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Diálogos en tiempos del virus (19)
Una historia de miedo

jueves 9 de septiembre de 2021
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Una historia de miedo, por Vicente Adelantado Soriano
Podíamos escribir la continuación de la historia haciendo que el esqueleto pusiera en marcha el tractor y se dedicara a derribar casas y a sembrar el pánico por el pueblo. Fotografía: Yuri_B • Pixabay
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Para José María Genes
Y es que, en efecto, incluso en pleno día, aunque el espectro ya se había retirado, el recuerdo del mismo permanecía presente en los ojos de todos, y así, el temor persistía más allá de las causas que lo originaban.
Plinio el Joven, Epistolario.1

Me sucedió aquella mañana lo que me viene sucediendo cada cierto tiempo. Comenzó siendo yo muy joven. Mi madre, entonces, me advirtió, como sólo ella lo sabía hacer: tirando mano del refranero. Al principio sus refranes me daban risa. Pero con el paso del tiempo comencé a comprender que, algunos, no estaban nada alejados de las sentencias del oráculo de Delfos. La primera vez, pues, que me quejé de las largas horas pasadas frente a los libros, sin levantarme, y de mi cansancio, me lo resumió con un refrán: el abuso trae la cuenta, me dijo. Cuando leí por primera vez la advertencia délfica, me acordé de mi madre: nada en demasía.

Me lo repetí aquella mañana en tanto me duchaba, y me preparaba, pese al calor, para irme a buscar libros. Dadas las fechas, las librerías estarían vacías. Antes de salir de casa, conecté el móvil. Había un mensaje, mandado a las tantas de la noche, de mi vecino de la puerta 33: necesitaba libros. Y él sí, él no tenía ningunas ganas de moverse. Lo llamé imaginándolo en la cama, dada la hora en la que me había enviado el mensaje. Pero no, contestó apenas sonó su teléfono. Estaba de pie. Me invitó a desayunar.

—Este calor —me dijo— y este sol tan abrumador, tan aplastante, me impiden hacer cualquier cosa. Claramente me he equivocado de lugar: debía haber nacido en el norte, en un país brumoso, con lluvias y con una luz más tamizada.

Hace años leí, no sé dónde, que las novelas de terror sólo podían nacer en países brumosos, donde los seres y los contornos se difuminan.

—Tiene razón —convine—, no sé si es por la edad o por el cambio climático, pero cada verano es más insufrible que el anterior.

—Debe de ser así. En caso contrario no entiendo cómo el bueno de don Quijote podía ir por esos campos de Dios, y con la armadura puesta. Se freiría dentro de ella. Sólo le faltaba el yelmo de Mambrino.

—Tampoco he entendido yo nunca que los antiguos lucharan en verano. Se deberían morir de sed.

—Dice Galdós que por eso, entre otras cosas, los británicos e hispanos ganaron la batalla de Bailén: ellos contaban con el agua proporcionada por los habitantes del pueblo, en tanto que los franceses tenían las bocas como estropajos.2

—El sol y la falta de agua. Mala compañía. Exceso de luz.

—Hace años leí, no sé dónde, que las novelas de terror sólo podían nacer en países brumosos, donde los seres y los contornos se difuminan. Aquí este sol tan implacable no deja lugar a la imaginación.

—Pero pueden surgir los espejismos —le dije apurando mi café con leche—. Y tenga en cuenta que la primera narración de miedo, por llamarla de alguna manera, la escribió Plinio el Joven, escritor nacido en el año 61 de nuestra era. La misma historia la narraría también Luciano el Samósata. Romano uno y griego el otro. Habitantes de países con sol. Con mucho sol.

—Es posible —dijo dubitativo— que el clima no condicione tanto la obra de arte. Tal vez dependa todo de llevar las historias al límite, o estirarlas hasta donde lo permite la verosimilitud, ¿no cree?

—Creo que eso, y no otra cosa, es la imaginación.

—De acuerdo. A eso cabría añadir el tono. Es decir, esa imaginación, si lo he entendido bien, puede ser realista o fantástica.

—O ambas cosas a la vez. Recuerdo cuando leí Ab urbe condita, de Livio. Me gustaban sobre todo las historias que contaba al principio de cada capítulo: lluvia de sangre, caída de piedras, estatuas llorando, nacimiento de seres monstruosos de dos cabezas…

—Yo, sin embargo, seguía pensando que las narraciones de miedo, Drácula y demás, sólo podían nacer en países brumosos, donde la realidad y la ficción no están tan definidas. El sol —volvió a repetir— aquí no deja lugar a la ensoñación: la realidad es aplastante.

—Es un tópico. Y puede surgir el espejismo, téngalo en cuenta. Y tal vez —añadí sonriendo— ni eso haga falta. Una broma, inocente, puede dar lugar a una novela de terror. Todo depende del autor.

—¿Usted cree?

—Cuando yo era un crío —comencé a contarle—, trajeron al pueblo el primer tractor que se vio allí. Por la noche lo dejaban aparcado junto a una tapia del cementerio viejo. Pues bien, una noche, un grupo de jóvenes entró en el cementerio; entre unos y otros sacaron un esqueleto de su tumba, y lo sentaron a los mandos del tractor. Le pusieron una boina y un cigarrillo entre los huesos que le quedaban de la boca. Ya se puede imaginar lo que sucedió al día siguiente.

Como ha dicho usted hace un momento, podemos estirar la anécdota, llevarla al límite.

—Espero que no hubiera por allí ningún santo varón de esos que demuestran su fe asando a los contrarios.

—No. No lo había. Le cayó algún que otro garrotazo a alguno de los jóvenes, pero la cosa no llegó a más. Eso sí, los obligaron a volver el esqueleto a su tumba.

—Pero eso, querido amigo —dijo sonriendo—, de terrorífico no tiene nada. Es una gamberrada. Nada más.

—Sí. De acuerdo. Pero como ha dicho usted hace un momento, podemos estirar la anécdota, llevarla al límite. Podíamos escribir la continuación de la historia haciendo que el esqueleto pusiera en marcha el tractor y se dedicara a derribar casas y a sembrar el pánico por el pueblo. Al final, igual que sucede en el texto de Luciano, o Plinio, alguien podría enfrentarse con el esqueleto, y preguntarle por qué hace tales maldades. Y éste exige, entonces, que su mujer, enterrada en el cementerio nuevo, sea llevada a su tumba, al cementerio viejo. Y ahí, cumplido su deseo, se termina la historia.

—Me gusta. No está nada mal —dijo a punto de aplaudirme.

—Homenaje a Luciano. Original mi cuento si no conoce al Samósata… Me recuerda una clase en la que un profesor de literatura, que no tenía mucha idea, nos contó, todo emocionado, que no sé qué poeta alababa la belleza de un coche, yendo a toda velocidad, por encima de la belleza del Partenón, pongo por caso. Evidentemente, ni poeta ni profesor habían leído a Safo. Para ella la belleza está, en contra de otros, no en un ejército de hoplitas, o en varias trirremes de guerra o en cualquier cosa de estas, sino en la contemplación del amado. Todo es relativo.

—También de la historia que ha contado usted podríamos hacer una novela costumbrista o realista.

—Por supuesto. Depende del tono que le dé usted. Ahora que se habla tanto de la España vacía y vaciada, hubiera estado muy bien que el esqueleto, en vez de arrasar el ayuntamiento y la casa del alcalde, se hubiera puesto a labrar los bancales. Y visto lo visto, los vecinos, en asamblea, deciden invertir sus ahorros, comprar más tractores y sacar más muertos. Y gracias a éstos, la agricultura y la economía del pueblo reverdece y florece.

—No está nada mal. Pero el pueblo seguiría sin contar con un hospital, escuelas y demás.

—Eso vendría después. Ahora bien, vamos a ser realistas. En mor de ello, entonces pueden suceder varias cosas: los esqueletos se sublevan un día, abandonan los tractores para volver a sus tumbas, dejando, eso sí, un cartelón con varios garabatos. “Ya os hemos señalado el camino”, vienen a decir éstos, “ahora nos toca descansar definitivamente. Ya sabéis lo que hay que hacer”.

—Igual los vecinos se sentían ofendidos y dejaban los tractores o los quemaban.

—Es una solución. Al fin y al cabo, están contaminados, los tractores. Otra solución, más realista, sería que los vecinos, envidiosos del desarrollo de este pueblo, los atacan una noche, y queman los esqueletos junto con los bancales y los tractores. Y el cementerio.

El sol comienza a apretar y no me gustaría ver en la puerta de casa a ningún esqueleto cargado con libros y libretas.

—Y estalla una guerra civil. Como aquella de los dos pueblos porque el alcalde de uno rebuznaba mejor que el del otro.3

—Nunca han tenido las guerras mejores justificaciones que esa.

—¿Sabe? —me dijo sonriendo y levantando los manteles—, usted y yo nos podríamos dedicar a escribir cuentos de terror.

—Olvídelo. Me voy ya a por los libros. El sol comienza a apretar y no me gustaría ver en la puerta de casa a ningún esqueleto cargado con libros y libretas.

—Igual no pueden ni llevar mochilas.

—No los tentemos, por si acaso.

Y sin más, me despedí y me fui. Hacía calor. Pero era soportable. No lo sería dentro de unas horas. Para entonces ya estaría en casa con mi esqueleto.

 

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Notas

  1. Plinio el Joven, Epistolario, libro VII, 22. Madrid, 2007, Cátedra Letras Universales. Traducción de José Carlos Martín.
  2. Benito Pérez Galdós, Bailén, cap. XXVII.
  3. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. XXVII.
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