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Diálogos en tiempos del virus (9)
Un amigo

jueves 1 de julio de 2021
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Un amigo, por Vicente Adelantado Soriano
No hace falta ser un genio para explicar cosas o enseñar algo.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

El arco, según dicen, se rompe cuando está tenso, pero el alma cuando se distiende.
Plutarco, Moralia (“Sobre si el anciano debe intervenir en política”).1

Pese a todas mis previsiones, y temores por el coronavirus, por qué no decirlo, me resultaba imposible no salir de casa. Vivimos en un mundo en el que, cada vez con más frecuencia, todo se resuelve a través de los teléfonos móviles y a través de Internet. No obstante, a menudo me resultaba complicado, o imposible, seguir los pasos en el ordenador para solucionar cualquier problema. O el resultado no era el buscado y deseado. Recurrí, en más de una ocasión, a lo típico: al paso por la oficina donde debía firmar la gestión a realizar. Todo muy formal y profesional. Aprovechaba, también, para estirar las piernas.

En una de aquellas salidas, pese a llevar la mascarilla y las gafas totalmente empañadas, fui reconocido por un viejo amigo. Nos saludamos con efusión. Ante la mirada atónita de la gente nos fundimos en un largo y cálido abrazo. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Una mujer se quedó mirándonos con cara de perro.

—Señora —dijo mi amigo—, este chico está muy enfermo. Contagiado. Pero por encima de todo es mi amigo. Y quiero que muera sabiendo que es muy querido. Y que lo voy a echar de menos.

Últimamente todo el mundo entiende de vacunas, de bacterias, de enfermedades y de medicina.

La mujer se fue entre confundida y horrorizada.

—Siempre igual —le dije—. ¿Qué necesidad tienes de hacer estas tonterías?

—Ninguna. Pero me molesta ya tanto inquisidor y tanto juez.

—No les hagas caso. Lo importante de la vida es saber escoger, tanto a los amigos como a los enemigos.

—Y a las palomas mensajeras: no sé si te sucederá lo mismo; pero a mi móvil, a dos por tres, me llegan mensajes totalmente contradictorios: sí a la vacuna, no a la vacuna, sí a esto, no a aquello.

—Sí, sí que me llegan. Pero tal como entran los borro. Últimamente todo el mundo entiende de vacunas, de bacterias, de enfermedades y de medicina. Y mañana entenderán de cualquier cosa que, por lo que sea, se ponga de moda.

—Por eso polemizo: para hacerles ver que no tienen ni idea de nada.

—No lo vas a conseguir. Lo único que vas a lograr es hacer mala sangre. A veces en la vida, como nos dijeron cuando comenzamos el extinto servicio militar, lo mejor es pasar desapercibido. Pues siempre hay un sargento chusquero dispuesto a defender que un semáforo es una planta y un dromedario un insecto.

—No te falta razón —dijo ante mis exageraciones—. Pero no deberíamos callarnos los que sabemos algo.

—No sé por qué no debemos callarnos. Además, yo no sé nada de vacunas ni de medicinas. Mira si mi ignorancia es grande que, y dedicándome a ello, hasta ignoraba la etimología de la palabra. Resulta que vacuna deriva de vaca porque de estos pacíficos animales extrajeron las primeras vacunas. Curioso. Muy curioso.

—¿Y qué logras tú sabiendo eso? —me preguntó. Siempre había mostrado una cierta condescendencia hacia mi manía por las etimologías.

—Nada. No espero lograr nada. Me sobra con saber yo las cosas y con ser capaz, día tras día, de mantener intacta mi curiosidad.

—¿Recuerdas —me preguntó sonriendo— aquellas terribles discusiones que tuvimos en primero de carrera? Cuando te dejaste los estudios.

—Claro que me acuerdo. Y tanto. Si me permites que me ponga sentimental —le dije camino de su casa—, te diré que en esta vida he tenido dos o tres buenos amigos. Tú eres uno de ellos.

—Y la otra —añadió él— era Pilar.

—Sí. Fue Pilar.

—Estaba convencido de que te ibas a casar con ella.

—Dejémoslo.

—Trató de convencerte, como yo, hablando contigo infinidad de veces, para que no te dejaras los estudios. Pilar —y perdona que lo recalque— te admiraba. Y le dolía que una persona tan preparada como tú no se dedicara a la enseñanza.

—Ella, al igual que haces tú, lo idealizaba todo. Creo que su padre, durante la guerra civil, tuvo algo que ver con las misiones pedagógicas, con aquellas personas que iban por los pueblos llevando libros, música, obras de teatro… Pilar heredó ese idealismo. Creía que con buenos maestros, la sociedad sería mejor, más buena y más justa.

No sé dar razones. No me gusta gritar ni discutir. Pero creo que hay algo llamado sentido común. El mío me inclina hacia la soledad y el silencio.

—¿Y no es así? ¿No crees que hay que sacudir el árbol para que caigan las olivas?

—Una metáfora muy desafortunada. No siento la necesidad de sacudir nada, ni todos tenemos por qué ser aceituneros de Jaén. Además, creo que para ser profesor, para meterse en un aula y explicar cosas, uno debe de estar muy convencido de lo que se lleva entre manos, o ser un ignorante.

—Te equivocas. Aunque te parezca lo contrario, hay gente, mucha, que domina su materia y que es capaz de transmitir sus conocimientos.

—Sí. Tienes razón. Acabo de decir una tontería. Lo que sucede tal vez es que soy yo el inseguro…

—Dicen —me interrumpió— que cada uno ve el mundo según es él. Y tú siempre has sido así. No me extraña que Pilar…

—Vale ya. Déjalo estar. Sí, toda la vida he sido una persona insegura. Y lo sigo siendo. Y no me recomiendes, por favor, que vaya a ningún psiquiatra. Yo no sé nada de nada. Y, en consecuencia, no me atrevo a explicarle nada a nadie. Ni me gusta polemizar. No sé dar razones. No me gusta gritar ni discutir. Pero creo que hay algo llamado sentido común. El mío me inclina hacia la soledad y el silencio. Tú dices que sé mucho. Y yo te digo que no tengo ni idea de nada.

—Creo que eres muy duro juzgándote. O muy exigente. Y ahí es donde te equivocas y donde siempre te has equivocado. No hace falta ser un genio para explicar cosas o enseñar algo. Y por otra parte —dijo con un dejo de tristeza— la inmensa mayoría de las personas no te va a prestar la más mínima atención.

—Pues más a mi favor. Además, no está todo perdido —repuse buscando el chantaje— si contamos con gente como tú en las aulas.

—Imagino que lo dices con ironía. Da lo mismo. ¿Te vienes a casa a comer?

—No quería herirte. Y no, no voy a tu casa. Es mejor que nos veamos en cualquier restaurante cuando los abran. Sabes que a tu mujer no le resulto nada simpático, lo cual es muy respetable.

Durante unos segundos guardó silencio.

—A menudo me he acordado —volvió a la carga de nuevo—, y perdona por la insistencia —dijo por fin poniéndose serio—, de una conversación que tuvimos los tres en el bar de la facultad. Pilar, tú y yo.

—Tuvimos muchas. Muchísimas.

—Sí, pero hubo una en especial. Estábamos leyendo la Ilíada, si te acuerdas.

—Sí. Lo recuerdo.

—Pilar y yo nos fijamos en la educación, en la paideia de Aquiles, Agamenón, etc. Tú te centrarse en la virtud, en la areté, en el intento, por encima de todo, de ser el mejor.

—Bueno —expliqué—, más que de ser el mejor, digamos que en el continuado esfuerzo de hacer las cosas de la mejor forma posible.

—Para lo cual nunca te has creído capacitado. Una tarde que no estabas, cuando te dejaste los estudios, estuve hablando con Pilar. El tema de la conversación fuiste tú. Ella estaba herida por tu abandono estudiantil. Yo le dije que eras una persona apocada y tímida. Casi me mata.

—Pobre Pilar. Está claro que me quería. No he tenido otra amiga como ella. Ni la tendré. Pero sí, tenías razón. Soy pusilánime y apocado. Tanto es así que me asombro muchísimo cuando veo, y oigo, a políticos y entendidos hablar delante de los micrófonos. Lo hacen con una frescura y un aplomo que no hay más que pedir. Como esos que se han leído la contraportada de un libro, y te meten etimologías del griego y del latín para que quede bien patente que no saben nada. Pero engañan a quien no está en el truco.

—¿Y qué tiene que ver eso con que te niegues a guardar silencio? ¿A enfrentarte con semejantes mequetrefes?

—Pues no lo sé. Posiblemente no tiene nada que ver. Pero es lo que me apetece hacer a mí. Nada más. Yo sí que he conocido a un hombre verdaderamente sabio.

Tengo todo el derecho del mundo a vivir como me place. Que cada santo soporte su ignorancia.

—¿Amigo tuyo?

—Vecino. Y desconocido hasta hace poco. Está jubilado. Me pidió que le llevara libros por no salir de casa. Y, a partir de ahí, ha surgido una cierta amistad entre los dos. Este hombre tiene verdadero interés por todo. Ahora le ha pegado por la antropología, la física, la química, los orígenes del hombre, y todo eso.

—Y te estará ilustrando a ti.

—Sí. Te gustaría conocerlo. Piensa igual que tú: escribe artículos y provoca, o lo intenta, polémicas con los creacionistas. Dice que éstos son fuertes en los países anglosajones, y en donde se ha implantado el islam. Y que hay que combatirlos a unos y a otros.

—Y tú, seguro, tratas de disuadirlo.

—No. No trato de convencerlo de nada. Me divierte, eso sí, leer algunas de las respuestas que le dan. En el fondo son razonamientos propios de adolescentes. Como éstos, cuando no tienen razón, vuelven cualquier pensamiento a lo absoluto, o lo relativizan todo. Y como todo es relativo, pues todo tiene el mismo grado de interés. O lo absoluto: ¿entonces todos venimos de un mismo gen?… Para mí son polémicas absurdas. Ganas de perder el tiempo.

—Quizás sea más absurdo guardar silencio.

—Tal vez. Pero quien se mete a redentor acaba crucificado. Además, no me apetece. Además, no tengo vocación. Y además, tengo todo el derecho del mundo a vivir como me place. Que cada santo soporte su ignorancia. Y si hay algunos que se huelgan con ella, allá ellos. No me cargues a mí con más muertos de los que ya llevo yo.

—No era mi intención. Me he dejado llevar por el recuerdo de aquellas viejas conversaciones en la facultad. Fueron unos buenos años, pese a todo.

—Éramos jóvenes —le dije sonriendo. Y volviendo a abrazarlo, sin que nadie nos viera ahora, me despedí de él. Por supuesto nada le dije de dónde trabajaba y de qué vivía.

 

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Notas

  1. Plutarco, Obras morales y de costumbres (Moralia) X. Gredos, Madrid, 2003. Traducción del texto de Helena Rodríguez Somolinos.
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