena a los dos de gozo y contento. No es una cosa tan difícil de conseguir. Hoy lo hemos vuelto a experimentar por enésima vez.
—Me alegro por los dos. Algunos jubilados, no ustedes, desde luego, sí, al parecer, su compañero, se comportan como las mujeres de otros tiempos. Me acuerdo, ahora, de mi madre y de mi abuela. Fueron personas, como casi todas las mujeres de su generación, que vivieron para la familia. Y cuando ésta se deshizo, por casamientos o muertes, se quedaron ellas como un cascarón vacío, muertas en vida: ya nada tenía sentido, la misión se había cumplido… No se tuvieron en cuenta a ellas mismas en ningún momento. Vegetaban al lado del hogar en espera de la muerte. Sin hacer nada…
—Sí. Yo también he conocido algún caso de esos. Y no es que esté en contra, ni mucho menos, pero todo el mundo anda preocupado por el plan de pensiones, por el dinero para la vejez, por la sopa… Y muy pocos se preocupan de labrarse una vocación, una afición, algo que les haga sentirse vivos hasta llegar al más allá.
—Sí. Tiene razón. Y tan importante es una cosa como la otra. A mí me da un poco de pena ver a gente de mi edad en los hogares de los jubilados jugando al parchís, a las cartas o al dominó, o esperando la retransmisión de un partido de fútbol. ¡Dios! Con la cantidad de cosas importantes que hay en esta vida.
—Efectivamente. Cuando salgo con mi amigo a caminar, o nos vamos a comer juntos, siempre tiene éste algún plan que proponerme, algún camino que recorrer, paisajes, pueblos, ríos. No le falta ilusión, ni ganas.
—¿Y dónde han ido hoy?
—A hacer un tramo de la Vía Verde. Le apetecía a él. Nos hemos ido en el coche hasta Fuente Cerrada (Teruel). Un paraje precioso con miles de pinos e infinidad de caminos. Aparcado el coche en un punto, bien abrigados, hemos comenzado a caminar en busca de la Vía Verde. Hacía una mañana preciosa. Más bien fresco que calor. El sol apenas si ha salido. Y la lluvia nos ha respetado. Mi amigo, José Luis, se ha animado. Tanto que sólo se ha frenado cuando llevábamos hechos siete kilómetros y medio. Había que deshacerlos para regresar al lugar donde estaba al coche. Total, la friolera de quince kilómetros pateados. No está mal.
—No está nada mal. A mí lo de andar, la verdad, no me va mucho. Siempre voy con miedo a caerme… Caminando juntos tanto tiempo, supongo que hablarán de muchas cosas. Esa es la parte del camino que más me interesa.
—No crea. No hablamos tanto. Nos contamos cosas cuando vamos en el coche. Pero una vez nos ponemos a caminar, cada uno se concentra en sus pensamientos. Apenas si intercambiamos alguna palabra.
—Así no reñirán —me dijo sonriendo y llenando las copas de nuevo.
Dicho en lenguaje filosófico, o de Séneca, si quiere: aquello contra lo que nada puedas tú, que nada pueda contra ti.
—Nunca hemos reñido. Jamás. Y nos conocemos desde los quince años. ¿Hablamos? Sí, desde luego. Tanto que a veces me siento molesto por eso mismo: tengo la impresión de castigarlo demasiado con mis traducciones y los problemas que éstas me generan. Me oye pacientemente… Él, por su parte, se ha movido mucho. Pasamos por muchos sitios en los cuales estuvo cenando o comiendo con su mujer, o con alumnos o con sus hijas… Siempre me los señala. Lo hace con mucho cariño y con un tantico de melancolía.
—Se nota que ha estado en Teruel. Por el diminutivo —me explicó ante mi cara de asombro.
—Sí —afirmé sonriendo—. Debido a los problemas tenidos para encontrar un restaurante en el cual comer. Al final hemos dado con nuestros huesos en uno de la Puebla de Valverde. Ya habíamos estado en él. Amablemente, y con las mascarillas puestas, le preguntamos a una joven camarera si podíamos comer allí. Ésta, levantando la mano, sonriendo bajo su mascarilla, supongo, nos ha dicho que esperáramos un poquico. Me ha encantado su diminutivo. Además, es una mujer simpática y amable. Se llama Alejandra. Me ha venido al pelo para explicarle la etimología de su nombre. Se ha alegrado mucho de oírlo… Total, ha sido una comida muy agradable, muy simpática y muy buena.
—Me alegro. Ya veo que usted y su amigo no tienen problemas como los del compañero de quien me hablaba al principio.
—No. No los tenemos. Además, José Luis, mi amigo, siempre insiste en que todo depende de cómo se tome uno las cosas. Dicho en lenguaje filosófico, o de Séneca, si quiere: aquello contra lo que nada puedas tú, que nada pueda contra ti.
—Una buena filosofía, sin duda. No me extraña, pues, que no discutan ni riñan.
—Ya le digo: hoy hemos entrado en tres restaurantes distintos en busca del yantar. Y de dos nos han despachado: el virus está pasando a la historia: bares, tascas y restaurantes están a reventar. De gente amontonada y ruidosa.
—Bueno —ha dicho José Luis saliendo de uno de ellos—, si no podemos comer, cenaremos con más apetito. Todo menos apurarse. Y tampoco hemos comido a una hora tan descompasada —ha dicho poco después.
—¿Y no han hablado de esta barbaridad de la guerra de Ucrania? —me preguntó—. Me interesan sus temas de conversación.
—Sí. Lo hemos hecho. En un punto de la Vía Verde, en la zona de Formiche Alto, hay un enorme cartel explicando los inicios de la vía minera, y el tiempo que estuvo paralizada, por la guerra civil y la segunda guerra mundial. Estamos los dos en contra de la guerra. No hay nada que decir ni discutir.
—Se lo digo porque como ahora van todos a la greña con lo de enviar o no enviar armas a Ucrania, por si ustedes…
—Mire —lo he interrumpido—, José Luis me ha dicho que él de eso no entiende nada. Y yo menos. He comentado varias veces, a lo largo del camino, que no entiendo eso de tanto enviar soldados allí Estados Unidos y la Unión Europea, y para qué. No han intervenido. No han hecho nada…
—Ten en cuenta —me ha dicho José Luis en tanto dejábamos atrás el cartelón con las explicaciones de la fundación de la vía minera, más tarde Vía Verde— que, si se mete allí la Otan, se puede desencadenar la tercera guerra mundial. Y tal vez la última.
—Miedo me da, sinceramente. No sé lo que se debe hacer…
—Es un problema que viene de lejos —me ha dicho mi amigo—, que se tenía que haber solucionado hace tiempo, que les supo mal meterse y cuando han ido a meterse ya era tarde. Eso sin tener en cuenta los intereses que deben haber por parte de unos y de otros.
Tal vez la diferencia entre la verdad y la mentira sea el silencio. Cada día que pasa lo aprecio más y más.
—No tengo ni idea, la verdad. No sé qué decirte. Sólo mencionar a Aristófanes y a los vendedores de espadas, lanzas y escudos.
—No. Yo tampoco sé nada. Además, sinceramente, ni leo los periódicos ni veo la tele: unos y otros cuentan lo que les interesa. Nunca vamos a saber la verdad. O la verdad está en quien acabas de nombrar, en Aristófanes.
—Es cierto —he contestado—. Una cosa más que añadir a nuestra santa ignorancia. Hay que reconocer que nos vamos de este mundo sin saber nada de nada. Aunque no te falta razón: quizás sea Aristófanes quien más se aproxima a la verdad con su Morcillero, sus fabricantes de espadas y su pueblo tan necio y estúpido.
—Tal vez —me dijo José Luis— la diferencia entre la verdad y la mentira sea el silencio. Cada día que pasa lo aprecio más y más. Fíjate qué maravilla es el poder movernos por aquí: ni un ruido, ni una voz humana, nada, silencio… Ahora, eso sí: restos humanoides no faltan —dijo levantando con su bastón una mascarilla antivirus dejada caer en medio del camino.
—Esos —sentenció mi vecino de la puerta 33— siempre estarán entre nosotros. Pero olvidémoslos. Cambiemos de tema, por favor: que no nos amarguen el vino.
—No lo van a hacer. Estoy con usted. Me encanta hablar con usted. Y he pasado toda la mañana con un excelente amigo con quien he dado un precioso paseo. Las cosas buenas de la vida. Brindemos por ellas.
—Por su amigo y por nosotros dos.
—Por él y por nosotros. Y por nuestras abuelas.
—Por ellas sobre todo.
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