

La esperanza ha sido la causa de muchos conflictos. Todos piensan que sus desgracias caerán sobre otros, no sobre ellos mismos.
W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega. “Siglo V: Ilustración”.
Muy a menudo he lamentado no ser una persona ordenada y paciente. Me gustaría tener libretas y cajas con fichas, regladas y etiquetadas, de algunas de mis lecturas. Así, en cualquier momento, podría citar, sin errar, la anécdota que ahora recuerdo vagamente, pero que he olvidado en qué libro la leí. La memoria, sabido es, no permanece incólume. Me voy a servir de ella, pues, a falta de ficheros, con total libertad. Lo hago, además, sabiendo a ciencia cierta que mis errores y aciertos no van a tener más importancia. Tampoco la tiene lo que voy a contar.
Recuerdo que alguien, no sé si romano o griego, puso sus tierras en venta. Añadió, a la benevolencia de éstas, y a la comodidad de su casa, que, además, contaba con un excelente vecino.1 Me impresionó la advertencia de aquel personaje, máxime si se tiene en cuenta la novela realista y lo desagradable y odioso que puede llegar a ser el contacto humano. Ahora a todo el mundo se le hace la boca agua hablando de la España vaciada, de los pueblos abandonados, y de toda esa parafernalia. Para mí no hay nada mejor que vivir en la capital: la indiferencia de los vecinos en las grandes ciudades es un bien del cielo. En los pueblos, al menos cuando yo viví en ellos, quizás por aburrimiento, son muy dados, algunos, a meter las narices en los asuntos de los otros. Pullas, habladurías, murmuraciones, riñas, peleas… Un buen vecino, desde luego, es un tesoro. Lo es también dar con una persona amable y educada. En todo lugar y circunstancia.
Mi vecino de la puerta 33 se había enclaustrado. Se había convertido en un cartujo sin convento, y tal vez sin Dios. Tuvo diversas discusiones con varias personas. La causa no podía ser más fútil y absurda: en un par de ocasiones se había bajado la obligatoria mascarilla contra el virus para que desapareciera el vaho de sus gafas. No veía ni los números ni las letras del cajero automático, o de otras máquinas. Al hacerlo le gritaron, le chillaron y le recriminaron su actitud.
El libro aquel me resultó duro de roer. Pero lo era por una causa muy sencilla: estaba pésimamente mal escrito.
—Me molestó más —me confesó al cabo de unos días— mi violenta reacción contra aquellas personas que los gritos y la histeria de las mismas.
—La verdad —le dije— es que se está creando un clima bastante desagradable. Cosa que, al parecer, es normal en situaciones de riesgo, real o fingido.
—Sea como fuere —replicó— no me apetece salir. Me dio asco mi reacción tan virulenta. Ya sé que santa Teresa decía que la virtud, o lo que sea, se muestra en sociedad y no en soledad… Pero yo no trato de ser bueno. Trato de evitarme a mí mismo.
—Ya sabe —le dije— que puede contar conmigo para traerle lo que le haga falta.
—Lo sé. Y se lo agradezco. Pero estoy servido. Por ahora. A veces, además, tengo la impresión de que existe una especie de telepatía capaz de funcionar a muy largas distancias. Se lo digo porque nada más pedirle que fuera a la biblioteca a pedirme unos libros, me llegó un paquete, enviado por mi hijo, conteniendo un montón de libros.
—Me alegro —le dije—, ya tiene ocupación para unos días.
—Para más, para más —replicó sonriendo—. A veces él y yo hablábamos de cosas que nos intrigaban… el origen de la vida, los volcanes, las estrellas, la vida de algunas plantas… Hace ya algún tiempo comenzó a pasarme libros sobre estos temas. Pero, claro, hay un grave problema: no tenía base científica. No comprendía muchas de las cosas que se explican o se afirman en estos libros.
—Me alegra que diga eso. Hace algún tiempo me sucedió también algo parecido. Lo malo era que yo estaba leyendo un tema que conozco un poco. Aun así el libro aquel me resultó duro de roer. Pero lo era por una causa muy sencilla: estaba pésimamente mal escrito. Había oraciones de una página entera, con tantas subordinadas y tantas cláusulas que, al final, no sabías de lo que estaba hablando.
—Sería interesante hacer un estudio sobre la cantidad de cosas que comprendemos o retenemos de aquello que estudiamos o leemos.
—Habría que hacer distinciones.
—Por supuesto. Como todo en esta vida. Evidentemente hay mucho avance científico. Eso quiere decir que los estudios de unos son comprendidos y superados por otros. Y los de los otros por los que vienen a continuación. Ahora bien, leyendo algunos de los libros que me ha enviado mi hijo, no dejan de asombrarme las envidias, odios y rencores que hay entre investigadores, estudiosos y gente más o menos culta.
—Ni aun así dejamos de tener nuestra punta de vanidad, de orgullo…
—Somos una pura contradicción: se está diciendo que el hombre hace dos minutos que apareció sobre la Tierra, que toda vida se extinguirá. A pesar de lo cual somos capaces de matarnos por nimiedades. Y fíjese, que eso lo haga gente como Trump, Bolsonaro, Putin, sus necios seguidores, y gente de su calaña, tiene, hasta cierto punto, una cierta justificación: no les llega para más. Pero que lo hagan los científicos…
—No dejan de ser hombres. Tal vez el día que seamos capaces de lograr que las ciencias, o las humanidades, lo mismo da, puedan transformarnos, hacernos mejores, tal vez ese día sí que la humanidad dé un gran paso.
¿No le llama la atención que seres con la cabeza hueca, diciendo tonterías y sandeces, se hagan con el poder?
—No sé si lo veremos. Esta gente —dijo señalando un gran paquete de libros desembalados sobre geología, evolución, animales, estrellas, etc.— hablan de cambios a lo largo de millones y millones de años. Al parecer para el cosmos, o la Tierra, no sé qué término utilizar, es un suspiro. Para nosotros algo inaudito.
—Creo que no es que no veremos esos cambios —le repliqué sonriendo— sino que, por el contrario, ya los estamos viendo. Me parece que Europa —y no estaba muy seguro de lo que le estaba diciendo— ha aprendido la lección tras las dos guerras mundiales. La ONU, la Otan y demás tendrán todos los defectos que queramos, y la Unión Europea, pero parece que están evitando conflictos armados, o la posibilidad de plantearlos.
—Sí, no se lo discuto. Pero no olvide que la extrema derecha ocupa el tercer puesto en Francia y Alemania. Y ahora ya la tenemos instalada, si es que alguna vez se ha ido, en nuestro propio país. Sin olvidar lo que ha sucedido estos días en Estados Unidos con el asalto al Capitolio.
—Desde luego ha sido vergonzoso. De pena.
—Volvemos a lo anterior. ¿No le llama la atención que seres con la cabeza hueca, diciendo tonterías y sandeces, se hagan con el poder? Creo —respondió él mismo— que nos llama la atención porque desconocemos el mundo en el que vivimos.
—La educación tiene mucho que ver con esto. Y los sistemas educativos, no lo olvidemos, están en manos del poder.
—Siempre lo han estado. No es una novedad. Pero al pensar en esto, me dije que estaba haciendo muy mal encerrándome en casa. Debía salir más, conocer más a la gente. Aunque luego he caído en la cuenta de que no hace falta: es suficiente con ver los programas que pasan por la televisión.
—Sí. Es un terrible aparato para dominar a las personas.
—Durante todo este tiempo de cuarentena y encierro, ¿me puede decir cuántas horas de televisión se ha tragado un ciudadano medio? Y lo mismo me da que vean una cadena que otra: son gotas de agua. ¿Y cuánto han leído? ¿Y qué libros?
—Como puede imaginar, no le puedo contestar a esas preguntas.
—Ya lo sé. Y tampoco hace falta: no hay más que ver a la gente.
—Creo que estamos generalizando en exceso, y eso tampoco es bueno.
—Tiene razón. Sí. Tiene razón. La parte positiva de estos libros —dijo volviendo a señalar el paquete a medio abrir— es que te enseñan a ser humilde. Es imposible conocerlo todo, saber de todo. Independientemente de que los científicos se insulten entre ellos, uno no les llega ni a la altura del zapato. Al menos en lo que a ciencia se refiere.
—Recuerdo que de pequeño mi maestro me explicó que las espigas bien cargadas de fruto se inclinan hacia la tierra, humus en latín. Y de ahí humilde. El orgullo, la necedad, como el aire, tiende hacia lo alto… A mí la humildad me la enseñó el estudio del latín: el pasar de un autor a otro, de César a Cicerón, era como si tuviera que aprender una lengua de nuevo: el vocabulario utilizado por uno y por otro no tenían nada en común, aparentemente. La lengua tiene tantos matices que es imposible conocerla en una vida. Imposible. Pero no por eso deja de haber necios entre los humanistas.
—Faltaría más. Es la planta que crece en todo lugar y momento. Y en el fondo —dijo con un amago de tristeza y melancolía— no hace sino despertar un cierto sentimiento de pena y conmiseración por la humanidad. Da pena ver a esa gente, con la bandera en las espaldas, y armados con cazos y cucharas, delante de la casa de un político armando gresca y molestando. ¿No tienen cosas mejores que hacer? ¿Qué tienen en la cabeza? ¿Y qué tenían en la mollera quienes han asaltado el Capitolio? ¡Dios, con la cantidad de libros que hay para leer! O de buena música, o películas o teatro…
El que el rey se sepa los verbos polirrizos o no, les tiene sin cuidado. Entre otras cosas porque ni sabe lo que son.
—Confieso que también yo he visto la televisión. Esa misma reflexión me hice yo viendo una serie televisiva, The Crown. Es sobre la corona inglesa, la familia real… Si yo hubiera tenido sus medios, hubiera podido estudiar mucho más, hubiese ido a las mejores universidades, aprendido idiomas…
—Y no hubiera afianzado la corona —repuso riendo—. ¿Quién se va a fijar en un rey que estudia y sabe latín, griego, sánscrito y arameo? Son más divertidas las historias de cama y de dulce meneo, ¿o no?
—Evidentemente. La gente puede tomar partido por Lolita o Margarita. El que el rey se sepa los verbos polirrizos o no, les tiene sin cuidado. Entre otras cosas porque ni sabe lo que son.
—Ni les importa. Por eso es tan fácil manipularlos: les crean una historia absurda de camas y amantes, y mientras la gente se fija en esto, ellos hacen lo otro.
—La vieja historia del perro de Alcibíades. Como todo el mundo lo admiraba mucho, su dueño le cortó el rabo. Y así mientras todos hablaban de su perro y de su rabo, él hizo lo que le vino en gana sin que nadie prestara atención.
—Igual que hoy.
—Pero esto tiene un problema: a veces se lo creen tanto, que, en su soberbia, cruzan límites y van directos al fracaso. El justo medio es conveniente hasta en la necedad.
—Eso también le llamó la atención al bueno de Sancho Panza: que en una cuadrilla de los bandoleros, en la de Roque Guinart, reinaran también la justicia y la equidad a la hora del reparto del botín. Si seguimos así creo que igual en un par de millones de años —dijo volviendo a señalar los libros— igual somos buenas personas, y no meamos el territorio, como hacen los animales, para no compartir la caza.
—Poco a poco. No cerremos la caja de Pandora en el momento inadecuado. Y que no caiga la desgracia sobre la cabeza de nadie.
—Sea.
Y así nos despedimos por aquel día.
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Notas
- Se trata de Temístocles, quien con la ocasión de la venta de un terreno hizo constar que tenía un buen vecino. Plutarco, Vidas paralelas, “Temístocles”.