

Con el tiempo se hace sumiso el toro al agrícola arado.1
Ovidio, Tristes.
Teníamos cada uno de nosotros la copa llena de vino a nuestro lado. A su derecha la botella recién descorchada. Un vino excelente. Como siempre. Llovía.
—Nunca le he contado —comenzó a decirme aquella triste tarde, tras un breve brindis— nada de mi vida. Ni tampoco usted me ha preguntado nada sobre ella.
—Tengo por norma no indagar en cuestiones personales —le respondí—. Si alguien tiene necesidad de contarme cualquier cosa, lo escucho, si merece la pena; o me voy, según las circunstancias.
O hablo de mis lecturas, o mi vida queda reducida a toda la información recogida en el DNI.
—Conociéndonos durante tanto tiempo ya, me parece extraño no saber casi nada el uno del otro. Me refiero a la vida personal.
—La mía, créame, no tiene nada de interesante. No merece la pena hablar de ella: estudios, doctorado, oposiciones, más estudios… Bastante aburrida. O hablo de mis lecturas, o mi vida queda reducida a toda la información recogida en el DNI.
—No exagere. Algo interesante habrá hecho usted, o le habrá sucedido en la vida.
—Sí. Y ya se lo he contado: mi enfrentamiento con los autores clásicos… Lágrimas de sangre por no dar con el sentido de una frase. O por no entender un párrafo o una palabra…
—¿No se ha enamorado nunca de ninguna mujer? —me preguntó interrumpiéndome.
—¡Acabáramos! ¿Es ahí donde quería llegar usted?
—No. No es mi deseo cometer ninguna indiscreción. Es de mi persona de quien deseaba hablar. No inquirir nada sobre la suya.
—La mía, se lo vuelvo a decir, es lo apuntado antes: estudios, exámenes, libros y poco más. Es suficiente con un vistazo al DNI para enterarse cabalmente de ella.
—Yo —comenzó a contar sin más— me casé un poco madurito. Cuando lo solían hacer los clásicos. Y lo hice profundamente enamorado. Quería a mi mujer con locura.
Intenté resguardarme fijando mi vista en el contenido de la copa de vino. Mi querido vecino notó mi desasosiego. Se disculpó, pero tenía ganas de hablar.
—No le resultan cómodas las confesiones…
—No. No me gustan —le aseguré tajante—. Prefiero hablar de otras cosas. Al fin y al cabo, nada podemos hacer el uno por el otro. Tanto si nuestra vida ha sido divertida como si ha sido aburrida, venturosa o desgraciada. Para bien o para mal, ya pasó.
—En las novelas del siglo XIX —siguió cambiando de tema, o al menos así me lo pareció en aquel momento— abundan los adulterios. Nada nuevo bajo el sol. Se habrá dado usted cuenta, imagino, de que toda la poesía amorosa es una poesía adúltera. ¿Le escribió Garcilaso de la Vega poemas a su mujer o a Isabel Freyre? Por poner un ejemplo. De los poetas griegos y latinos no le sé decir nada…
—No había caído en la cuenta. Pero eso del amor es un invento muy reciente. En época clásica se casaban por imperativo paterno. La mujer, la esposa, servía para procrear; las prostitutas y los muchachos para el placer, y no había más. Los sentimientos también cambian con los tiempos. Varían de una época a otra. En aquella no existía la noción de pecado o culpa por cuestiones de cama. El amor, si existía, también sería diferente al de ahora.
—Pues en la novelística del XIX los personajes aparecen muy enamorados. Sí, por supuesto se termina casi siempre en el adulterio. Hasta el pobre Gustavo Adolfo Bécquer lo sufrió.
—Una costumbre muy humana —dije sonriendo en tanto esperaba una confesión de sus pasiones extramatrimoniales. No la hubo—. Y vete a saber. No me atrevo a juzgar. A menudo, leyendo sobre los adulterios en la Roma clásica, me ha dado la impresión de que se cometían más por burlar al marido que por un enamoramiento pasional. Pero habrá de todo, claro.
—Leí algunas de esas novelas del siglo XIX —me dijo haciendo oídos sordos a mis objeciones— esperando hallar la causa, o las causas, del adulterio o del fin del amor, si lo hubo. ¿Me entiende?
—No lo sé. No sé si lo entiendo. Pero siga hablando. Tal vez al final pueda comprender algo. Aunque, la verdad, siempre me ha producido pánico hacer de juez. Usted, si va a llegar a ello como parece desear ardientemente, me contará su historia. Me haría falta, por pura lógica, escuchar a la otra parte.
—No le pido que juzgue nada. No busco un culpable, ni mucho menos. Nadie lo es. O lo somos todos. Tal vez esta afirmación sea una forma como otra cualquiera de reconocer la impotencia, la imposibilidad de descubrirlo. Pero no es eso. No me interesa eso.
—Sí. Tiene razón: en el fondo todo son palabras y más palabras. Y muchas veces sólo sirven para enmascarar la verdad. Si ésta existe, desde luego.
—Tal vez no exista. Y tal vez eso sea lo de menos. No es eso lo importante. Lo importante, la verdad, lo incuestionable es que mi mujer me abandonó. Se marchó. Me dejó. No sé cuál fue la causa. Se negó a hablar conmigo. No hubo una separación ni amistosa ni todo lo contrario. Sencillamente se fue. Sin ruptura legal.
—¿Le ha impedido eso —pregunté contraviniendo mi costumbre— relacionarse con otras mujeres? ¿O a ella con otros hombres?
Como usted sabe son infinitas las parejas rotas, e infinitas las restauraciones. Pocos de mis conocidos permanecen con su primera pareja…
—No. Yo, la verdad, no he sentido necesidad de acercarme a ninguna otra mujer. Tal vez su huida, su marcha, me afectó en demasía. Me dejó paralizado.
—Tampoco es para tanto. No es el fin del mundo. Como usted sabe son infinitas las parejas rotas, e infinitas las restauraciones. Pocos de mis conocidos permanecen con su primera pareja… Ahora bien, yo soy la persona menos indicada para hablar de estos asuntos.
—¿Sabe? —preguntó tras un breve silencio y un largo sorbo de su copa de vino—, durante una época estuve obsesionado con su huida, su abandono. No me lo quitaba de la cabeza. Hasta sufrí pesadillas. Indagué cuanto pude sobre ella y sus amigos… Teníamos algunos en común. Hablé con ellos. Todos, por supuesto, máxime ellas, se mostraron reticentes. Les resultaba molesto yo, y más, mucho más, mis preguntas.
—Ya. Me lo imagino. Máxime si había otro hombre por el medio.
—No sé si es verdad o no. No sé si lo dijo aquella persona a fin de librarse de mí o por terminar de hacerme polvo. No lo sé. Pero me dijo, sin cortapisas de ningún tipo, que estaba viviendo con otra mujer. No era la primera en su historial. Al parecer. Me quedé de piedra.
—¿Y usted se lo creyó?
—No se trata de creencias… Al principio me dolió mucho. Como si fuera importante el sexo de la persona por la cual lo dejan a uno de lado. Me quedé anonadado, pero lo acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Aceptar las cosas como vienen y seguir viviendo, desde luego. Es lo más sensato. Como cuando se suspende una oposición.
—Eso mismo hice. El niño se quedó conmigo. Me desviví por él. Y ahora, como si se tratara de una mala película, no puede ni verme. No creo haberle hecho ningún daño…
—Tal vez se ha relacionado usted con gente un poco rarita. Y eso le ha afectado a él.
—Los humanos nunca llegamos a entendernos. A menudo tengo la impresión de que somos un montón de paja lanzada al viento. O a nuestros egoísmos. Nos arrastran a donde quieren.
—Y a donde nos interesa. Quizás también se pueda definir como egoísmo pretender retener a una persona cuando esa persona desea marcharse. Por la razón o el sexo que sea. Eso es lo de menos. Creo.
—Sin duda tiene razón. Pero lo más ridículo de todo esto —dijo armándose de valor— fue mi actitud posterior. ¿Ha leído usted, o visto la película, Muerte en Venecia?
—No. Lo siento. Los adulterios —dije desconociendo película y novela— más conocidos por mí son los del padre de Alejandro Magno, Filipo II de Macedonia. Éste también abandonó a su mujer. Olimpiade se llamaba. Nada más por el nombre, yo hubiera permanecido a su lado toda la vida. Y el famoso de Helena. Aquello si fue un adulterio en toda regla. Lo demás es un juego de niños.
—No, querido amigo. Muerte en Venecia no es la historia de ningún adulterio. Es la búsqueda de la belleza. Tal vez fue eso lo que impulsó a mi mujer… Y a mí. Al cabo de unos años, una noche fui con unos amigos a cenar a un restaurante. Antes había estado comiendo en otro. Y a uno y otro volví una y otra vez. Y no por la cocina. Lo hice por las camareras. Dos mujeres preciosas. Una en los inicios de la vida. Y otra en la total posesión de su belleza madura, plena.
—¡Vaya! —exclamé—, el otro día viví yo una situación parecida. Aunque yo, desde luego, no regresé al bar.
—Sí. Ya lo sé. Me despertó los recuerdos cuando contó usted su admiración por una mujer. Se tropezó con ella en un bar o en un hotel.
—Pura anécdota. Sin más. Me llamó la atención…
—Yo —dijo interrumpiéndome— volví al restaurante noche tras noche. No me cansaba de mirarla… Pero ahí terminó la historia. Una vez la vi besándose con el cocinero. Imaginé que era su marido. Yo me parecía al personaje de Muerte en Venecia. Salí del restaurante aquella noche sintiéndome enormemente ridículo. Patético. Y no volví más. Me avergonzaba de mí mismo. Pese a ello, a la mañana siguiente, si era capaz de olvidarlo, estaba mucho mejor. Liberado, le diría.
—Me alegro por ello.
—¿Qué le parece? —inquirió llenando de nuevo las copas.
Algunos autores también son muy del momento y pasan, como los ríos. Y el amor.
—Pues no sé. Tal vez en manos de Heródoto con esto llegáramos a alguna cosa de valor.
—¡Por Dios!
—Soy la persona menos indicada para este tipo de cuentos o reflexiones. Ya se lo he dicho antes.
—Olvidémoslo. ¿Hablamos de libros?
—Vamos a ello. ¿Ha leído usted El origen de la tragedia, de Nietzsche? ¿No cree que este hombre está sobrevalorado?
—Algunos autores también son muy del momento y pasan, como los ríos. Y el amor. Todo verdor perecerá.
Y así, por fin, se acabó aquella triste tarde. La finalizamos, y con ella la botella de vino, hablando de filosofía e historia. Temas verdaderamente interesantes. Seguía lloviendo.
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