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Diálogos en tiempos del virus (38)
Incomprensión

jueves 10 de febrero de 2022
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Incomprensión, por Vicente Adelantado Soriano
Me contó un amigo, no hace mucho, que estuvo de viaje por ciertas montañas de este país. Me dijo que nunca en su vida había visto tantas mascarillas antivirus, que no antinecedad, por el suelo, como vio en un par de kilómetros en una senda de montaña.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

La virtud avanza entre angustias.1
Eurípides, Los Heráclidas.

En plena ola de nuevos contagios, y muertes, por la variante ómicron del famoso virus, y sin ningunas ganas salir de casa, me llamó mi vecino de la puerta 33. Deseaba invitarme a la consabida copa de vino. Y charlar un rato. Era tarde, estaba cansado de corregir ejercicios: acepté su invitación de buena gana. La mejor de las opciones en aquellas circunstancias.

—Se me ha planteado un serio problema, no sé si llamarlo moral —me dijo tras saludarnos y ocupar nuestros respectivos asientos en su casa.

—Soy todo oídos —le dije tras beber un sorbo del excelente vino.

—¿No le apetece que nos sentemos en el sofá? —me preguntó.

Si no estudiamos aquello que no comprendemos, siempre estaremos en el mismo lugar.

—No. Prefiero la silla y una mesa. Pienso con más claridad de esta forma. Y si hay un lápiz y una libreta a mi alcance, mucho mejor. Tengo ambas cosas. Dígame, pues, qué le preocupa.

—Cuando usted, y perdone si no es así, se pone a leer un libro, y no lo entiende, ¿lo cierra o sigue, pese a todo, esperando entender al final la totalidad del libro?

—Me han sucedido ambas cosas: algunas veces he cerrado el libro, pues no entendía nada, y otras he seguido hasta el final, tal vez un tanto tontamente. Pero he seguido.

—No sé —me replicó— si en estos casos, seguir leyendo pese a no entender nada o poco, influye la moral, las ideas recibidas, una mala conciencia o el deseo de romper limitaciones. Si no estudiamos aquello que no comprendemos, siempre estaremos en el mismo lugar. Aunque a veces no hay nada que comprender: la mayoría de las cosas oídas y leídas, a lo largo de una vida, no son sino mera palabrería. Chisporroteo.

—Sí. Tal vez sea así. Pero tenga en cuenta el proceso de decantación. No se llega a tener un fino sentido crítico sin haber leído mucha porquería. Que no lo es tanto: es importante leer de todo, y llegar al final… Mire, tengo un compañero a quien le gusta mucho la poesía. Escribe poesía. Y no lo hace mal. Pues bien, un día otro compañero, amigo suyo, le regaló un libro de poemas. El poeta se enfadó muchísimo con su amigo: el libro era muy malo. “Ya lo sé —le respondió el otro—. Quería que lo leyeses a fin de hacerte ver aquello que debes evitar en tus poemas”.

—No es mi caso —replicó sonriendo—, yo no pienso escribir libros de filosofía ni de ningún otro género.

—Pues planteemos el problema desde otro punto de vista: ¿le está resultando útil la lectura ya que, por lo visto, no es placentera?

—No lo sé. Me está causando algunos problemas. Y me está haciendo dudar de algunas cosas. Y me resisto a renunciar a ellas.

—Ya. Le está sacudiendo las ideas recibidas.

—Más que eso: me está haciendo aceptar cosas horribles. Cosas de las que he huido durante toda mi vida con espanto.

—Póngame algún ejemplo.

—¿Consideraría usted que la guerra es algo bueno, algo deseable, y que aporta beneficios a la humanidad?

—No. Y no me gustan las guerras, ni las considero buenas para la humanidad. La mayoría de las veces, además, son movidas por intereses bastardos. Y por supuesto nunca están en las trincheras quienes las promueven.

—Y sin embargo, ¿no le parece que a menudo la humanidad se asemeja a un viejo árbol medio seco, medio muerto, incapaz de dar más frutos, y que necesita, para volver a ser fértil, de una fuerte sacudida?

—¿Y eso se debe hacer mediante la guerra? ¿No hay otra solución u otro medio? ¿Siempre debemos recurrir a las salvajadas?

La melancolía y la tristeza nos arrastran siempre a las mismas situaciones.

—No lo sé. Tal vez no haga falta. No lo sé. ¿Usted cree, por ejemplo, que sin las guerras napoleónicas España se hubiera despertado de siglos y siglos de letargo? ¿No supuso Napoleón una fuerte sacudida contra unas sociedades corrompidas y caducas como la española y la rusa?

—De historia contemporánea sé muy poco. No puedo decir, en consecuencia, cuál fue el papel de Napoleón. Ahora bien, y teniendo en cuenta la historia del país, ¿sirvió aquello de algo? Si no estoy equivocado, tras las guerras napoleónicas vino el absolutismo, y aquel famoso grito de “¡Vivan las caenas!”. ¿No es así?

—Mire por dónde me está aclarando usted algunas ideas.

—Explíquese —le pedí tras apurar mi copa de vino.

—Quizás sea fundamental —dijo llenando de nuevo las copas— terminar el libro y olvidarse de algunas cosas, hacer tabula rasa de muchos conceptos. Y no sólo de las ideas recibidas. Es decir, la persona íntegra tal vez sea aquella que olvida los insultos… quien no perdona porque no recuerda. La melancolía y la tristeza nos arrastran siempre a las mismas situaciones. La España de la época de Fernando VII quería volver a la anterior situación, olvidarse de Napoleón. Muchos guerrilleros, contrabandistas disfrazados, eran quienes más lo deseaban. Y algunos estamentos: y ahí tiene la continuación, las guerras carlistas.

—¿Y éstas sirvieron para algo aparte de dar de comer a los enterradores y a los fabricantes de armas?

—¿Cree usted que la humanidad hubiera sido la misma sin las guerras?

—Evidentemente, no. Ahora bien, lo desesperante es la incapacidad del hombre para aprender, su falta de imaginación, es decir el recurrir siempre a lo mismo, y a lo fácil: a la guerra, a la violencia, a la bestialidad.

—Quizás mientras el hombre no cambie, será esa siempre la única y terrible solución cuando las cosas se anquilosan…

—O cuando el capital no recauda todo cuanto desea. O quiere adueñarse de charcas de agua, árboles frutales, campos de petróleo y demás cosas que nos hacen la vida tan fácil y llevadera.

—Lo mismo, entonces, podríamos plantearnos con respecto a los libros. ¿Han servido éstos, y la educación, para hacer mejor a la humanidad? ¿No le parece necio y absurdo cuanto estoy planteando?

—Déjeme pensar que mi trabajo no es inútil del todo. Déjeme creer que sí, que la educación y los libros nos han hecho mejores… Pero ni todos los hombres leen, ni todos son educados. No conviene perderlo de vista.

—Sí, en eso tiene razón. El otro día estuve oyendo un programa de radio. Entrevistaron a un viejo conocido mío. Le preguntaron sobre libros prohibidos. Respondió que actualmente no hay ninguno: no tiene sentido prohibir libros en un país donde nadie lee. Es absurdo. O lee lo que dictan los intereses de empresas y demás.

—Bueno. Tal vez leyendo bazofia, algún día den con algo bueno, y empiecen a cambiar.

—¿Usted cree? Me contó un amigo, no hace mucho, que estuvo de viaje por ciertas montañas de este país. Me dijo que nunca en su vida había visto tantas mascarillas antivirus, que no antinecedad, por el suelo, como vio en un par de kilómetros en una senda de montaña. Algunas hasta colocadas, le diría, con mala baba… El ayuntamiento, muy cauto él, había puesto carteles donde estaba escrito, en medio de un bonito dibujo: “Las mascarillas son para ti, no para el campo”.

Hay mucho bestia ilustrado dando clases y ocupando cátedras.

—Usted sabe que en este mundo hay mucho analfabeto y mucho maleducado. Estoy harto de pasar por bares, con sillas y mesas en las calles, y con carteles, bien visibles, donde se dice que está prohibido fumar en las terrazas. Pues ni caso: allí fuma quien quiere y le da la gana. Y, a veces, hasta el mismo camarero.

—Y nadie les dice nada —apuntó mi vecino—. Ahora, no se le ocurra ir sin mascarilla por la calle. Siempre se tropezará con algún sargento chusquero dispuesto a ponerlo en la picota y a llamarle la atención.

—Es lo propio de ciertas personas.

—A veces me dan ganas de reivindicar hasta la pena de muerte…

—¡Por Dios! Ni eso ni las guerras, no lo olvide, van a solucionar nada.

—¿Y entonces?

—¿Qué quiere que le diga? No lo sé. Yo también dudo de la utilidad de mi trabajo. A veces. A menudo… Hay mucho bestia ilustrado dando clases y ocupando cátedras. Y muchas buenas personas, educadas y sensatas, sin haber pasado por una universidad… No lo sé. Si hay alguna solución a mí se me escapa.

—A mí también —me dijo con cara de pena—. En fin, acabemos con esta botella de vino, y esperemos la siguiente con gozo y alegría.

—Así sea. No sé si podemos hacer algo más o mejor.

—Yo tampoco lo sé. Brindemos por nuestra santa ignorancia.

—Sea. Por ella. Y por nosotros.

 

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Notas

  1. Eurípides, Los Heráclidas, en Tragedias I, Cátedra Letras Universales, Madrid, 1985. Traducción de Juan Antonio López Férez.
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