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Diálogos en tiempos del virus (23)
Solo

jueves 7 de octubre de 2021
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Solo, por Vicente Adelantado Soriano
Actuamos como si nuestra vida fuera a durar toda una eternidad. Y no llegamos más allá de los ochenta años. Fotografía: Jorge Gómez Jiménez
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Hay que restarle importancia a todo y aguantarlo con una actitud optimista: es más humano reírse de la vida que reconcomerse por ella.
Séneca, Sobre la tranquilidad del espíritu.1

Nunca me he parado a analizarlo, ni nunca lo he discutido con nadie. Sencillamente, lo hacía cuando me apetecía sin dar ningún tipo de explicación. Tampoco, cierto es, jamás me la ha pedido nadie. Ventajas de la soledad. Ahora bien, sea por lo que fuere, aquel día me vi en la obligación, sin necesidad de ello, de comentarlo con mi vecino.

—Le he traído —dije depositando un pequeño paquete sobre la mesa, al lado de la inevitable botella de vino— unas cuantas piedras. Me han parecido curiosas. Y, sobre todo, preciosas.

—Sí que lo son —afirmó abriendo el pequeño paquete.

—El sábado pasado no dormí nada bien. Me desperté muy temprano, de noche, y de muy mal humor.

—Sí. Hay veces —dijo sonriendo— que el sueño reparador se convierte en todo lo contrario.

—Me va muy bien entonces —confesé— salir a caminar. Y la verdad, estoy un poco cansado de hacerlo por las calles de la capital. Cogí el coche, me tragué un buen montón de kilómetros, y luego comencé a moverme por la montaña.

Más de una vez me he percatado, en tanto caminaba, de lo necio que soy. Precisamente por eso: por estar mal, o sentirme mal, por una palabra o por un mal sueño.

—Esa es una buena medicina —dijo sirviendo una generosa copa de vino—. Caminar tiene la virtud de apaciguar los ánimos.

—Lo ha experimentado usted también, parece.

—Sí. ¿Y quién no? Cuando me irritaba por algo, me curaba, y no se ría, barriendo y fregando la casa, o yendo a romper piedras por cualquier montaña. A veces dejaba la casa como los chorros del oro.

—Nunca se me ha ocurrido. Siempre he recurrido a las botas de siete leguas. Y siempre he pensado lo mismo: qué cosa más necia es el hombre cuando por un mal sueño, una palabra malsonante, o por cualquier nimiedad, cambia y varia sus planes, y se entrega a otros sin pies ni cabeza.

—Sí. Tiene razón. Pero es así, y no de otra forma, como el hombre aprende.

—Más de una vez me he percatado —le conté—, en tanto caminaba, de lo necio que soy. Precisamente por eso: por estar mal, o sentirme mal, por una palabra o por un mal sueño, o la acumulación de unos disparatados recuerdos. Pese a ello, y cuando el camino se ponía un poco exigente, me olvidaba a los pocos pasos, y comenzaba a disfrutar del paisaje, de los olores, de la soledad y del inmenso silencio.

—Tal vez esos sueños, o esas desagradables palabras, fueran chantajes que se hacía usted mismo para salir de su habitación, olvidar los libros y hacer algo de ejercicio. No es bueno, y lo digo por mí mismo, estar tanto tiempo encerrado.

—Sí. La verdad es que a menudo he pensado que tenemos diez o doce personalidades, o más, muchas más, y que cada una de ellas se pone en funcionamiento en un momento determinado. Hasta ahora a mí me han guiado por el, digamos, buen camino. Es decir, no me han llevado a cometer ninguna tropelía. Ni contra mí, ni contra nadie. Quizás porque no he llegado al fondo.

—Creo entender lo que quiere decir. A mí también me preocupó el asunto durante una época. Hace muchos años, cuando era joven, vivía en una finca de doce pisos. Muy alta. Varias veces coincidí en la puerta del ascensor con un chico joven. Éste vivía con su anciana madre. No sé lo que le sucedía, pero no estaba muy bien. Disfrutaba, cada vez que me veía, con desafiarme: él llegaría, a pie, por las escaleras, corriendo, al décimo piso, antes que yo, montado en el ascensor.

—Pues subir escaleras, y ser más rápido que un ascensor, no es moco de pavo.

—No, no lo es. Pero yo hacía trampa: detenía el ascensor. Dejaba pasar unos minutos, y lo ponía en marcha cuando calculaba que él ya estaba llegando al piso décimo.

—No es muy legal por su parte. Pero está muy bien.

—Sí. Y más viendo la cara de satisfacción de aquel hombre. Cogido a la barandilla de la escalera, doblado sobre sí mismo, trataba de recuperar el aliento en tanto sonreía abiertamente. Era feliz. Tanto, que a menudo tuve la impresión de que me esperaba en la entrada de la finca para competir no conmigo sino con el ascensor.

—Deduzco entonces que su vecino ni estudiaba ni trabajaba.

—Nunca lo he sabido. Imagino que no. Ya le he dicho que tenía algún tipo de deficiencia. No sé cuál. No crucé con él más palabras que las típicas de su desafío… Nunca supe qué decirle.

—Sí, son situaciones o cómicas o dramáticas. Y rara vez se sabe cómo reaccionar.

—Me culpé durante algún tiempo por no saber cómo hacerlo. Una noche de domingo llegué a casa un poco tarde. En la puerta de la finca brillaban las luces azules y rojas de la policía. Había varios coches patrulla, y algunos vecinos arremolinados por aquí y por allá. Pasé por entre ellos lo más rápido que pude. No me imaginé, ni de lejos, lo que había sucedido.

—A veces el inconsciente también, cuando le interesa, se presenta como un gran ignorante.

—Sí. Es verdad. Tiene razón. Pues, pese a todo, quise engañarme echando de menos el desafío del décimo piso… Pero a la mañana siguiente me enteré de que la policía había venido, la noche anterior, porque este chico saltó desde la altísima terraza de la finca. Acabó con su vida. Según contó una vecina, en la puerta del ascensor, le dijo a su madre que él no hacía nada en esta vida. “Mi hermana —le dijo a su madre— se ha casado, tiene hijos. Los tiene que educar y criar. Yo nunca me podré casar. ¿Qué hago aquí?”. Y, dicho esto, se subió a la terraza y se lanzó desde lo alto.

A veces, ante tanta angustia, pensé que saltar por el balcón era una buena solución. Pero como puede ver, no lo hice. Me faltó valor. O desesperación.

—Siempre he pensado —le dije tras beber un trago del excelente vino— que hace falta mucho valor para suicidarse.

—O haber llegado a un grado de desesperación muy fuerte. Creo. No lo sé. Hubo una época que también yo pensé en el suicidio…

—Creo que todos hemos pensado en él en algún momento de nuestras vidas.

—Sí. Es posible. A mí me sucedió cuando tuve que soportar la estúpida relación con mi hijo. Que yo sepa no le he hecho nada por lo que se pueda sentir tan profundamente herido… Por más que lo analizaba, no encontraba, ni encuentro nada. Y sí, a veces, ante tanta angustia, pensé que saltar por el balcón era una buena solución. Pero como puede ver, no lo hice. Me faltó valor. O desesperación.

—Sea como fuere, hizo bien. Lo contrario hubiera sido darle la razón a la necedad.

—¿Sabe lo que me ayudó? —me preguntó—. Poco después del suicidio de aquel chico encontraron a su madre muerta en la cama. Era una mujer mayor, bajita, casi invisible. No, no se suicidó. Murió de muerte natural, como se suele decir. Y también se comentó que su hija no se quiso hacer cargo de ella. Seguramente se inventaría cualquier tontería para llevarse mal con su madre, y desentenderse de cuidarla. Es de lo que se trata siempre.

—¡Dios, qué desgraciada es la humanidad! Da pena.

—La verdad es que en la mayoría de las ocasiones es digna de lástima. Actuamos como si nuestra vida fuera a durar toda una eternidad. Y no llegamos más allá de los ochenta años.

—Sí, como dice Antígona es el tiempo que estamos aquí. Allí estaremos toda la eternidad. Hasta la consumación de los siglos.

—Lo malo es que a veces el tiempo es una eternidad. Quizás por eso deberíamos aprender a relativizar las cosas. No recuerdo dónde lo leí. Creo que en la novela de Goethe, Werther, cuando se puso de moda el suicidio. Un padre, entonces, viendo pasar un entierro, se lo señaló a su romántico hijo: “Todo es cuestión —le dijo— de tiempo. No hace falta que te precipites”. Goza mientras puedas, aprovecha el tiempo, lee, pasea, estudia, enamórate, sufre… ¿qué otra cosa es la vida?

—¿Cree usted que hemos perdido la capacidad de sufrimiento?

—Creo que esta sociedad se ha vuelto neciamente hedonista. Tanto que le duele una pequeña piedra en un zapato.

—Como a los sibaritas en otro tiempo. Quizás el hombre antiguo estaba más preparado para las desgracias: una batalla perdida podía hacer que de general se convirtiera en esclavo. Lo tenían asumido. Pienso a menudo en Hécuba, en Casandra. De reina y princesa a esclavas de sus enemigos. También aquello era digno de lástima.

—¿Y cuándo no lo ha sido la humanidad? Lo triste es cuando unas soflamas lanzadas por un descerebrado son seguidas por toda una sociedad.

—O cuando esa sociedad crea las condiciones en las que nacen esas soflamas.

—Sí. También es cierto.

—Mire, y sin deseos de banalizar. El otro día un compañero en una pizarra, situada en la sala de profesores, escribió la necedad, de moda ya hace unos años, de feliz finde. Al lado hice yo una suma en la que dos más dos eran seis. Y le puse una nota: “No sé cuál de los dos es más animal: si yo por no saber sumar o tú por no saber escribir”.

—Es usted terrible.

—Sí. Lo soy. Dentro de poco a cualquier lumbrera se le ocurrirá escribir Khuenka, y nos pondremos todos a seguirlo. Es más fácil y divertido seguir los vicios que las virtudes. Como es más fácil utilizar la arroba para escribir neciamente que empuñar un mocho y limpiar el piso.

¿Ve? Otra prueba para seguir vivitos y coleando: hay tantas cosas para ver, tantas cosas que vale la pena conocer.

—De siempre. Pero no deja de ser de necios, y perdone por si lo ofendo, tomarse demasiado en serio a esta sociedad. Está muy bien que un paseo por el monte tenga la virtud de calmarlo. O el oír una buena sinfonía…

—Siempre me ha calmado la lectura. A veces me cuesta concentrarme en ella. Pero tras una caminata, tras la ducha, me siento frente a un libro, y recupero todos los ánimos. No le digo nada si la lectura es de un libro de Séneca. Este hombre siempre ha tenido la virtud de tranquilizarme, de devolverme el sosiego. Y eso que fue un suicida. Aunque él, como Sócrates, lo fue por imperativo legal.

—Cambiando de tema: las piedras que me ha traído son preciosas.

—Sí, me llamaron la atención. Me gustaron mucho y las cogí para usted. ¿Ve? Otra prueba para seguir vivitos y coleando: hay tantas cosas para ver, tantas cosas que vale la pena conocer.

—Desde luego. Tiene razón.

—Algún día —le dije dejándome llevar por la bondad del vino— iremos al lugar de donde he cogido esas piedras.

—Será un placer ir con usted, como siempre.

—Iremos.

—Así sea.

 

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Notas

  1. Séneca, Sobre la tranquilidad del espíritu, 15, 2.
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