

Los años que pasan nos saquean una cosa tras otra. Ya me han quitado diversiones, sexo, juergas y juegos.1
Horacio, Epístolas.
—¿No le parece a usted —me dijo mi querido vecino de la puerta 33 tras la sobria cena de fin de año— que el hombre es un poco necio? ¿No es absurdo celebrar que nos queda un año menos de vida?
No pude reprimir la carcajada.
—Un poco, no. Yo diría que somos bastante necios. Pero tal vez no nos da para más. Por otra parte, tristes o alegres, a todos nos espera el cadalso. Gocemos, pues. Ahora bien, ¿por qué esas reflexiones a estas horas? ¿No ha cenado bien?
—He cenado muy bien. No me gustan los excesos. Y no porque sea virtuoso, que no lo soy, sino porque mi estómago no lo resiste. Lo mismo que no soporta las bebidas alcohólicas. El vino, y más comiendo, es otra cosa. Pero no me ponga usted luego copas de coñac o de cualquier otra bebida: no las tolero.
Los excesos nunca traen nada bueno. Lo malo es que todos predicamos lo mismo, y todos, salvo contadas excepciones, tenemos tendencia a propasarnos.
—Indudablemente a unos les resulta más fácil que a otros llegar a la santidad. Yo, con la comida, tengo tendencia al exceso.
—Entonces se habrá quedado usted con hambre.
—No. Estoy bien. De vez en cuando me gusta imitar a Séneca: unas nueces, algo de agua, y a dormir.
—Tampoco ha sido tan frugal. De todas formas, si quiere, le hago una tortilla de patatas, o saco fiambres de la nevera.
—No. Era una broma. Estoy bien. Reconozco que es mejor comportarse, comer en la justa medida. Los excesos nunca traen nada bueno. Lo malo es que todos predicamos lo mismo, y todos, salvo contadas excepciones, tenemos tendencia a propasarnos. El ejemplo más claro lo tiene usted en los griegos: siempre predicaban el equilibrio, la mesura, y ellos de equilibrados tenían bien poco.
—Por cierto, y ya que saca el tema a colación, ¿sabe que Nietzsche no habla nada bien de Esopo, autor por el que usted siente cierta debilidad?
—No, no lo sabía. ¿Y por qué hace eso?
—La verdad es que no me ha quedado claro. Comencé a leer el libro que me trajo usted el otro día, El nacimiento de la tragedia; y, a decir verdad, poco o nada entiendo del dichoso libro. ¿Ha leído usted a los trágicos griegos? Pregunta ociosa.
—Sí, leídos y releídos.
—¿Y qué le parece a usted?
—Mis lecturas de las tragedias griegas nada tienen que ver, me parece, con las del señor Nietzsche, a quien desconozco. A mí fueron muchas cosas las que me llamaron la atención de las tragedias. Por ejemplo, y por citar sólo una, ¿cómo se puede producir la catarsis, o purificación, por algo que sabemos, positivamente, que no nos va a suceder a nosotros? Es decir, usted y yo estamos tan lejos de Edipo como de ser toreros. Y, sin embargo, su historia nos llega a lo más hondo del corazón, y sentimos lástima y compasión por Edipo. Y no hablemos de Los persas… La tragedia me descubrió que hay algo bueno en el hombre. Esa compasión…
—¿Y es posible que el hombre dejara de ser bueno cuando la tragedia se extinguió? Según Nietzsche, Eurípides la mató. Junto con Sócrates.
—Es mucho suponer que el hombre sea bueno o malo por mor de un género literario. Hace muchos años, un conocido, durante una cena, estuvo comentando que a él le llamaba la atención que la lectura de una novela erótica, o un cuento de la misma calaña, fuera capaz de poner a una persona al borde del asesinato por la fuerte pulsión sexual o erótica que le generaba.
—Valiente paralelismo.
—Sí, cierto. Éste me llevó, aunque le parezca una tontería, a replantearme la cuestión de la catarsis. Pues catarsis y pulsión sexual están en el mismo plano. Al menos en cuanto a uno de sus orígenes. El literario.
—Le diría —me dijo con cierta timidez— que esa puede ser una idea un tanto nietzscheana, aunque luego aparecerán los moralistas, encabezados por Sócrates, y le dirán que la catarsis es una situación noble, y la otra no. Y, por lo tanto, hay que tender a la primera.
De vez en cuando, por no decirle siempre, me han resultado absurdos esos intentos de racionalizarlo todo.
—La primera es más sencilla: no hace falta nada ni nadie para sentir compasión por una persona. En soledad, y encerrado en su casa, uno puede llorar y lamentarse por las desgracias de Edipo o de Antígona o de la reina Atosa… La segunda situación requiere de la participación de otra persona. Y si esta otra persona no está receptiva, muy a menudo se ha recurrido a la violencia, a la violación… y a la muerte.
—O a los ritos orgiásticos. Dionisio.
—Se me escapa. Nunca he entendido esas orgías, a menos que, al igual que las procesiones, el teatro y demás, sean una forma de fomentar la unión entre los conciudadanos. Una forma un tanto bestial, si quiere, pero más desinhibida de lograr una cierta cohesión de la polis. O de encauzar ciertas pulsiones. No lo sé.
—Yo tampoco lo sé. Por cierto, deberíamos terminarnos la botella de vino. Así que, con su permiso, lleno las copas. Seguimos. De vez en cuando, por no decirle siempre, me han resultado absurdos esos intentos de racionalizarlo todo: los judíos no comían cerdo por esto, se circuncidaban por lo otro; los musulmanes no pintan el rostro de Alá por lo de más allá. Los desfiles unifican a la nación… ¿Y las orgías dionisíacas? ¿Actúa siempre el hombre de forma racional? ¿No es Dionisio ese intento de aunar la racionalidad con la locura o con lo irracional? Ya lo dice el mismo Nietzsche, hablando de Sócrates, que “los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas”.2 Al fin y al cabo, Edipo es inocente de cuanto le acontece. Irracional. Está en manos del destino. Huyendo de éste, cae de bruces en él. Eso es lo que he leído leyendo a Nietzsche.
—¿Usted cree? ¿Cree de verdad que somos inocentes? Y perdóneme, pero lo que dice usted de Edipo es un lugar común. Todos, en un momento determinado, podemos escoger. Todos. A unos, como a usted el no beber, les resulta más sencillo que a otros. Pero todos podemos escoger. Y a todos nos es más sencillo dejarnos llevar, obedecer al sargento chusquero de turno y no pensar, que actuar por cuenta propia.
—No lo sé. Tal vez tenga razón.
—Lea la tragedia. Cuando Edipo se encuentra con Layo, en el camino a Delfos, Edipo perfectamente se podía haber apartado, ceder el paso, dejar pasar al carro de Layo, y nada hubiera sucedido. Pero se deja vencer por el orgullo; no cede. Y eso lo lleva a matar a Layo y a los soldados. Discusiones de tráfico en la Grecia clásica. Luego resulta que Layo es su padre. Bien, huye de quienes cree que son sus padres para que no se cumpla la maldición. Y huyendo de ésta, cae en ella. Y la lección es muy sencilla: el cambio se tiene que producir en el interior. La verdadera catarsis. Eso no se ha producido. Y ese orgullo, esa desmesura, esté donde esté, lleva a la tragedia. Sin la cual, no lo olvide, tampoco tendríamos obra de teatro.
—Sí. Creo que siempre hay una parte convencional en todo. Me he desesperado estos días leyendo El nacimiento de la tragedia: ¿no está cayendo Nietzsche en lo mismo que Platón y el cristianismo al hacer también una dualidad Apolo-Dioniso como los otros lo hicieron con el cuerpo y el alma para tratar de comprender al hombre? Claro, que en unos no hay unificación sino renuncia al cuerpo, en tanto que Dioniso-Nietzsche busca la total armonía, la unidad. Creo. Si se puede racionalizar.
—No lo sé. Nada puedo decirle. Tendré que leerme el libro de ese filósofo.
—Igual termina por irritarlo. También le da algún que otro palo a Sócrates.
—También se los da Aristófanes. Sócrates tuvo que ser un personaje muy molesto. Algo así como una mosca cojonera, o una insufrible beata. Y tal vez tengan razón algunos cuando dicen que transformó la famosa areté, la virtud, en algo moral e insustancial. La areté es el deseo, el fuerte deseo, de ser el mejor en cualquier actividad que uno emprenda: el mejor guerrero, el mejor fontanero, el mejor político, el mejor zapatero, o, en boca de Aristófanes, el político más corrupto de todos. Eso también es areté, para escándalo de unos y otros. Puestos a robar, nos llevamos hasta el campanario. A ver quién puede más. Era aquella una sociedad muy competitiva.
—Eso sucede a menos que definamos al político desde un punto de vista que nada tiene que ver con el robo.
—Difícil me lo pone. Añada la falta de educación, de la más mínima preparación intelectual, y de respeto.
Lo poco que se podía esperar ya lo he conseguido con ayuda del tiempo: no tener deseos, ni ambiciones ni esperanzas.
—Lo único que tengo claro, querido vecino —dijo apurando la copa de vino—, es que ya soy muy mayor. Me queda poco de estar por aquí. No lo voy a echar de menos, desde luego. Y doy gracias a Dios por ser muy mayor y no tener necesidad de forzar a nadie, ni de obligar a nadie ni siquiera a que me feliciten por las navidades. Antes me enfadaba mucho por eso. Pero, como dicen en mi pueblo, lo poco espanta y lo mucho amansa.
—No se extrañe de esas cosas: ya sabe dónde estamos y quiénes somos. Poco se puede esperar de esta tribu.
—Y lo poco que se podía esperar ya lo he conseguido con ayuda del tiempo: no tener deseos, ni ambiciones ni esperanzas. Me conformo con una leve sonrisa. No necesito bacantes.
—Y con el vino. No me fastidie. Siga comprando ese vino tan bueno que compra usted.
—Descuide. Aquí lo tendrá para la próxima tenida. Brindemos ahora con el poco que nos queda. Muchas gracias por su compañía y feliz año.
—Gracias a usted. Feliz año —le dije en tanto entrechocábamos las copas.
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