

Inteligente es, en verdad, reflexionar como es debido incluso en la adversidad.
Eurípides, Hécuba.
Los fines de semana, cuando me canso de estudiar o de leer, salgo a caminar por las desiertas calles de la ciudad. O salía. Pues debo reconocer que ahora, por eso de tener que llevar mascarilla, me resulta un verdadero incordio. Me molesta el tal artilugio. Y, tal vez sea una manía mía, pero con ella sobre boca y narices no respiro bien. Varias veces me he quitado el antifaz. Y tantas veces como lo he hecho, he tenido algunas desagradables palabras con algún que otro defensor a ultranza de todo cuanto dicen tertulias vocingleras y televisiones. Odio estas absurdas situaciones. Así que, al igual que mi vecino de la puerta 33, a fin de evitar el desagradable contacto humano, prefiero no salir si puedo evitarlo. Fui, pues, a visitarlo cuando me venció el cansancio.
—No es que me preocupe mucho cuanto está sucediendo —le dije acariciando mi copa llena de buen vino—. Pero esto ya me está hartando.
—A usted y a todos —me respondió—. O, siendo más exactos, a casi todos.
—El otro día —le conté—, a eso de las ocho de la noche, y cuando no había nadie a mi alrededor, la calle estaba vacía, y los bares cerrados, un policía me llamó la atención por no llevar mascarilla.
Si se ponen excepciones a la ley, todo el mundo cree estar en la excepción. No se determina ninguna cortapisa, y así todos somos delincuentes.
—Pues dé gracias que no le puso una denuncia. ¿Y qué le dijo?
—¿Yo? No le dije nada. Me puse la mascarilla, se fue, y no hubo más. Ahora bien, ¿por qué tengo que llevar mascarilla si no hay nadie a mi alrededor?
—Supongo que es la forma fácil de legislar: si se ponen excepciones a la ley, todo el mundo cree estar en la excepción. No se determina ninguna cortapisa, y así todos somos delincuentes. Lo mismo da que lleve gafas, como es mi caso, y éstas se empañen irremediablemente, o que tenga cualquier problema… porque no espere ser atendido en el ambulatorio. Llamar allí es como llamar a un cementerio. O al cielo, Llamé al cielo y no me oyó…
—Cansa y fatiga ver y comprobar lo fácil que es convertir un país en una masa amorfa y bien o mal pensante.
—No se fíe. El otro día, tras mi puerta, oí una conversación entre las dos mujeres de la limpieza. Estaban comentando el gasto que llevan con las dichosas mascarillas, ellas y toda la familia. La una le confesó a la otra que está utilizando la misma durante quince días, al igual que su marido. Ya se puede imaginar la efectividad que tiene.
—Ya había oído algo sobre eso. Cubrimos las apariencias, y en paz.
—Evidentemente. Me parece muy bien, por lo tanto, que no le contestara al policía, que se pusiera la mascarilla, y aquí paz y allá gloria. Desde luego, nos falta información. Información, si pudiera ser, blanca e inmaculada. Sin politizar, si ello es posible. ¿Es efectiva la mascarilla? ¿Hace falta, en serio, llevarla en espacios abiertos y cuando no hay nadie a nuestro alrededor?
—Yo no le sé contestar. Y me temo que si hubiera un debate sobre la cuestión llegaríamos a lo de siempre: tantos son los bachilleres, tantos son los pareceres.
—Por lo menos estaría bien escucharlos a todos. A unos y a otros.
—Desde luego. Eso estaría muy bien. Mire, y abundando en el tema, llevo ya dos o tres días recibiendo absurdos mensajes en el móvil. En contra de todas las algaradas callejeras que están sucediendo en Barcelona. Por la detención de un rapero.
—Ya. Yo creo que deberían estar todos los raperos en la cárcel: por el mal gusto de sus letras y, lo que es peor, por eso que ellos llaman su música.
—No le puedo decir porque no lo he oído. No me interesan lo más mínimo. Ahora, si va a detener a todos quienes tienen mal gusto, va a necesitar colonizar Marte a marchas forzadas. Y además, habría que montar un tribunal y ponerse de acuerdo en lo del mal gusto…
—Sí, tiene razón. Ha sido una tontería por mi parte. Que lo disfrute quien lo comparta. Como dijo usted el otro día, es suficiente con cambiar de canal o desenchufar el aparato.
—A lo que yo me refería —dije tras beber un trago de vino— es a los airados mensajes que me han llegado por esas algaradas. No me llegó ni uno cuando en Estados Unidos se produjo el asalto al Congreso. Ni cuando el promotor de esa terrible algarada, el Presidente del país, ni más ni menos, ha sido absuelto.
—Aquello les pilla muy lejos a nuestros queridos vecinos.
—¡Hombre! El concepto de justicia debería ser el mismo. Aquí y en Roma.
—Y lo es, alma de cántaro. ¿O ha visto usted en este país entrar a algún presidente o algún rey en la cárcel? Sí, cuando hay revoluciones, y pagan justos por pecadores.
—No quisiera —le dije un tanto preocupado— que entendiera usted, bajo ningún concepto, que estoy defendiendo las algaradas, ni al rapero. Ya le he dicho que ni he oído sus letras ni sus canciones…
Somos el país de la sal gruesa. No sabemos discutir ni dialogar sin insultar al oponente.
—No se ha perdido nada. Además, puede usted estar tranquilo: nos conocemos, y sé que no va por ahí.
—Temo, cuando se produce alguna de estas discusiones, que todo termine en meras palabrerías, en sofismas para defender esto o lo otro. Eso me horroriza. Me saca de quicio. Me sucede lo mismo cuando leo algunos de los diálogos de Platón. A veces todo termina por parecerme una pura charlatanería.
—No creo que sea nuestro caso —dijo mi vecino sirviendo otra copa de vino—. Hablamos por pasar el rato o, tal vez, por aclararnos y aclarar nuestras ideas. Si es que las tenemos.
—Supongamos que sí. Que a lo mejor es mucho suponer. Pero juguemos con esa suposición. Otra de las cosas que me han llamado la atención ha sido el revuelo que ha levantado una actriz, Victoria Abril, con sus declaraciones sobre la vacuna y la pandemia.
—Sí. Las he oído. A la pobre mujer se le ha caído el país encima.
—Somos el país de la sal gruesa. No sabemos discutir ni dialogar sin insultar al oponente. Un día, intentando enterarme de lo que había dicho, puse la televisión. Y lo primero que le oí decir, a un llamado periodista, es que esta señora tiene tanto de actriz como de científica… Apagué la tele.
—Sí. Es lamentable. Ahora hasta la información meteorológica va sazonada con toques a favor de este partido político o de aquel. Ya pasará. Yo tampoco quito ni pongo rey, pero defiendo a mi señor, que es quien es. Igual que usted. Quizás por eso nos llevamos tan bien. Tengo las declaraciones de esta actriz. Se las puedo poner, si usted quiere.
—Gracias. Ya las he oído. Y también le digo lo mismo: en cuanto me llamen, me vacunaré. Y, como siempre, y no sólo por razones higiénicas, prefiero tener a las personas a cinco metros de mi presencia. Y si es posible, que lo es, no hablar con nadie. O, como hacía Sócrates, escoger a mis interlocutores. Que no es un policía o un tipo en funciones del mismo.
—Me halaga usted.
—Pues no se suba a la parra. Sócrates también hablaba con los sofistas, bien para desenmascararlos, o bien para llegar a la comprensión de algunos conceptos. Y a los sofistas, déjelos ir. Salvo contadas excepciones, buscaban su propio interés. Ahora bien, no creo que esta señora, la actriz, sea una sofista. Podrá estar equivocada o no. Yo no tengo los datos que maneja ella, pero creo que en algunas cosas de las que dice no le falta razón. Ha muerto mucha gente por cáncer, y se sigue fumando. La contaminación de las ciudades es terrible, y siguen funcionando los coches. Y los fabrican con el doble de la velocidad permitida. Se sigue explotando a la gente…
—Sí. Es cierto. Pero tenga en cuenta que el cáncer no es una plaga, y el coronavirus sí. No son cosas comparables. Aunque ambas se pueden prevenir, desde luego. Ciudades más limpias, claro. Se ha vetado el tabaco en muchos sitios… Mire, yo tampoco voy a romper una lanza en favor de nadie. Pero déjeme que le cuente algo que he recordado estos días. Hace de esto algunos años, no recuerdo cuántos, se creó una absurda polémica porque en un hospital de Inglaterra, creo, pidieron, no sé quiénes, que se le negara el tratamiento a una persona con cáncer. La razón: era un fumador empedernido. Exigían que dieran preferencia a los no fumadores. Me pareció una bestialidad. Pues bien, el otro día una enfermera, una chica joven, dirigiéndose a los negacionistas, habló de las horas y horas pasadas en la UCI atendiendo a los enfermos de coronavirus. Y dijo que si ellos, los de los noes, tenían la desgracia de enfermar, los atendería con todo el cariño del mundo, aunque sin la sonrisa que le caracterizaba. Me pareció genial.
—Sí. También he oído yo algo al respecto. Aquí está prohibido equivocarse. Pero tampoco me voy a creer las cosas a pie juntillas. ¿Qué hay de cierto en todo esto? Ojalá los medios de comunicación hubieran dejado hablar a los médicos, o a los científicos, y hubiesen vetado a muchos que ni los tenía que haber dejado aparecer en las pantallas. Pero, claro, hay que salvar la televisión. Es un beneficio público —le dije sonriendo maliciosamente.
No me importa morir: tus palabras me traen la muerte o sigo igual. En cualquier caso no importa mucho.
—Mire, yo creo —dijo mi vecino— que al final lo que se impone es el sentido común. A donde vaya se va a encontrar con gente dispuesta a desenvainar la espada a la más mínima ocasión. Pero también se va a encontrar con buenos profesionales, con buena gente, y con personas que callan y no otorgan, como las señoras de la limpieza. Así que brindemos por el sentido común. ¿No dice que se va a vacunar usted?
—Cuando me llamen. La verdad, me ha asustado un poco esta actriz diciendo que somos cobayas humanas, y que la vacuna está por desarrollar, o en su primera fase. Pero pienso lo mismo que le contestó Sócrates a aquel sofista: tengo ya mis años. Experimenta conmigo. No me importa morir: tus palabras me traen la muerte o sigo igual. En cualquier caso no importa mucho.
—Si le sirve de consuelo, yo lo echaré de menos. Pero me han dicho que este vino es un excelente antídoto. Bebamos. Por nosotros. Salud y larga vida.
—Por nosotros. Salud y larga vida. Y buenos libros.
—Eso.
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