

Pólemo la ha encerrado [a la paz] en una cueva muy honda.1
Aristófanes, La paz.
Estaba muy cansado. Tal vez por eso mismo dejé el cambiarme de ropa y ducharme para más tarde. Al fin y al cabo, me dije como justificación, no he sudado nada, ni una gota. Más bien se puede decir que he pasado frío. Así, pues, sin más, tras dejar la mochila y beber un buen trago de agua, bajé a visitar a mi vecino de la puerta 33. Éste es un tanto friolero: tenía la calefacción puesta. Moderadamente. Apagó la tele en cuanto llegué, sacó la botella de vino, y nos sentamos ante su amplia mesa.
—Hemos estado a punto hoy —comencé a decirle— de renunciar a nuestra excursión semanal.
—El frío y la lluvia —apuntó descorchando la botella.
—Ni una cosa ni otra me dan miedo. No son impedimentos para mí.
—¿Se ha acobardado entonces su amigo?
—Tampoco. Aunque ambos hemos dudado. Temía que de un momento a otro se echara atrás. Pero tenía él un proyecto metido en la cabeza, y pese a los bancos de niebla que se nos han echado encima en la autovía, y a la incipiente lluvia, más un cielo cada vez más negro y amenazador, hemos seguido hacia delante.
—Algún poblado ibérico, me imagino —dijo llenando las copas y sonriendo.
Al fin y al cabo todos somos emigrantes. El hombre, a lo largo de la historia, no ha dejado de moverse.
—Sí. Pero no hemos llegado a él. Teníamos que pasar antes por eso que se ha dado en llamar centro de interpretación, unos centros que siempre encuentro vacíos, y de allí partir con un guía hacia el poblado.
—Y no había nadie en el dichoso centro de interpretación.
—Estaba cerrado a cal y canto. Además, no estábamos seguros del camino. Hemos preguntado a una persona, un trabajador de una granja, y resulta que el buen hombre era rumano, y no nos entendía, ni lo entendíamos…
—¡Vaya por Dios!
—Pero amable como él solo, nos ha hecho señas de que nos esperáramos, se ha metido en una casa y ha salido acompañado de otro señor, éste indígena. Él nos lo ha indicado.
—Aún quedan personas amables y educadas por el mundo.
—Sí. Las hay. Y su aparición nos ha servido para hablar de la emigración, de la guerra y demás.
—Temas controvertidos. Y motivos de agrias discusiones cuando no de terribles peleas y más guerras.
—Sí. El miedo a perder lo que se tiene. Al fin y al cabo todos somos emigrantes. El hombre, a lo largo de la historia, no ha dejado de moverse. Está, además, el azar: igual que se es polaco se podría ser francés, igual que se es cristiano se podía ser musulmán, o budista…
—Y se defendería una religión con la misma pasión que la otra. O una lengua, o una cultura.
—Efectivamente. Lo cual demuestra que la razón es aquella parte del cerebro con la que muchos mueren sin haberla utilizado. Vírgenes de la razón.
—Es lamentable que, en algunos aspectos, hayamos evolucionado tan poco desde esos poblados ibéricos a los que tan aficionados son usted y su amigo.
—Me comentaba mi amigo, en tanto nos dirigíamos, en el coche, bajo una fina lluvia, al centro de interpretación, lo duro que tiene que haber sido para una persona como el rumano con el que terminábamos de hablar, la emigración.
—Igual —me dijo conduciendo— este hombre es ingeniero o maestro o médico… y se ve obligado a hacer labores de labrador lejos de su tierra y de su gente.
—Y gracias —le contesté yo—. Pese a lo que piensan muchos descerebrados, no se emigra por placer. Tal vez aquí, y digo tal vez, tenga una vida más digna, como labrador, que en su país como médico…
—Vete a saber. Tendríamos que hablar con él. A lo mejor una charla con emigrantes nos resultaba más enriquecedora que ver poblados íberos.
—No te extrañe —le dije contemplando la lluvia a través de la ventanilla del coche—. No te extrañe.
—Me gustaría participar en esos posibles encuentros —dijo mi vecino llenando de nuevo las copas.
—Imagino que cada persona será una historia distinta —medité en voz alta—. E imagino que todas tendrán mucho en común.
—Sin duda.
¿Sabe usted cuántas guerras ha habido en la historia desde que el hombre tuvo la desgracia de aparecer sobre este planeta?
Llegamos al centro de interpretación con un dejo de amargura. Aparcamos y salimos a caminar. Llovía. Una fina lluvia, fría, helada, persistente, que se calaba hasta los huesos. La niebla, además, nos envolvía. Me moví por allí, pese a la lluvia, con gran gozo y contento. Pocas veces nos es dado contemplar de esa forma un paisaje. Los árboles, con sus ramas al viento, parecían fantasmas, seres venidos de otros mundos… Huyendo de la terrible guerra.
—El otro tema de la semana: la guerra desatada por el maldito Putin contra Ucrania…
—Ha coincidido con mi lectura de un libro sobre la descomposición del imperio de Alejando Magno. Y las consiguientes luchas de los diádocos por hacerse con el poder, o con una parcela del poder… Y da asco. Mucho asco. ¿Sabe usted cuántas guerras ha habido en la historia desde que el hombre tuvo la desgracia de aparecer sobre este planeta?
—¿Se pueden contar?
—No creo. Y los motivos son los de siempre: la ambición, el desprecio por la vida ajena y el ansia de poder.
—Dicen que la ambición y la necedad no tienen fondo.
—Es así. Y total para no vivir más allá de ochenta o noventa años. ¿No tienen suficiente con un par de libros, un mediano pasar, una pequeña huerta y unos hijos a los que criar?
—No. Hay gente que no. Y muchos de esos, por desgracia, están en el poder.
—Es otro tema interesante. Sé que en este país, como en muchos otros, hay gente muy inteligente y capaz. Mucho más que los políticos que sufrimos y padecemos.
—Sí —me ha dicho mi amigo tras subir de nuevo al coche, ambos empapados por la lluvia—. Pero la gente inteligente no se quiere meter en esos berenjenales. Uno tiene derecho a vivir y a morir de acuerdo con sus ideas y forma de ser. Y la política es un cenagal. Por eso mismo queda libre para los necios e ineptos.
—De todo hay en la viña del Señor. ¿Sabe usted por qué se ha promovido la guerra contra Ucrania?
—No. No tengo ni la más remota idea. Seguramente será por lo mismo de siempre: ambición, poder, megalomanía, corrupción y la necedad de la gente.
—A mí no me cabe en la cabeza —dijo llenando las copas de nuevo— que gente pretendidamente inteligente, culta al menos, esté a favor de la guerra. Que un necio corrupto como el ex presidente Trump, de Estados Unidos, apoye a Putin, ya es un botón de muestra. Pero gente con una determinada cultura…
—Por desgracia nada tiene que ver la cultura con otras muchas cosas, con la bondad por ejemplo. Una persona puede saber mucho de algo y ser un verdadero necio o insolidario, o criminal, o llámelo como quiera.
Por segunda vez, no hemos visto ni una mascarilla por el suelo en todo el santo día. Cierto que tampoco hemos visto a ningún ser humano.
—Sí. Demasiado a menudo la cultura viene a ser como las librerías enteras que se compraban algunos para mostrar a los demás cuánto habían leído.
—Y los libros estaban, en sus estantes, más vírgenes que las vestales en Roma. Y muchas veces aunque se lean: rara vez el libro rompe el cascarón que llevamos dentro.
—¿Podremos vivir en paz algún día? ¿Usted cree? ¿Y el resto del viaje qué tal?
—Llovía. No había nadie en el centro de interpretación de El Molón. Hacía mucho frío. La segunda parte del viaje consistía en caminar por las Hoces del río Cabriel. Nos hemos perdido. Y ya a pie, nos hemos metido por un camino lleno de barro. ¿Ha caminado usted alguna vez con unas botas que a cada paso levantan un kilo de cieno?
—No. Nunca. Parecerían ustedes dos políticos errabundos.
—Sí. Una experiencia inolvidable. Aunque más bien nos parecíamos, caminando, al vivo retrato del monstruo de Frankenstein. El paisaje, eso sí, me ha encantado. Caminar por el monte, como siempre, también. Además, y por segunda vez, no hemos visto ni una mascarilla por el suelo en todo el santo día. Cierto que tampoco hemos visto a ningún ser humano, dejando aparte al emigrante rumano.
—Sería interesante hablar con él…
—La semana que viene queremos volver a El Molón a visitar el poblado ibero. Mi amigo va a llamar al ayuntamiento y procuraremos visitarlo. Hablar con un emigrante debe de ser un poco más complicado. Seguramente por recelos…
—Pues brindemos por ellos. Y por que tengan una buena acogida y una mejor vida.
—Por los emigrantes y la gente de paz —dije levantando mi copa y entrechocándola con la suya.
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Notas
- Aristófanes, La paz, en Cátedra Letras Universales, Madrid, 1987. Traducción de Francisco Rodríguez Adrados.