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Diálogos en tiempos del virus (15)
Bajo las farolas del barrio (Esparta)

jueves 12 de agosto de 2021
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Bajo las farolas del barrio (Esparta), por Vicente Adelantado Soriano
¿Sabe quién va a pagar el pato, no? El idiota que acudió al Capitolio vestido de búfalo, y el necio que intentó llevarse un atril de una senadora. El jefe de todos ellos, un señor muy poderoso, quien lo promovió todo, ya ha sido absuelto.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Los árboles si son cortados y abatidos vuelven a crecer con rapidez; pero cuando se pierden hombres, no es fácil volverlos a encontrar.
Plutarco, Vidas paralelas, Pericles.

No acepté su invitación a cenar. Fui un tanto desconsiderado. A mí jamás me ha molestado la soledad. Añádase a eso que tenía ganas de leer, escribir, pensar y meditar. Lo hice a lo largo de toda la semana. No me apetecía hablar con nadie, ni ver a nadie. No obstante, no se me iba de la cabeza mi falta de delicadeza con mi vecino. Fui a visitarlo al cabo de unos días. Cuando me hizo falta descansar.

—Siento haberme puesto un poco pesado —dijo nada más abrirme la puerta.

—No tiene por qué disculparse. Somos mayorcitos. Usted me llama cuando quiere, y yo vengo cuando puedo o tengo ganas. No creo que haga falta decir nada más.

—No. Así es. ¡Ah! —exclamó viendo el paquete que llevaba bajo el brazo—. ¿Son libros? ¿Para mí?

—Sí. Se los he traído por si le pueden interesar.

—Seguro que sí. Quería —dijo un poco avergonzado, tras echarles una mirada— pedirle un pequeño favor.

—Usted dirá.

La verdad es que me pongo en la piel de la persona que tenga un bar como medio de vida y lo paso fatal. Imagino que muchos de ellos deben de estar desesperados.

—Hace tiempo que no salgo a la calle. Desde el otro día que estuvimos los dos peripateando. ¿Le importa que salgamos ahora de noche y demos una vuelta por el barrio? Ya están las farolas encendidas.

—En absoluto. Vámonos.

Eran las diez y pico de la noche. Había llovido durante toda la tarde. Las calles estaban mojadas. Solitarias. Los bares y restaurantes se hallaban cerrados debido a las restricciones por el coronavirus. Sólo las farolas iluminaban los paseos y las aceras.

—Está un poco triste la ciudad con todos los bares cerrados. Se le cae a uno el alma a los pies.

—Sí. La verdad es que me pongo en la piel de la persona que tenga un bar como medio de vida y lo paso fatal. Imagino que muchos de ellos deben de estar desesperados.

—Esto ha sido una terrible maldición.

—Sí. Lo es.

—¿Y cree usted que el gobierno ha actuado correctamente?

—No lo sé. Imagino que se habrán visto desbordados y cogidos por sorpresa. Ignoro si las cosas se podrían haber hecho de otra forma. Seguramente, sí; pero yo no soy ningún entendido. Tengo la suerte, además, de no pertenecer a ningún partido político, y no tener que estar defendiendo las sandeces que digan unos u otros.

—Se queda usted con su sentido crítico.

—Trato de mantenerlo engrasado y en buen uso.

—¿Y sirve para algo? Quiero decir, cuando toda una sociedad acepta una cosa, ¿de qué sirve que haya cuatro o cinco descontentos?

—Seguramente de nada. Pero es que yo nunca me he propuesto servir para nada. Sencillamente, leo, estudio y veo que se dicen y hacen muchas barbaridades. Trato de explicar algo de esto en mis clases; pero, la verdad, es inútil. Trabajos del amor perdido.

—¿Se puede ser profesor siendo tan escéptico? —me preguntó un tanto escandalizado.

—Yo lo soy. Tengo que ganarme la vida. Y me parece más descansado dar clases que estar sembrando y segando. Qué quiere que le diga.

—Por lo que veo lo suyo no es vocacional.

—Me gusta mi trabajo, a veces. No lo sé si es vocacional. Yo hubiera querido dedicarme a la investigación. Estar todo el santo día en una habitación llena de libros y ante una amplia mesa de madera. Sin ver a nadie.

—Aquí la investigación no da de comer.

—Efectivamente.

—¿Cree usted que es debido a que puede ser peligrosa?

—No creo que sea un peligro para nadie. Nunca aparecen ni historiadores serios ni filólogos en las teles… Sencillamente porque los medios de comunicación están en manos de quienes están. Y se va a aprovechar todo para mantener lo que se tiene o tener más, si ello es posible. Y si hay que mentir, se miente. Cuando la mentira la aceptan todos, se convierte en una verdad. Al investigador no le prestan atención más que las ratas de las bibliotecas, para huir, claro.

—¿Usted cree?

—¿Qué quiere que le diga? Estos días he estado leyendo varios libros sobre Esparta, Atenas y las guerras médicas. No se puede imaginar la cantidad de basura, cascotes y escombros, necedades y tonterías que se ha arrojado sobre Leónidas y las traídas Termópilas.

Si aquel filósofo griego daba gracias por no haber nacido bárbaro ni mujer, puede darlas usted por no haber sido judío en la Alemania nazi, ni negro en Estados Unidos.

—El monumento al heroísmo.

—El monumento a la estupidez humana. No otra cosa es la guerra. Eso y la defensa de nuestro status. Me hace gracia cuando he oído, en alguna película, o leído en algún libro, que los americanos lucharon en la segunda guerra mundial en favor de la paz. ¿La paz de quién? Hubiera sido muy de agradecer que hubiesen solucionado sus problemas de esclavitud y de maltrato a los negros antes de meterse en otras zarandajas. ¿O es que éstos no necesitan ser liberados de la segregación y la marginalidad?

—¿Cree usted que es lo mismo que la persecución de los judíos?

—Los calcos perfectos no existen. Pero si aquel filósofo griego daba gracias por no haber nacido bárbaro ni mujer, puede darlas usted por no haber sido judío en la Alemania nazi, ni negro en Estados Unidos.

—Pero estará de acuerdo conmigo en que no se podía permitir que Hitler se adueñara del mundo. La cantidad de gente que estaba masacrando. Murieron millones de personas…

—No he dicho lo contrario. Estoy diciendo que hay muchas formas de fascismo. Aunque haya algunos que se permiten, por intereses, por supuesto.

—Creo que exagera un poco.

—Muy bien. Dejemos de lado Esparta y todas las visiones interesadas sobre las Termópilas. Aunque aquel absurdo heroísmo no sirvió para nada. Más muertes absurdas. Pero, perdón, para nada, no. Sirvió para que luego nos vinieran con milongas de luchas por la libertad, etc., etc. Para eso deberían haber comenzado por limpiar su casa y liberar a los hilotas, sus esclavos. Pero, claro, de hacerlo no hubiesen podido estar todo el santo día haciendo el mico en la palestra. Hubieran tenido que arar y segar, plantar y trillar.

—Es usted terrible.

—Sí. Lo soy. ¿Explico en clase qué es la justicia teniendo en cuenta lo que ha pasado en Estados Unidos con el asalto al Capitolio, y en España con reyes y políticos corruptos? ¿Sabe quién va a pagar el pato, no? El idiota que acudió al Capitolio vestido de búfalo, y el necio que intentó llevarse un atril de una senadora. El jefe de todos ellos, un señor muy poderoso, quien lo promovió todo, ya ha sido absuelto. Estoy esperando ahora que se le ocurra a alguien comparar esto con las traídas Termópilas. Mientras aquí irá a la cárcel la pobre mujer que ha robado una botella de aceite. Yo de ella diría, como defensa, que lo cogí para ungir el cuerpo de Leónidas. Es una excelente excusa. Y ahí, querido señor, es donde está Esparta en plena vigencia: se castiga a quien roba mal, o no tiene poder para corromper a la justicia, que viene a ser lo mismo. Quien roba bien, queda impune. Igual que en Esparta. Ahí tiene el caso del rey, entre otros.

—Está usted hoy imposible. Creo que no es bueno que pase tanto tiempo solo.

—No estoy peor que aquel sabio griego cuando afirmó que la justicia es como una tela de araña: captura a los bichos pequeños; pero los grandes, pasan, rompen la tela, y arrasan con todo. Siglo V antes de Cristo, si no ando equivocado.

—Es decir que la cosa no viene de ahora. Esto —me dijo sonriendo— contradice la teoría de la evolución. A no ser que juzguemos que ya nacimos perfectos para el mundo que nos esperaba, un mundo de triquiñuelas y corruptelas, según usted. Y por lo tanto no hace falta desarrollar lo que ya tenemos bien formado. En cuyo caso, las personas críticas son quienes evolucionan. No sabemos si para bien o para mal.

—Yo creo que para mal. Veo a la gente tan feliz y contenta que, a menudo, me pregunto qué derecho tengo para decirles que están equivocados. ¿No es mejor dejarles que crean en un mundo maniqueo, dividido entre buenos y malos? Los buenos eran los espartanos, que luchaban por la libertad, pese a los hilotas, y los malos los persas, que también tenían esclavos, como los griegos, los romanos, los ingleses, los americanos y los españoles. Pese a ello si hubieran ganado los persas, dicen algunos, hoy seríamos todos esclavos. Más simplismo, imposible.

Como sabe, las cosas siempre son justas cuando nos benefician a nosotros. Y son injustas, por supuesto, cuando no nos benefician a nosotros y sí al vecino.

—Cambiando de tema, y espero que no me malinterprete, no me había dado cuenta de lo amplias y capaces que son las aceras de nuestro barrio. Estoy maravillado.

—Claro. Siempre las ha visto ocupadas por sillas y mesas de los bares. ¿Ve? Ahí tenemos otro problema: donde empieza la libertad de uno, acaba la del otro. Y es muy difícil, a veces, conciliar las dos.

—Es cierto. Las aceras se han convertido en terrazas cuando no en autopistas para bicicletas y patinetes. Creo que se debería organizar esto con un mínimo de sentido común. Y sin que haya intereses de por medio.

—Para largo me lo fiáis.

—Tal vez algún rey de aquellos que tenía Esparta podría solucionar esto a gusto de todos. Al menos, tendría un regusto a antigualla.

—Demasiado a menudo se ha recurrido al pasado para justificar las barbaridades del presente. Lo único que hace falta para legislar bien, creo, es un poco de sentido común…

—Y sentido de la justicia.

—Y sentido de la justicia, evidentemente. ¿Y eso se encuentra en algún sitio? Como sabe, las cosas siempre son justas cuando nos benefician a nosotros. Y son injustas, por supuesto, cuando no nos benefician a nosotros y sí al vecino. Para legislar no hacen falta ni Licurgo ni Leónidas ni las leyes del primer rey que hubo sobre la tierra. Un poco de sentido común, sí, desde luego. Y sentido de la justicia, sí, sentido de la justicia. Por parte de todos.

—Oiga, está comenzando a llover de nuevo. Vámonos a casa.

—Hoy le he dado la noche. No tiene ganas de continuar.

—La verdad es que estoy un poco cansado.

—Y además, es cierto, va a comenzar a llover dentro de muy poco.

Nos vino justo. Fue llegar al patio de la finca cuando descargó un fuerte chaparrón. Nos despedimos en el ascensor. No había nada más que decir por el momento.

 

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