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Diálogos en tiempos del virus (36)
La vacuna

jueves 27 de enero de 2022
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La vacuna, por Vicente Adelantado Soriano
Viendo la eficacia de la vacunación, me he sentido orgulloso. Y la amabilidad de enfermeras y auxiliares. Fotografía: Carlos Enrique Torres Barrios • Unsplash
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Y ocurría que cuando nos interesábamos cada uno por la salud del otro sufríamos por lo que oíamos más que por lo que nos sucedía personalmente.
Elio Arístides, Discursos sagrados.1

Me comunicó mi vecino que, por fin, lo habían citado para vacunarse. Ese día yo tenía una reunión. No podía faltar a la misma. No pude llevarlo con el coche. El punto de vacunación estaba un tanto alejado de casa.

—No hay ningún problema —me dijo muy animado—. La parada del autobús queda muy cerca. No obstante, no voy a bajar en la misma puerta. Lo haré mucho antes. Me apetece caminar. Por aquella zona, además, lo recuerdo de hace unos cuantos meses, nunca hay nadie.

Me confesó, días después, haber estudiado los trayectos y las paradas del autobús para llegar al centro de vacunación. Lo habían acondicionado perfectamente. Aun así yo estuve pendiente del móvil por si le surgía algún problema. Por suerte ni sonó ni vibró durante aquellas largas horas. Me pasé por su casa, sin embargo, en cuanto, ya bien avanzada la tarde, se terminó la pesada reunión.

Le he enseñado todo cuando me ha pedido, me he puesto tras la guapa moza, y a los diez minutos estaba vacunado.

—Ha funcionado todo de maravilla —me dijo sonriendo—. Y como a mí estas cosas me ponen muy nervioso, he llegado allí con hora y media de antelación.

—¡Hombre! Por Dios. ¿Y qué ha hecho? Imagino que se habrá llevado algún libro.

—Sí. Por supuesto. Pero había mucha gente entrando y saliendo. No me apetecía leer. Hacía una tarde espléndida. Tras preguntar varias veces, he seguido a una guapa moza, la cual, con su maravilloso caminar, se encaminaba al enorme edificio. La han detenido, en la entrada, para pedirle datos. Los ha enseñado, la han dejado pasar. Y yo, inconscientemente, me he acercado, le he dicho al guarda de seguridad que llegaba con un poco de antelación. Éste levantó los hombros con indiferencia. Le he enseñado todo cuando me ha pedido, me he puesto tras la guapa moza, y a los diez minutos estaba vacunado.

—Pero, le han tomado los datos, ¿no?                             

—Sí, por supuesto. Me han pedido la cartilla sanitaria. La han pasado por un registro electrónico. Consta que estoy vacunado y libre de peligro.

—Eso nunca se sabe. Ni se puede decir con total rotundidad.

—Por supuesto. Es una forma de hablar. No conozco a nadie, por suerte, fallecido por el coronavirus. Lo cual no quiere decir que no haya afectado a muchísimas personas. Esta enorme desgracia me ha tocado más por lo oído que por lo vivido.

—Vale más prevenir que curar.

—Desde luego.

—¿Había mucha gente vacunándose?

—Riadas de personas. Todos de mi edad, o similar. No sé qué hacía esa chica tan joven delante de mí. Tal vez fuera un error. O una auxiliar… Por otra parte, al parecer, ha fracasado la necia campaña emprendida en contra de la vacuna.

—Una compañera se negó a vacunarse. Se puso histérica. Comenzó a gritar en contra de todo y de todos. Le dijeron que o se vacunaba o no entraba en las aulas. Se calló. Al final cedió.

—Me imagino que a usted, igual que a mí, lo han vacunado de todo cuanto se ha podido. En la infancia.

—Sí.

Dicen que la ambición, como la necedad, es un pozo sin fondo. Y desde luego hace falta ser miserable para aprovecharse de la desgracia ajena. Pero esa es la historia de la humanidad.

—Algunas cosas de las sucedidas con la vacuna me han recordado una vieja charla. Asistí a ella estando en la universidad. Era un sábado por la mañana. La charla la daba el famoso psiquiatra Carlos Castilla del Pino. Hubo sus más y sus menos con la policía y los grupos de extrema derecha. Pero al final, pudimos asistir a la charla. Duró horas. Lo único que recuerdo de ella fue una frase dedicada a las farmacéuticas: “Después de la industria armamentística —dijo Castilla del Pino— es la farmacéutica la más deshonesta y peligrosa del mundo”. No son sus palabras exactas, desde luego. Pero eso es, más o menos, lo que vino a sostener.

—No iba muy desencaminado. Máxime si tiene en cuenta cuanto está sucediendo ahora con unas patentes y otras.

—Sí. Imagino, como siempre, que estas desgracias estarán siendo el maná, regado con caviar y champán, para muchos. No lo entiendo, la verdad. ¿Para qué quieren tantos millones?

—No lo sé. Dicen que la ambición, como la necedad, es un pozo sin fondo. Y desde luego hace falta ser miserable para aprovecharse de la desgracia ajena. Pero esa es la historia de la humanidad.

—Tal vez. ¿Sabe? Me salí de la conferencia. Los compañeros de medicina estaban bombardeando a Castilla del Pino con preguntas y más preguntas. Yo estaba nervioso. Me pareció una falta de respeto; pero, al final, me hice el ánimo y me fui: en un cine próximo proyectaban una película. Tenía muchas ganas de verla. Grupo salvaje, de Sam Peckinpah. Se había hecho muy tarde. Pedí un bocadillo en un bar, y me metí en el cine… Entre unas cosas y otras recuerdo aquel día con una nostalgia increíble. Siempre se me ha aparecido como uno de los días felices de mi vida.

—Claro —dije sonriendo—, se conforma usted con tan pocas cosas que, luego, no entiende la filosofía de las farmacéuticas.

—Eso será —dijo levantándose, yendo a la cocina y regresando con la botella de vino y las dos pertinentes copas.

—Estaba sospechando —bromeé— que se había hecho usted abstemio.

—No. Por ahora, no. Además, nadie me ha dicho que no pueda beber tras recibir la vacuna.

—No es perjudicial. Creo.

—Yo tampoco lo creo. Y por si esto fuera poco, hace unas semanas recibí un correo de Sanidad. Llevaban varios años recibiéndolo. Era para participar en una serie de análisis a fin de determinar si padezco cáncer de colon. Por la edad. Hasta este año no he querido participar. Me aterroriza ir a hospitales. Me gustaría una muerte rápida e inesperada, sin pasar por ellos. Pero, claro, el hombre propone y Dios dispone. Envié, pues, la respuesta. Hice cuanto me dijeron. Y hoy mismo, al ir a vacunarme, tenía la respuesta en el buzón: estoy bien, sin ningún problema… He respirado. Y, desde luego, y sin ganas de hacer política, tenemos una seguridad social como no hay otra. No entiendo que haya gente que vota a partidos que la están desmantelando. O tratan de hacerlo.

—No nos metamos en esas zarandajas. No vale la pena.

—Desde luego. Pero una vez más, el cine ha venido en mi ayuda. ¿Conoce usted una película de Jerzy Kawalerowicz, titulada Faraón?

No. Yo no he visto tanto cine como usted. Ni mucho menos.

—Bueno. Hay un momento en la película en el que se enfrentan el faraón y el sumo sacerdote. Por el dominio del pueblo. El sacerdote tiene a un sicario. Éste mata al faraón. El sumo sacerdote le dice al faraón, antes de que éste muera, que el pueblo es como un montón de paja lanzado al viento: va a donde éste lo lleva.

—No le falta razón.

Las prisas y la ambición nos hacen perdernos las cosas que, realmente, valen la pena.

—Hay cosas —prosiguió tras volver a llenar las copas con aquel excelente vino— de las que uno se siente orgulloso. No sé cómo funcionará en los demás lugares de la Tierra. Y me gustaría viajar por eso. No por hacerme fotos en playas y acantilados sino por ver el funcionamiento de la sanidad, la burocracia, los tribunales de justicia… Llaman para hacerte análisis. ¿Es así en otros países? Viendo la eficacia de la vacunación, me he sentido orgulloso. Y la amabilidad de enfermeras y auxiliares… Quizás por eso, espero que me entienda, me gusta tanto la soledad. Cuando he salido de allí, vacunado, no he querido hablar con nadie. Me he ido a la parada del autobús. Pero me apetecía mucho caminar. La tarde era espléndida. He caminado durante horas y horas. Estoy rendido.

—No me extraña. Después de tanto tiempo sin moverse…

—Apenas me he tropezado con alguna persona —siguió explicándome— en el camino de regreso. Y he visto una cosa que me ha infundido una alegría inmensa: el nombre de una calle, o un camino: Camino de los Catarros. Me ha parecido genial. Una calle dedicada a una leve enfermedad. Ni a políticos, ni a sátrapas ni a voceras. Al catarro. ¿No le parece genial?

—Por lo menos, no habrá discusiones absurdas entre cambiar el nombre a la calle para dedicársela a cualquier sanguinario de los muchos que tenemos.

—Desde luego. Aunque siempre tenemos imbéciles dispuestos a llamar la atención como sea. Pero ¿no sería genial una ciudad con calles con nombres como ese, o calle del Parchís, del Juego de la Oca, del Tres en Raya, de la Camisa Perdida?

—O avenida de la Vacuna.                                                                                                                      

—También, ¿por qué no? —dijo sonriendo—. Como ya le he dicho —prosiguió—, tenía ganas de caminar. He seguido haciéndolo. Me he metido por caminos que desconocía. He dado con un parque. Ni sabía de su existencia. Pese a la proximidad. Está aquí al lado. Es pequeño, pero me ha parecido precioso. Con su lago, su riachuelo, sus caminos de tierra con palmeras, árboles, flores. ¡Qué bien se estaba allí! ¿Sabe? En ningún momento he notado el cansancio. He caminado sin parar. Lo he recorrido todo entero un par de veces. Ya lo digo, no es muy grande. Pero, Dios, qué bien se estaba allí.

—Las ventajas de ir a pie a los sitios. Si hubiéramos ido con el coche, nada de eso lo hubiera visto.

—Así es. Tiene razón. Las prisas y la ambición nos hacen perdernos las cosas que, realmente, valen la pena. ¿De qué le sirve al hombre ir a Cancún o la India —me preguntó sonriendo— si desconoce a su vecino?

—¿Pero no dice usted —le respondí malicioso— que le gusta la soledad?

—Claro. ¿Y por qué cree que no he ido ni a Cancún ni al Himalaya? En el parque de aquí al lado no había nadie. Y de la parada del autobús al centro de vacunación me he tropezado con cinco personas. Parece mentira que suceda esto en una ciudad tan poblada.

—Me parece que esa es una de las características de todas las ciudades: en cuanto se sale uno del circuito establecido, no se ve sino la propia sombra. Y la de los edificios.

—Es una ventaja.             

—No lo dudo.

—Bien. Pues ahora que ya estamos vacunados los dos, deberíamos salir a celebrarlo. Comida o cena. Como quiera o prefiera… Me hubiese gustado invitar a la chica que me ha vacunado. Pero no me ha parecido pertinente. Temía ser malinterpretado.

A mi vecino de la puerta 33 el largo paseo y la vacuna le habían dado alientos. Vivir para ver.

—Sí. Ha hecho bien en callarse.

—¿Por qué la amabilidad siempre resulta sospechosa?

—Los innatos temores del hombre.

—Cuando lleguemos al poder —bromeó alargándome la botella para que me la llevara— vamos a poner nombres a varias calles: calle del Brindis, calle de los Temores Infundados, calle de la Amabilidad…

—Está claro —le dije levantándome— que la vacuna le ha sentado de maravilla. Y, sí, de acuerdo. Vaya pensando dónde le apetece ir a comer o a cenar. Nos vamos este fin de semana. O, mejor, no piense nada: lo voy a llevar a mi pueblo.

—Me gusta la idea.

Con esa promesa, y tras apurar mi copa y coger yo la botella de vino, nos despedimos. La reunión de esa tarde me había agotado. En cambio a mi vecino de la puerta 33 el largo paseo y la vacuna le habían dado alientos. Vivir para ver.

 

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Notas

  1. Elio Arístides, Discursos sagrados. Ediciones Akal, Madrid, 1989. Edición de María C. Giner Soria.
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