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Diálogos en tiempos del virus (50)
Enclaustrado

jueves 5 de mayo de 2022
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Enclaustrado, por Vicente Adelantado Soriano
A partir de aquel momento comenzaron a regalarme libros. Leí sin orden ni concierto y todo cuanto caía en mis manos.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Una biblioteca repleta de sabiduría es más preciosa que todas las riquezas, y nada, por muy apetecible que sea, puede comparársele. Así, quienquiera que sienta en sí una ardiente predilección por la felicidad, la sabiduría, la ciencia e incluso la fe debe sentirse irresistiblemente atraído por los libros.1
Ricardo de Bury, Filobiblión. Muy hermoso tratado sobre el amor a los libros.

Siempre he oído decir, desde mi más tierna infancia, que es bueno cambiar de actividad, descansar o divertirse. Apartarse del camino por unos momentos a fin de tomar aliento. Esto, a veces, lo considero necesario, y a veces no. Aquel fin de semana, por unas cosas y otras, hubo un cambio: no salimos a caminar. No por aburrimiento o cansancio, sino porque José Luis se iba con su hija a su casita del monte, y yo tenía demasiadas tareas pendientes. Me quedé en casa. Así se lo expliqué a mi vecino. Tuvimos una conversación, un breve descanso, desarrollada por unos derroteros interesantes.

—Insensiblemente, sin darme cuenta —le dije en cuanto me llenó la copa de vino—, he ido amontonando libros y más libros sobre mi mesa. Un fin de semana dedicado a ellos en cuerpo y alma no me vendrá nada mal.

—A mí —me dijo él sonriendo— me pasa lo contrario: siempre tengo la mesa vacía.

Los libros —le confesé tras saborear el buen vino— han sido mi salvación. Se merecen, pues, todo mi tiempo y todo mi respeto.

—Claro —respondí lleno de lógica—. Usted está jubilado y tiene todo el santo día para leer y leer. No me extraña nada el vacío de su mesa.

—Además —añadió sonriendo—, no tengo por ellos la pasión que tiene usted.

—El día más feliz de mi vida va a ser aquel en el cual, como hace usted, pueda dedicar las veinticuatro horas de la jornada a leer y estudiar.

—Cuídese y lo alcanzará. Todo llega en esta vida.

—Esperemos. Los libros —le confesé tras saborear el buen vino— han sido mi salvación. Se merecen, pues, todo mi tiempo y todo mi respeto. Cuando emigramos —comencé a contar parapetado tras la copa—, yo me convertí en un niño triste y solitario. No tenía amigos. Los nuevos compañeros de colegio se reían de mí porque no hablaba su lengua. Me retraje. Y un día mi padre me trajo una revista. Alguien le había dicho que a mí me gustaba leer. Me leí la revista de cabo a rabo. Era una insulsez. Pero no tenía otra cosa. Ahora bien, a partir de aquel momento comenzaron a regalarme libros. Leí sin orden ni concierto y todo cuanto caía en mis manos.

—Yo tuve más suerte —confesó él a su vez—. Fui el típico niño que contó con una buena biblioteca paterna, y otra del abuelo. Ellos me encaminaron hacia la literatura.

—A mí no me encaminó nadie. Bueno, miento. Un día, deseando poner orden en las lecturas, cogí un libro de texto de literatura. Tan prolijo como grueso. Comenzaba con los autores griegos y romanos, y terminaba en la España de comienzos del siglo XX. Seguí las directrices del dichoso libro. Le hice caso a un profesor: insistía en las lecturas por orden cronológico. Pese a mis buenas intenciones, nunca pasé de Grecia y Roma.

—Tuvo con ellos unos excelentes maestros. No le hacía falta ninguna biblioteca heredada.

—Me hubiera hecho falta alguien que me explicara muchas cosas de cuantas leía. No pude, por ejemplo, con la Ilíada. Ahora bien, deseoso de comprender, de entender, la leí una y otra vez; siempre intentando descubrir por qué, según profesores y críticos, era aquel, es, un libro excelente.

—Se debe ir paso a paso. Como se hace con la alimentación. Primero biberones y luego platos con un poco más de sustancia. Eso también se lo debía haber dicho su profesor.

—Yo, guiado por aquel grueso libro de texto, el cual no decía nada sobre la edad conveniente para leer ninguno de los libros, comencé a comer chuletones antes de tener dientes.

—Pues debe de tener el estómago hecho cisco.

—No. Lo tengo a prueba de bombas. Me leo, al igual que entonces, todo cuanto cae en mis manos. Salvo panfletos, claro.

—Yo también leo mucho. Y más ahora, de jubilado. A veces —añadió ensoñadoramente— me pregunto qué hubiera sido del hombre sin los libros…

Yo comencé a leer —dijo— sin duda porque lo hacían mi padre y mi abuelo. Era casi una obligación familiar.

—Una catástrofe mayor de la que es. No lo dude. En mi caso, fueron mi salvación en aquella infancia tan triste, nacida de la emigración. Y en eso, en ese exilio —dije ocultando mi sonrisa tras la copa de vino—, me parezco a Ovidio. Por desgracia, en nada más.

—Yo comencé a leer —dijo— sin duda porque lo hacían mi padre y mi abuelo. Era casi una obligación familiar. La obligación, sin embargo, con el paso del tiempo, y de los libros, se convirtió en un gran placer.

—Infinitos son los caminos del Señor —respondí socarrón—. E infinitas las visiones sobre un mismo hecho. Salvo cuando no están mediatizadas por los terribles medios de comunicación.

—No es nuestro caso. Ni usted ni yo pasamos mucho tiempo frente a la televisión.

—No. Nunca. Ni ahora ni entonces, cuando no la tenía. En aquella triste época mi verdadero amigo fue Odiseo. La Ilíada me resultó insoportable. Pero la Odisea me encantó. La leí una y otra vez… Y las Heroidas y Metamorfosis, de Ovidio. Me llegaron al alma. Esos libros los leí y releí sin descanso. Y no se puede imaginar el enorme placer que sentí, al cabo de algunos años, al poder leerlos, con todas las dificultades del mundo, en sus lenguas originales. Los libros de Ovidio los he erosionado de tantas veces como los he leído y releído.

—De forma y manera —dijo sonriendo— que el no ser aceptado en su nueva patria lo llevó al latín y al griego. Hizo un buen cambio.

—Sí. En el fondo fue una suerte que aquellos niños me excluyeran por no saber pronunciar algunas palabras como ellos las pronunciaban. En eso basaban su pretendida superioridad.

—Cosas de críos.

—No crea. También lo es de mayores un tanto descerebrados. Por eso mismo me hago cruces cuando oigo a ciertos políticos decir algunas lindezas sobre los emigrantes y las emigraciones.

—No les haga caso. No vale la pena. Mala gente. Hasta de la pandemia se han aprovechado robando y falsificando, como siempre. O diciendo, antes, que tienen tales y cuales títulos sin saber ni leer. Y los de arriba no se enteran de nada, como es su obligación. Son penosos. Patéticos.

—Dejémoslos de lado. Como le iba diciendo esos libros me marcaron. Fueron mi salvación durante las largas horas y horas de silencio y soledad. Y ayer, por cierto, cansado de leer, oí dos charlas sobre Ovidio. Los libros también fueron su salvación cuando Augusto lo desterró a Tomis. Nadie allí conocía el latín. A nadie le podía leer sus versos. Tal vez hasta se rieran de él porque no sabía hablar el geta. Y allí, en los confines del mundo civilizado, en completa soledad, escribió Tristia y Cartas desde el Ponto. Son unos libros que parten el alma.

—Imagino que debe de ser terrible, para un poeta, ser exiliado a un lugar donde nadie lo entiende. Es un doble exilio, ¿no? Una muerte en vida.

—Sí. No lo debió de pasar nada bien. Independientemente de que tal exilio sea ficticio o verdadero. Que también hay discusiones al respecto.

—Sí, algo he oído… Pérez Galdós también era un enamorado del latín, aunque él se inclina más por Cicerón. Y varias veces cita a Virgilio.

La sociedad es frívola, antojadiza y enemiga de calentarse la cabeza.

—A mí me encanta Ovidio. Además, prefiero Heroidas y Metamorfosis a todas sus obras. No le quito importancia, desde luego, a Ars amandi, pero las cartas de las heroínas y las metamorfosis me llegan al alma. Como las Tristia. Y, desde luego, como decía el orador,2 si Ovidio no fue condenado al exilio, toda la creación posterior, Tristia y Cartas desde el Ponto, se agranda. Una creación o invención fabulosa. Digna de un dios.

—El poder de la palabra. Con un grave problema: igual sirve para el bien que para el mal.

—Sí. Pero el hombre deber tener la suficiente capacidad para discernir unas cosas de otras.

—Pide demasiado. La sociedad es frívola, antojadiza y enemiga de calentarse la cabeza.

—Allá ella. A nosotros siempre nos quedarán los libros… Se me pusieron los pelos de punta viendo una película; sí, también yo he visto cine. Se titula Un hombre para la eternidad. Cuenta los últimos días de la vida de sir Thomas Moro. Como sabe fue condenado a muerte, y encerrado en la torre de Londres, por oponerse al rey Enrique VIII. Le quedaba, prisionero en la torre, el consuelo de los libros. Pero el celoso y cruel acusador hizo que se los retiraran… Eso, puede creerlo, me causó más espanto que el hecho de que lo decapitaran. La muerte carece de importancia.

—Hasta dónde pueden llegar la necedad y la crueldad humana… No hace falta irse muy lejos. Ahí tiene la guerra de Ucrania, y cuantos la apoyan. Con sus matanzas de civiles incluida.

—Nunca se leerán a Ovidio. Otra desgracia que añadir a sus pobres y miserables vidas.

—Ni a Pérez Galdós ni a Cervantes…

—Dejémoslo ahí, o nos convertiremos en un catálogo ambulante.

—Por la paz y los libros —dijo levantando su copa.

—Por ellos. Y por todos ellos. Con Ovidio a la cabeza.

 

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Notas

  1. Ricardo de Bury, Filobiblión, p. 27, Madrid, 1969. Traducción de Federico Carlos Sainz de Robles (hijo).
  2. Antonio Alvar Ezquerra, en la charla del día 7 de abril de 2022 en la fundación Juan March.
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