

Mi idea era que lo más sabio sería seguir como había empezado, y ser simplemente yo mismo, para bien o para mal, como yo era, y como tal aceptar mi suerte.
Samuel Butler, Erewhon o tras las montañas.1
Pasado un tiempo, fui a la biblioteca de Humanidades a devolver los libros que mi vecino de la puerta 33 ya había devorado. Le traje unos cuantos más. Pasé luego por una librería, pregunté por quien él me había indicado y compré varios libros, dejando otros encargados. Tras una mañana un poco ajetreada, fui a rendirle cuentas. Debo añadir que hacía mucho frío. Agradecí, en consecuencia, el humeante y cargado café con el que me obsequió.
—Estoy abusando de usted —me dijo de forma un tanto lastimera—. Entendería perfectamente que me enviara a paseo y dejara de hacerme estos pequeños favores.
—Mientras pueda hacerlo, puede contar con mi ayuda. Los días que tenga trabajo, por supuesto, no voy a poder ir a por libros. Pero todo es cuestión de una buena organización. No hay problema. No se preocupe.
¿Y cuándo ha sido inteligente la humanidad? ¿Sabe usted cuántas guerras y agresiones ha habido a lo largo de la existencia del hombre?
—La verdad —me explicó— es que siempre he sido un poco frágil y débil, propenso a constipados, catarros y contagios. Y estoy asustado, no se lo voy a ocultar. Las noticias que oigo y leo no son nada esperanzadoras con respecto al coronavirus y a la pandemia.
—Tiene razón. Yo también tengo mis temores. De hecho, y esto no es para decirle que me niego a ir a por sus libros, no cojo el transporte público. Esta ciudad, gracias a Dios, no es muy grande. No es París, desde luego. Su tamaño me permite ir a pie a todos los sitios. Así, de paso que evito el contacto humano, hago ejercicio.
—¿Y hay mucha gente por las calles? —me preguntó con una cierta ansiedad.
—¿Le sorprendería si le digo que sí? Ayer tuve que salir de la capital para ir a un pueblo cercano. Tenía que llevar unas cosas a la vieja casa de un familiar. En dicho pueblo, no digamos su nombre, los bares y terrazas estaban a rebosar. Gente almorzando en la calle, sin mascarillas, por supuesto, fumando y bebiendo tan tranquilamente. Es un pueblo de montaña. Por la carretera no dejaban de pasar coches y más coches en busca de los bares sitos en las cumbres. De no ser por las mascarillas que, de vez en cuando, me encontraba por el suelo, se hubiera dicho que era un día normal, que no había peligro, ni virus, ni pandemia, ni nada.
—La gente es bastante inconsciente, ¿no le parece? Aunque eso sea tal vez una forma de defensa, de alejar los demonios.
—Si es así —le repuse—, no me parece una forma muy inteligente de conjurarlos.
—¿Y cuándo ha sido inteligente la humanidad? ¿Sabe usted cuántas guerras y agresiones ha habido a lo largo de la existencia del hombre?
—Nunca se me ha ocurrido contarlas. Pero imagino que incontables. Mire, cuando venía hacia casa he visto una escena que lo define, o nos define, bastante bien. En la terraza de un bar, es decir ocupando una buena parte de la acera, había mesas y sillas. En una de ellas había tres señores de no menos de setenta y pico de años cada uno de ellos. En uno de los grandes ventanales del bar había un cartel con enormes letras: “Prohibido fumar en la terraza del bar”. Pues bien, los tres señores, de más de setenta años cada uno, tenían las mascarillas como si fueran collares, y, por supuesto, estaban fumando. Unos apestosos puros, para más señas.
—Creo —dijo sonriendo con amargura— que una buena definición de este país sería que es aquel que sus ciudadanos necesitan un policía a su lado para que cumplan con las leyes.
—Infinitus est numerus stultorum. Pero por lo menos llevan las mascarillas —repuse—. Stultorum —expliqué— lo puede traducir por necios.
—¿No será que eso de llevar mascarillas es porque les gusta mucho el carnaval? El otro día me decía un amigo que nos hemos aficionado tanto a ellas que, cuando no sean necesarias, cuando las prohíban, igual se monta otro motín de Esquilache. La gente no se las querrá quitar.
—No me extrañaría. Más de uno debe de estar aprovechándose de ellas para cometer tropelías y pasar desapercibido. O para enamorar a alguien sin necesitar una noche de eclipse total, como recomendaba que no se hiciera aquel romano de la comedia.
—Eso mismo pienso yo… Ayer estuve viendo un reportaje en la televisión que me puso los pelos de punta. Es la historia de un asesino en serie que operó por Los Ángeles allá por los años sesenta y setenta del siglo pasado. Mató a un buen número de personas y violó a niños y niñas de ocho y nueve años.
—Estaría mal de la cabeza. No hay otra explicación. Digo yo.
—No. No creo que estuviera loco. De todas formas el documental se centraban en la investigación policial. Es ahí donde se me pusieron los pelos de punta. ¿Sabe por qué tardaron tanto en detener al asesino? ¿Por qué siguió matando y violando sin que nadie se lo impidiera?
—No, no lo sé. No he visto el reportaje.
—Por las luchas internas de la policía. Por los rencores y recelos entre el FBI y la policía de homicidios… Para que unos no se pusieran medallas, los otros ocultaban pruebas. Añada a eso una prensa ávida de contar lo que era mejor silenciar porque podía entorpecer o anular las investigaciones en curso… En fin, predominó el egoísmo de unos y otros por encima de coger a un asesino, que, mientras tanto, no cesaba de matar a gente. Y de violar a niños.
Uno de los policías que llevaron la investigación es mexicano. Se confiesa católico y practicante. Y concluye diciendo que existe el mal.
—Los tópicos que hemos visto en infinidad de películas americanas: la traída libertad de expresión, las competencias de unos aquí pero no allá… Nada nuevo.
—Sí, efectivamente —dijo con la alegría de quien es comprendido por su oponente—. Creía que eran cosas de mentes calenturientas, de la imaginación de algunos guionistas. Pero resulta que no… No hay palabrotas en el documental. Es una novedad. El policía que denuncia la incompetencia de los otros policías, su mala fe, lo hace con el tono que podía haber utilizado para decir que, camino de casa, se le había olvidado comprar el café o el azúcar que le había pedido su mujer.
—Ya me pasará el título del reportaje, y dónde verlo. Me está despertando el interés.
—La otra clave de dicho reportaje es cuando uno de los policías, de los que llevan el caso, se pregunta si un asesino en serie nace o se hace. ¿Cómo es posible que una persona cometa tantas bestialidades con sus semejantes?
—¿Y la respuesta?
—Creo que no la hay. Cuenta el dicho policía, muy brevemente, varias anécdotas del asesino. Vio de pequeño a alguien de su familia asesinar a su mujer. Su padre, por un quítame allá esas pajas, lo ató una noche en la cruz de una tumba, en un cementerio, y lo dejó allí hasta que se hizo de día.
—¡Por Dios! ¿Es posible eso?
—Uno de los policías que llevaron la investigación es mexicano. Se confiesa católico y practicante. Y concluye diciendo que existe el mal, que él lo ha visto en los ojos del asesino. Y que reza cada noche para que la Virgen María lo aparte de dicha maldad.
—Vaya cosas que ve usted —dije intentando quitarle dramatismo a la narración.
—Sí. Es como para perder la fe y la confianza en el género humano. Pero hubo otra cosa muy interesante: la chispa de la esperanza, de la ilusión, de saber que no todo está perdido. Una de las niñas, que fue violada y abandonada en una gasolinera por este asesino, ya una mujer adulta, casada y con familia, cuenta que por nada del mundo querría, ni quiere, a pesar de lo que le hizo éste, ser como él. No, no lo iba a conseguir. Y no es que lo perdonara o dejara de hacerlo. Es que ella iba a vivir con su amargura, pero con su vida, sin hacer daño a nadie y procurando ser feliz y hacer felices a quienes la rodean.
—Creo que es la mejor solución. Hay cosas contra las que nada se puede. Por desgracia no podemos cambiar el pasado.
—Sí. Pero como muestra esa mujer, sí podemos determinar su influjo o influencia sobre el porvenir. Por eso le digo que no sé hasta qué punto lo que hace un padre con un hijo determina que éste sea o no un asesino en serie.
—Imagino que influirá también el ambiente familiar, el del barrio o pueblo donde uno se ha criado… No lo sé. Es el eterno problema.
—Efectivamente —repuso—. Cuando yo era joven, algunos estudiosos atribuían el mal de algunas personas a la existencia del cromosoma X: si estaba más desarrollado eras un criminal, y si menos, una persona normal.
—¿No es una simplificación?
—Sin duda. Como lo es lo que aquí algunos entendieron, fatal, como novela naturalista: de un padre asesino y de una madre prostituta no puede salir nada bueno.
—Pues muchos políticos —dije sonriendo— no provienen de ese tronco. Y no se puede decir que sean buenas personas. Y no digamos nada de esos que ansían fusilar a no sé cuántos millones de españoles porque no piensan como ellos.
—Con la iglesia hemos dado, Sancho. Tal vez hayan sido ellos quienes han alumbrado al bicho y a la consiguiente pandemia. ¿Qué le parece?
—No lo creo. Pero tampoco lo sé. No sé por qué ha sucedido esto, ni creo que nadie me lo explique. Tendré que leer libros sobre el asunto.
—Sí. Porque la prensa de este país no le informará de eso. ¿Se ha dado cuenta? Cada vez se parece más a los dimes y diretes, como en los barrios o en los pueblos. Pero, claro, en vez de hablar de la tía Paca o de Remedios la de la era, hablan de algún famosillo que se ha visto con otra famosilla, o de que fulanito se ha separado de su marido… En fin, de pena.
—La verdad: no leo los periódicos.
—Yo tampoco. Antes sí que lo hacía. A través del ordenador. Pero empezaron con el rollo de que me tenía que suscribir, dar mis datos, y no sé qué cosas más. Y mis datos ya no se los doy a nadie.
—La verdad es que la gente se ha puesto un poco pesada con eso.
—Y por lo mismo ni cojo el teléfono: siempre que suena es alguien que te ofrece que te apuntes a algo, o te hagas socio de algo… No quiero nada. Veo la tele, que no me exige nada, o compro el diario en el kiosco a una señora que ni me conoce ni me pide el número de mi cuenta. Por cierto, le tengo que pagar los libros. Se me olvidaba.
De la necedad es de lo que nunca se habla: cada uno elige ser como quiere ser. Y rara vez nos cuestionamos algo de lo nuestro…
Me pagó religiosamente. Y una vez más me volvió a preguntar si no me molestaba traerle libros y la prensa.
—No. No me molesta —le dije—. Y suponiendo que me molestara, y me negara, seguramente lo pasaría muy mal. Se me haría duro aceptar que usted me necesita y que yo no le ayudo. No hay ningún problema.
—Tal vez, aunque de signo contrario —rezongó—, al asesino en serie le pasaba lo mismo. ¡Dios, qué complicado es todo! —exclamó con una triste sonrisa.
—Y no olvidemos que existe la necedad. La puede ver en las terrazas actualmente. Y que cada uno escoge cómo quiere ser. El libre albedrío. Omnium malorum stultia est mater.
—Sí. Tiene razón. De la necedad es de lo que nunca se habla: cada uno elige ser como quiere ser. Y rara vez nos cuestionamos algo de lo nuestro…
—Se ha hecho tarde —dije deseando poner fin a la conversación—. ¿Tiene alguna lista de libros, o algo que necesite de la calle?
—No. Por ahora no. Ya le llamaré cuando me termine éstos.
—Muy bien. No deje de hacerlo.
—Ni usted deje de ser como es.
—Un destino. No hay más.
—Escogido. No impuesto.
—Abundaremos sobre ello.
Y sin más nos despedimos con un cálido apretón de manos.
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Notas
- Samuel Butler, Erewhon o tras las montañas. Cátedra Letras Universales. Madrid, 2000. Traducción de Joaquín Martínez Lorente.