

¡Oh, desgraciados mortales! ¿Por qué tenéis armas y os matáis unos a otros?1
Eurípides, Las suplicantes.
Por fin se podía salir a la calle y, lo más importante, entrar en los supermercados, sin necesidad de llevar la absurda mascarilla contra el virus. La distancia física siempre la he mantenido. Con pandemia o sin ella. Nadie, en consecuencia, a diez metros de mi persona, me iba a volver a llamar la atención nunca jamás; las gafas ya no se me empañarían. No tendría necesidad, por lo tanto, de quitármelas y de no ver bien, o de bajarme la mascarilla y dar pie a que algún alma bien pensante, nunca faltan en este mundo, se revolviera contra mí, infractor de toda ley, y digno de todo desprecio, rechazo y repulsa.
—¡Ay, amigo! —exclamó mi vecino de la puerta 33 sirviendo el buen vino de rigor—. El poder es el poder. Ejerce como tal, y es capaz de arrastrar a todo un país a donde quiera y le dé la gana. El ejemplo, por tirar mano de un evento actual, lo tiene en Rusia y en su guerra contra Ucrania.
—La historia de siempre, señor mío. En Antígona, o en alguna tragedia griega clásica, ya se dice, creo, que cuando las lanzas estén ahítas de sangre, volverá a reinar la paz. Debemos esperar entre tanto. En el estómago del conde Drácula todavía no hay suficiente flujo vital. Paciencia. Se necesitan varios millones más de víctimas.
No se trata sin más de regar la tierra con glóbulos rojos y blancos, sudor y lágrimas.
—El pobre conde se contentaba con la sangre. En toda guerra siempre hay en juego muchas más cosas.
—Por supuesto. No se trata sin más de regar la tierra con glóbulos rojos y blancos, sudor y lágrimas. Son esas otras cosas, como dice usted, las que llevan a empapar la tierra de sangre, destrucción y vejaciones. Y esos motivos son tan viejos como el hombre: ambición, poder, sentirse superior. Y toda necedad cuanta se le ocurra.
—Y no dar cuentas a nadie: vivir como sin duda lo debimos hacer en la selva en aquellos remotos siglos: yendo de árbol en árbol y matando a nuestro antojo y placer. Sin problemas.
—Tiempos felices aquellos, oiga. A menudo he imaginado a dónde hubiéramos llegado, con esto de la pandemia, si las autoridades, pongamos por caso, hubieran armado a la gente y dado permiso para disparar a quien no llevaba la mascarilla o la llevaba de forma incorrecta.
—Buena observación, a fe mía. Los cementerios estarían a rebosar, y tal vez los hospitales tendrían muchas camas libres. No estarían saturados.
—¿Usted cree que las personas hubieran sido capaces de disparar y matar a un semejante por una cuestión tan baladí?
—A algunas personas las creo capaces de eso y de mucho más. Por eso mismo es una enorme ventaja ser más inteligentes que los estúpidos americanos, y no ir armados por la calle, ni tener escopetas ni pistolas en casa.
—Allí consideran el llevar armas como un derecho fundamental.
—Los derechos, como todo en esta vida, deben tener sus limitaciones. A menudo ha repetido usted la máxima de Delfos: nada en demasía. Es aplicable a todo, ¿no?
—Sí, desde luego. Pues también igualmente podríamos reivindicar las luchas de gladiadores como derecho y libertad de expresión. Como el boxeo y los toros.
—No he estudiado clásicas, como usted, ni he leído tantos libros de historia. Pero nunca he comprendido, y he buscado respuestas al respecto, eso de las luchas a muerte entre dos hombres. Y que esa lucha se convirtiera en un espectáculo.
—Un espectáculo, además, aclamado, buscado y deseado por toda una sociedad. No lo olvide.
—¿Y cómo la gente tenía estómago para asistir a esas bestialidades?
El bueno de Marco Aurelio, el emperador filósofo, tuvo un hijo, el emperador Cómodo, el cual, pese a la educación recibida de su padre, era más bestia que las fieras que hacía matar él en el circo.
—Tal como nuestros antepasados, en la Edad Media y mucho después, asistían a las ejecuciones capitales. O a la quema de herejes.
—Muy a menudo el ser humano me da verdadero asco. En serio.
—Pues como dijo el emperador Marco Aurelio, “los hombres han nacido los unos para los otros. Instrúyelos o sopórtalos”.2
—Llevamos siglos instruyéndonos. ¿Es posible aprender de nuestros errores? ¿Sirve de algo la instrucción?
—El bueno de Marco Aurelio, el emperador filósofo, tuvo un hijo, el emperador Cómodo, el cual, pese a la educación recibida de su padre, era más bestia que las fieras que hacía matar él en el circo. ¿Qué quiere que le diga?3
—Nada. Ya me ha dicho bastante.
—Una de las raras veces que se hizo algo interdisciplinar en el instituto, por parte del departamento de filosofía se planteó un problema, típico de la filosofía griega: ¿se puede enseñar la virtud, la famosa areté? Intervino un compañero citando a Sócrates…
—¿Y qué opina usted?
—Que es posible. Tal vez. Quizás… Me hizo gracia porque una profesora del departamento de francés habló de la novela naturalista, intentando responder a la pregunta. De una mala interpretación de dicha corriente, según explicó ella. La novela naturalista, al parecer, plantea la cuestión de que de una madre mala y de un padre peor no puede salir nada bueno. ¿Y de dos padres buenos? A menudo, querido amigo, he visto a padres excelentes con unos hijos tan malas bestias como el hijo de Marco Aurelio, y un poquito más. ¿Puede algo la enseñanza contra esas naturalezas? No creo en el determinismo, pero… No lo sé. La verdad, no lo sé.
—Es decir, lo del Evangelio: según donde cae la semilla germina o no fructifica. Es absurdo, entonces, sembrar en ciertos lugares. Ahora bien, con el azadón, el arado, el abono y paciencia…
—Llevamos treinta o cuarenta siglos con la misma monserga de la paciencia. Y como usted sabe, sigue habiendo guerras. Y hay cárceles secretas, escondidas bajo tierra, allá en lo profundo de los desiertos o en alta mar. Guardadas por personas de una integridad a prueba de bombas. Y quiera Dios que quien caiga en manos de tan buenas personas, y en tan paradisíacos lugares, tenga alguna pastilla de cianuro con la cual poder aliviar su hambruna.
—Es decir, y volviendo al emperador nombrado por usted…
—Marco Aurelio.
—Eso, Marco Aurelio: como no podemos instruir al hombre no nos queda sino aguantarlo y sufrirlo, ¿es así?
—Sí. Eso parece.
—Hay una tercera opción: la soledad. El vivir lo más retirado posible. Evitar al máximo todo contacto humano.
—Eso es precisamente lo que más me ha gustado de este joven virus, ya vencido y derrotado: intentar obligar a las personas a mantener las distancias. Pero como usted sabe la tal ordenanza ha caído en saco roto: mascarillas bien, es como ir disfrazados del Capitán Trueno o del Zorro, tiene su punto, además había mascarillas para todo gusto, tendencia política y color; pero circular cada uno por su derecha, ceder el paso, no tocar a quien está en la cola del pescado o de la carne, eso, querido amigo, es pedir peras al olmo.
—Me gusta la soledad —me confesó llenando las copas una vez más— y, en consecuencia, salgo poco de casa. Y cuando lo hago es para mal: en este país abunda la mala educación: las calles están llenas de porquería, de mascarillas, de colillas, de cagadas de perros, con perdón, de latas de refrescos…
—Ahora le devuelvo la pregunta: ¿cree usted que la educación va a cambiar a estas personas, las va a hacer respetuosas y solidarias? ¿Más higiénicas?
—No lo sé. El otro día vi una escena emocionante: una niña se quitó la mascarilla, le molestaba, y, enfadada, la tiró en medio de la calle. Su madre hizo que la recogiera y la depositara en una papelera.
—De haber pasado eso en clase, y haber sido un profesor quien obligara al alumno a recogerla, no le quepa duda, hubiera venido el padre a protestar y a decir que estaban degradando y humillando a su hijo.
Debemos reconocerlo, siempre es más llamativo el mal, la mala educación, el griterío.
—Es muy fácil lanzar cuatro improperios contra alguien. Más fácil gritar que preguntar si puede ayudar en algo, o tratar de educar… No obstante, debemos reconocerlo, siempre es más llamativo el mal, la mala educación, el griterío, que la bondad o la ayuda a nuestros semejantes.
—Sí. Eso es cierto. Tenemos tendencia a recordar el mal. El bien recibido se olvida demasiado fácilmente. Debemos reformarnos.
—Tiene razón: al menos nosotros odiamos la guerra y amamos el vino. De poco sirve, pero por algo se empieza.
—Ni tampoco hemos tirado mascarillas por el suelo. Allá por donde hemos pasado no hemos dejado rastro de nuestro paso. Somos unos clásicos: hemos vivido sin ser notados y moriremos sin molestar a nadie. Esperemos.
—Brindemos por ello.
—Y por nosotros dos. Y por la paz. Per omnia saecula saeculorum.
—Amén.
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Notas
- Eurípides, Las suplicantes, 950. Cátedra Letras Universales. Tragedias II. Traducción de Juan Miguel Labiano.
- Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 59.
- En la Historia Augusta se comenta que Cómodo fue hijo de un gladiador, con el que Faustina tuvo relaciones extramatrimoniales, naturalismo antes de Zola. Historia Augusta. Marco Aurelio, 19, 1-10.