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Diálogos en tiempos del virus (49)
Palabras

jueves 28 de abril de 2022
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María de Castilla
He entrado, como la otra vez, en el pasillo donde está enterrada María de Castilla. Y ella, vestida de negro, muy pálida, estaba sentada al pie de su tumba.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y divino. Y dos son los bienes en la naturaleza humana superior a todo: la razón y la palabra.1
Plutarco, Moralia (sobre la educación de los hijos).

Cerrado el curso, libre ya de las cargas burocráticas, y con todo el día para dedicármelo a mí mismo, me apeteció mucho hacer una pequeña excursión. Me fui, todavía de noche, a una montaña cercana. Paseé, por allí, en medio de un inmenso silencio, durante un buen rato. Regresé a casa antes de comenzar a sudar. Conecté el móvil apenas dejé el coche en el garaje. Tenía un mensaje de mi vecino. Me pedía un par de libros. Tras ducharme y desayunar me percaté de que no tenía muchas ganas de ponerme a leer, estudiar o traducir. Decidí, pues, y pese al calor, ir a buscar sus libros. Más otros de mi interés, anotados en una pequeña libreta. Fui a pie. Ni me gusta conducir por la ciudad ni subir a los autobuses.

Como suele ser habitual, de los quince o veinte títulos garrapateados en mi libreta, conseguí dos. Un libro tiene una vida muy breve. Más que un infante en la Grecia clásica. Pedir un estudio o ensayo editado hace cinco años es pedir un imposible. No hay forma de conseguirlo. Desaparecido. Aun así se llama a la editorial. En editorial está descatalogado; pero es posible, dicen, que haya algún ejemplar en alguna librería de la república. Pasados los quince o veinte días pertinentes no queda sino ir a la biblioteca de humanidades. Y gracias si los tienen allí. Al menos estaban en la librería los de mi vecino de la puerta 33. Se los compré.

Llegué a casa rendido, empapado en sudor y sin ganas de hacer nada. Me volví a meter bajo la ducha. Seco me dejé caer en la cama y pasé el resto de la mañana durmiendo. Estaba agotado. Me desperté tarde en medio de un sueño sin lógica ni concierto. Me preparé una comida rápida y me volví a meter en la cama. El sueño continuó por otros derroteros. Me intrigó un poco.

Siempre me ha parecido que lo más sano es hacer lo que el cuerpo le pide a uno.

Ya por la tarde, casi al anochecer, llamé a mi vecino. Estaba en casa. Siempre está en casa. Le bajé los libros. Muy amable quiso que nos fuéramos a cenar a algún restaurante. Decliné la invitación: estaba muy cansado.

—Además —le dije—, he comido tarde. No tengo hambre. Solamente tengo ganas de volver a mi cama.

No dijo nada. Se fue a la cocina y regresó con la pertinente botella de vino. Estaba fresco.

—Me imagino —dijo llenando las copas— que también usted habrá oído, en más de una ocasión, que el vino tinto se debe servir sin haberlo pasado por el frigorífico. A temperatura ambiente.

—Sí. Recuerdo una discusión, durante una cena, en segundo o tercero de carrera, a propósito del vino y sus temperaturas. Había allí dos entendidos, nunca faltan, y montaron una gresca de padre y señor mío.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál fue el resultado?

—Algunos, yo entre ellos, pedimos cubitos de hielo y los pusimos en las copas de vino. Fuimos tildados de herejes, blasfemos, iconoclastas y algunas cosas más. Siempre me ha parecido que lo más sano es hacer lo que el cuerpo le pide a uno. Además —añadí sonriendo—, el vino no estaba consagrado.

—Este —me dijo llevándose la copa a los labios— tampoco. Y ha estado en la nevera todo el día. Por si venía.

—Se lo agradezco. Porque con estos malditos calores…

—A mí me impiden hasta dormir.

—Yo dormir, duermo. Pero sueño mucho y no descanso tal como lo hago en invierno.

—¿Tiene pesadillas?

—No. Bueno, pese a todo, yo no los calificaría de tal.

—¿Cómo que pese a todo? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que he soñado que estaba hablando con una persona fallecida hacía muchos años, siglos. Pero en el sueño no había nada macabro ni del otro jueves. Es más, se pareció a una broma pesada… Hace muchos años, haciendo la tesis doctoral, tuve muchos deseos de visitar la tumba de María de Castilla, la que fuera esposa de Alfonso el Magnánimo. Éste se fue a Nápoles, y ella se quedó aquí como una viuda cuyo marido no ha muerto. El convento donde está enterrada, fundación suya, no admitía visitas. Aun así conseguí entrar y ver la tumba, gracias a un amigo fraile. La tumba de la reina fue saqueada por los franceses durante la Guerra de la Independencia. La tumba actual es muy pobre, de yeso y sin más adorno que las dos o tres figuras del sarcófago original que no se llevaron. Éste se halla en un pasillo. A derecha e izquierda están los nichos de las hermanas fallecidas.

—¿Ha soñado con esa reina?

—Sí.

—¿Ha visitado entonces el más allá?

—No. Por desgracia ha sido lo contrario: ha sido ella la que ha venido aquí. He entrado, como la otra vez, en el pasillo donde está enterrada. Y ella, vestida de negro, muy pálida, estaba sentada al pie de su tumba. La he saludado, y nos hemos puesto a hablar. En realidad he sido yo quien ha hablado: el subconsciente, al parecer, tampoco va más allá del consciente.

—Difícil imaginar el más allá. Y si hay algo. ¿Y de qué han hablado?

—Le he contado los problemas que tuve cuando, haciendo la tesis, describí las honras fúnebres por ella. Un espectáculo teatral. En el documento donde se constata su muerte, me aparecía que el día tal del año tal murió la reina María de Castilla, relicta del rey Alfonso el Magnánimo.

—¿Qué quiere decir relicta?

Es interesante la cantidad de cosas que nos quedan por saber. Ahora, y no se moleste, lo importante es saber si esas cosas son realmente importantes.

—Eso me pregunté yo a lo largo de los días. No lo supe en aquel momento. El texto es un manuscrito del siglo XV. La calidad del papel y de la tinta es horrorosa. Me costaba mucho, además, entender la letra. Hasta que al final me percaté, tras largas horas de enfado, que la primera letra de la grafía, no la entendía, enorme, parecida a un renacuajo a punto de saltar, era una ro griega. Y relicta, según el diccionario, proviene de relinquo, dejar, de donde reliquia, relicario, etc., etc. Este cultismo, para mi sorpresa, es un sinónimo de viuda, la dejada. No entendí la relación de una palabra con la otra. No la había.

—Tal vez provengan de distintas raíces, ¿no?

—Dejé la redacción de la tesis durante varias semanas, y me dediqué a investigar, a indagar el uso de uno y otro término. La palabra viuda, viudo, sí que aparece en latín. Y define lo que entendemos hoy por el tal término. No así relicta. ¿La utilizó el escriba por un deseo de dejar constancia de sus conocimientos clásicos utilizando incluso una grafía griega? ¿Se leían esas actas?

—Interesante. Es interesante la cantidad de cosas que nos quedan por saber. Ahora, y no se moleste, lo importante es saber si esas cosas son realmente importantes, o es, como denuncia Cervantes en el conocido capítulo de la Cueva de Montesinos, el inútil saber.

—No me molesto. También yo me lo he planteado en más de una ocasión. Y aun así no pude dejar de investigar e indagar. Sin llegar a ninguna conclusión, la verdad. Evidentemente viuda no deriva de relicta, como caballo no lo hace de equus. Son dos palabras distintas, de raíces distintas, aunque signifiquen lo mismo.

—Pato, ganso y ansarón, tres palabras distintas y una misma realidad son.

—Sí. Así es. ¿Y se lo puede creer? Esa ha sido la conversación que he mantenido con la reina María de Castilla ante su sarcófago.

—Es decir que ella no le ha contado nada de la otra vida.

—Nada. He sido yo quien ha hablado. Y le he contado mis preocupaciones por ver si ella me podía ayudar.

—¿Era filóloga?

—No. Creo que no. Y por eso mismo no entiendo el discurso que le he endilgado a la pobre mujer. Creo que la he aburrido mucho conmigo.

—¿Qué le ha contado? —me preguntó divertido volviendo a llenar las copas.

—Algo relacionado con esto —dije levantando mi copa—. El otro día un amigo me escribió diciéndome que en su país, en Venezuela, hay o había muchas tabernas, regentadas por españoles. Con esto del coronavirus muchas han cerrado. Me decía en su carta que le llamaba la atención la definición del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: define taberna como un lugar de mala nota, de mancebía. En Venezuela es un establecimiento donde comer, beber e incluso bailar. Le contesté diciendo que taberna aquí también es un lugar donde comer y beber. Hay tabernas de lujo, por otra parte. Nada que ver con la mancebía ni la prostitución. Recordé entonces que taberna, en griego, es οἶνοπὼλιον, es decir, un lugar donde comprar vino. Es una palabra compuesta, de οἶνος, vino, y πωλέω, comprar.

—Debió de tener usted muy entretenida a la reina María —me dijo riendo de buena gana—, seguro que se le fueron las ganas de volverse al cielo.

—Sí. La pobre mujer pasó una velada inolvidable conmigo. Y entonces me sucedió lo mismo que la otra vez: es imposible que de la palabra griega deriven taberna y tabernáculo. Y los nombres de los pueblos que hay por Valencia. Se lo pregunté a ella.

—No me diga. Una visita al más allá para averiguar dos palabrejas.

—Yo no fui al más allá. Vino ella.

—¿Y qué le dijo?

—Que hablara con su querida hijastra sor Isabel de Villena. Ella era una reputada escritora, y tal vez me podría ayudar.

—Y no me diga —me dijo ya a punto de estallar en carcajadas— que se le apareció también esta monja.

—No. Por desgracia, no. Cuando estuve visitando el convento en la realidad, no en sueños, pregunté por el manuscrito de la Vita Christi, obra muy importante de sor Isabel. Se guardaba allí. No estaba. Lo habían sacado para restaurarlo y no lo pude ver. Una pena.

—¿Y a sor Isabel de Villena? —me preguntó divertidísimo.

—Tampoco. Estuve buscando su tumba, su nicho. Pero éstos no tienen nombre ni nada de nada. Igual lo saquearon también los gabachos.

—Vaya. Una visita del más allá bastante frustrante. Como todas, por otra parte.

De inútil saber nada de nada. Es útil y, además, muy divertido. Y lo siento, pero mis sueños y delirios no dan para más.

—Sí, desde luego. Como todas. Saliendo del convento, además, recordé una inscripción hallada en una pared de Pompeya: hic fotui cauponam. Yo siempre he traducido cauponam por tabernera. ¿Qué le parece?

—¿Qué quiere que le diga? Se me ocurre, ya puestos, complicar un poco más la cosa un par de preguntas. ¿Tiene todo esto relación con las ventas que aparecen en Don Quijote de la Mancha? ¿Y la buena de Maritornes con la cauponam de Pompeya?

—Pues, mire, no lo había pensado. Tendré que volver a leer a Cervantes.

—Visto lo visto, creo que sucede lo mismo que con el famoso pato, el ganso y el ansarón.

—Es muy posible. Ahora bien, de inútil saber nada de nada. Es útil y, además, muy divertido. Y lo siento, pero mis sueños y delirios no dan para más.

—¡Ay, amigo! El toque está en magnificarlos. Tal como hiciera nuestro señor don Quijote al salir de la famosa cueva de Montesinos. Porque presentado así su sueño, qué quiere que le diga…

—Nada. No hace falta que me diga nada. Mañana más.

—Muy bien.

Y diciendo eso, apuré mi copa, me levanté, me despedí y me fui a casa en busca de mi bendita cama y de sus impagables películas sonoras y en color.

 

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Notas

  1. Plutarco, Moralia (sobre la educación de los hijos), 8 E, Biblioteca Clásica Gredos. Traducción de Concepción Morales Otan y de José García López.
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