

Dice un antiguo proverbio que es difícil saber cómo es lo bello.1
Platón, Crátilo.
—Este sábado —le dije a mi vecino nada más sentarnos ante la mesa, con las consabidas copas de vino— me ha hecho caso mi querido amigo.
—¿Quiere decir eso —me preguntó— que fueron a caminar por donde usted había elegido?
—Así es. Como siempre, él me propuso una terna de posibilidades. Todas, menos una, conllevaban pasar varias horas en el coche. No me apetecía la perspectiva. Tenía ganas de moverme. Por dónde, me importaba muy poco en aquellos momentos.
—Escogió usted, entonces, la ruta más cercana a casa.
Un paisaje típicamente mediterráneo, pero muy seco: pinos, aliagas y montes llenos de troncos muertos y blanqueados, pelados y caídos.
—Sí. E ignoraba dónde nos metíamos. En un camino sempiternamente ascendente, sin un descanso ni respiro de ningún tipo. Ha sido agotador. Eso sí: no había ni piedras ni barro. Nada nos ha dificultado la marcha. Subir y ascender.
—Por lo menos, habrán podido hablar ustedes dos.
—No. Ha sido este sábado el día en el cual menos hemos hablado: el camino era bastante exigente. Cada uno iba a su ritmo. Y poco a poco, hemos comenzado a distanciarnos. Enfrascados en nuestros propios pensamientos.
—¿Y valían la pena los paisajes? ¿Le han gustado?
—No mucho, la verdad. Un paisaje típicamente mediterráneo, pero muy seco: pinos, aliagas y montes llenos de troncos muertos y blanqueados, pelados y caídos. Hubo por allí un devastador incendio hace algunos años. Poco más.
—Es decir, un día anodino.
—No diría tanto. Es difícil definir la belleza. A José Luis, por ejemplo, le ha encantado el camino. Lo ha recorrido varias veces. Y a mí me ha vuelto a llamar la atención el tropezarme con viejas casas, corrales o masías semiderruidas, con arcos de medio punto.
—Es cierto. En esos parajes uno espera encontrarse con casas como cajas de cartón. Es lo típico.
—Ante ellos siempre recuerdo una clase de historia en la que una profesora nos explicó la diferencia entre la arquitectura arquitrabada y la de medio punto. Ésta era propia de los refinamientos, nos dijo, del conocimiento de las basílicas romanas, del Renacimiento, y aquélla de los inicios de la Edad Media, la época oscura según algunos… Quizás por eso me extraña tanto encontrar estos arcos en medio del monte. Me han hecho cuestionarme algunas cosas.
—Eso es lo bueno de los viajes —dijo llenando las copas de nuevo—. Ya lo dijo don Miguel de Cervantes. “Ahora digo —dijo a la sazón don Quijote— que el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho”.2 Me aprendí la cita de memoria.
—No está nada mal. Y tiene razón, desde luego. Hoy el paisaje no me ha llamado la atención. Tampoco, en las dos o tres horas que hemos tardado en recorrerlo, nos hemos tropezado con nadie. Sudando la gota gorda, me he entregado a mis propios pensamientos.
—Eso tampoco está nada mal. Una de las cosas positivas de la soledad es esa: ayuda a recomponer las cosas.
—No creo —le respondí sonriendo— haber recompuesto nada. He salido de mis tristes meditaciones con más deberes y obligaciones… He maldecido la memoria. Es imposible, desde luego; lo sé. Pero es una pena no poder retener los libros leídos… Pasado un tiempo, éstos se olvidan.
—Sí, se olvidan. No se pueden recitar de corrido, si quiere, pero forman parte de nuestras vidas. Aunque muchas veces lo ignoremos.
Me aterroriza el poder de ciertos césares: el poder de mandar a alguien al destierro, de enterrarlo en vida…
—Por las charlas del otro día, y por toda una serie de circunstancias largas de explicar, he vuelto a acordarme de Ovidio. Ha sido el centro de mis meditaciones en tanto ascendía sin parar por aquel pesado camino. Me interesan ahora Tristia y Las cartas desde el Ponto. ¿Y se puede creer que no recordaba nada? Ni un mal verso.
—Ya me imagino el resto: se ha hecho usted la promesa de volver a leerlo.
—Así es. Pero, además, me ha llevado a reflexionar sobre el arte y el poder. Contemplando un paisaje árido, me he imaginado a Ovidio en Tomis. Alejado de su vida anterior, de la esposa, de la hija, de los amigos, todo por un poema y un error, carmen et error.3 ¿Por ir contra la política de Augusto?
—Yo recuerdo, no sin cierta vergüenza —me dijo serio—, que me revolví en una clase, en la universidad. “¡Toda la literatura del Siglo de Oro, y toda en general, no es sino un canto al poder!”, grité. Me callé, asustado de mi osadía, a fin de evitar la tormenta y males mayores. Se generó un barullo importante.
—Ahí no cabe Ovidio, y no sólo por cronología… No sé —le contesté— si Ovidio fue desterrado o no. Y si lo fue por ir contra la política de Augusto. Hay teorías al respecto. No lo sé. Me inclino a creer que sí, pasó sus últimos años en Tomis, exiliado. Y me aterroriza, en consecuencia, el poder de ciertos césares: el poder de mandar a alguien al destierro, de enterrarlo en vida… Y de ahí me surgió la necesidad de volver a leer Tristia.
—Y el poder de declarar una guerra y de asesinar a millares y millares de personas. Como está sucediendo en Ucrania. Y, no lo olvide, siempre habrá gente que apoyará todo tipo de aberraciones.
—Tal como hizo Julio César en las Galias. Sí. Siempre habrá estómagos agradecidos. Por eso, dejando aparte su valor literario, es muy de alabar un libro como el Arte de amar. Iba en contra de las estrecheces sexuales preconizadas por Augusto. El típico señor de “haz lo que yo te diga, pero no hagas lo que yo hago”.
—Nada nuevo bajo el sol. Cuando yo me revolví en aquella clase de literatura, me estaba contradiciendo: al mismo tiempo que arremetía contra todo y contra todos, me estaba acordando de don Quijote, objeto de burla de unos aristócratas. De donde surge la crítica a éstos, a la nobleza española del momento: ociosa y necia. Pasa sus días riéndose de un loco… La crítica cervantina era sutil.
—Hay que andarse con cuidado: el poder no soporta las burlas. Y eso, de nuevo, me lleva a Ovidio. Según dicen, Augusto aguantaba bien las bromas. Conocida es la anécdota: un día llegó a Roma un joven. Éste se le parecía mucho al emperador. Augusto lo mandó llamar, y le preguntó si su madre había venido por Roma. “No —contestó aquél—, quien venía era mi padre”.
—¿No lo mandó decapitar?
—No. ¿Cuál fue entonces el error de Ovidio? ¿Qué hizo o vio para merecer tan duro castigo como el destierro a Tomis, al límite del mundo civilizado?
—Tal vez, como usted mismo me dijo, todo eso no es sino un montaje de un genial escritor. Y entonces estaríamos de nuevo en el fingimiento del poeta. ¿Finge el dolor que no siente? ¿O finge que está fingiendo?
—No lo sé. Ni aquel exigente camino me aclaró nada, salvo mis enormes deseos de llegar a la cima y de volver a leer Tristia. Antes le he dicho que no recordaba ningún verso de Ovidio. No es cierto. Cuando dije en casa que quería estudiar clásicas, toda mi familia se revolvió contra mí. Esperaban de mí algo práctico, electricidad, ingeniería, comercio, oposiciones a banca… Me negué. Poco después leí el verso. No lo he olvidado: ¿Por qué tientas hueros estudios?4 Se lo preguntó su padre a Ovidio, preocupado por labrarle un porvenir seguro. Las artes y las lenguas, ya se sabe…
Y entonces vi a Ovidio en Tomis, en lo alto de una muralla, con los ojos vueltos hacia el mar, hacia Roma, en medio de un fuerte escalofrío.
—¡Ah, querido amigo! Hasta don Miguel de Cervantes defendió eso: “Oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas”.5 Y aquí, como en todo tiempo y lugar, triunfa quien triunfa. Aquel para quien boca y culo todo es uno. Alguno anda por ahí ahora diciendo necedades y sandeces sobre Pérez Galdós. En fin, más cornadas da el hambre.
—Me está recordando usted a los niños de la Grecia clásica: aquéllos se sabían de memoria la Ilíada. Y usted parece que se sabe de memoria el Quijote.
—Eso quisiera yo. No, no me lo sé de memoria. Eso sí, lo he leído unas cuantas veces. Y lo volveré a leer si la salud me acompaña.
—Yo quiero volver a leer a Ovidio. En todo el día, subiendo por aquel camino, no me lo quité de la cabeza. Cuando comenzamos a caminar, tenía frío. Iba bien abrigado. Pero a mitad de trayecto ya me había despojado de todo, salvo de una camiseta de manga corta. Al llegar a la cima, se ocultó el sol. Tuve un par de escalofríos. Y entonces vi a Ovidio en Tomis, en lo alto de una muralla, con los ojos vueltos hacia el mar, hacia Roma, en medio de un fuerte escalofrío, derramando lágrimas de puro dolor… Y maldije al poder, a César y a todos quienes juegan con la vida de las personas… Al menos le quedó la literatura, sus poemas…
—Tal vez se acordara entonces de cuanto le aconsejara su padre —dijo llenando las copas con el último vino de la botella.
—No creo. Ovidio, estoy seguro de ello, no cambiaría nada. No me lo imagino renunciando a Heroínas, Metamorfosis y todo lo demás. Tal vez se acordara, eso sí, del verso de Eurípides: “Válete de mis desgracias si con eso vas a obtener alguna ganancia”.6
—¿Y la obtuvo?
—No creo. La hemos obtenido nosotros, capaces de gozar y sufrir con sus bellísimos versos.
—Hagamos un brindis por él con el último sorbo de vino.
—Sea.
—Por quien finge que finge aunque no finja.
—Por Ovidio. Sencillamente.
—Por Ovidio.
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Notas
- Platón, Crátilo, 384b.
- Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II parte, cap. XXV.
- Ovidio, Tristia, II, 207.
- Ovidio, Tristia, IV, 10, 21.
- Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II parte, cap. XLVII.
- Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 1034. Traducción de Juan Miguel Labiano.