

Troya fue destruida por los navegantes aqueos antaño, pero a vosotros os destruyeron las historias acerca de ella. Pues, considerando hombres sólo a los que combatieron contra Troya, desatendéis a unos hombres mucho más numerosos y divinos que produjeron tanto vuestra tierra como las de los egipcios o los indios.
Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana.1
Traté de no pensar en mi vecino de la puerta 33, ni en su reciente lumbago y consecuente inmovilidad. No podía echarme sus piedras al cuello. Aun así, durante las clases, tuve el móvil conectado por si sucedía algo y le daba por llamarme. No sonó en toda la semana. Fui tranquilizándome. Me dejó mucho más tranquilo al decirme, por fin, que había ido al médico.
—¿Cómo ha sido eso? —le pregunté sonriendo.
—Pues porque el otro día me caí —diciendo esto se incorporó, se fue a la cocina caminando sin ninguna dificultad y regresó al salón con una botella de vino y dos copas. Me estaba lanzando un claro mensaje, aparte de traer un excelente vino.
—¿Qué ha sucedido? —inquirí un tanto preocupado.
—Salí a caminar bien temprano. No podía dormir. Aún era de noche. No había nadie por las calles ni por el pobre camino rural al que me dirigí. Se estaba de maravilla por allí. Hacía una temperatura muy agradable. No se veía a nadie ni se oía nada. Caminé y caminé durante mucho tiempo. Y cuando ya me dirigía hacia casa, observé que me movía muy rápido, casi como si estuviera corriendo. Y cuando más rápido me movía, más me inclinaba hacia el suelo. Hasta que hubo un momento que no pude detenerme ni dominarme. Buscando apoyo me fui contra un muro de cemento, choqué contra él y caí redondo.
—¿Se hizo daño? —pregunté un tanto tontamente.
¿Qué sentido tiene tomarse semejante trabajo y no darlo a conocer?
—Me pelé la rodilla izquierda. Recibió todo el golpe. Una chica que pasaba por allí, con patinete por cierto, se asustó. Se detuvo, y sin acercarse a mi persona, por eso del virus, me hizo señas de llamar a alguien por teléfono. Denegué con la cabeza. Me ofreció una manzana. Y me entró la risa. No lo pude evitar. Se fue, imagino, que un tanto molesta. No le pude explicar el motivo de mi risa. Yo esperé sentado, sin manzana, como seguramente no lo hizo Adán. Al cabo de un tiempo, ya recuperado, me levanté y me vine a casa. Sin ningún tropiezo.
—¿Y qué le ha dicho el médico?
—Nada. Qué me va a decir el buen hombre. Seguramente, ha murmurado, es una bajada de azúcar, así que debo llevar frutos secos en los bolsillos y descansar de cuando en cuando. Y beber mucha agua. Por esto del coronavirus no se da para más en los ambulatorios.
—Nada de eso le va a resultar perjudicial.
—Esperemos. ¿Y usted qué tal? ¿Sigue con sus traducciones?
—Sí. Sigo con ellas.
—No quiero ponerme pesado —evidentemente lo que quería era cambiar de conversación—. Pero no deja de llamarme la atención su negativa a no publicarlas. ¿Qué sentido tiene tomarse semejante trabajo y no darlo a conocer?
—Tal vez ninguno. Pero tampoco entiendo que cuanto hacemos o dejamos de hacer deba tener un sentido o una finalidad más allá de nosotros o de nuestro propio provecho. ¿Tiene la vida algún sentido? ¿No es todo lo humano un verdadero absurdo?
—Esa pregunta se puede responder de muchas formas diferentes, como sabe.
—Desde luego. Y se acepta aquella que mejor nos adormece o más nos tranquiliza, como prefiera. Por otra parte, usted sale a caminar. Eso ni daña ni perjudica a nadie salvo a usted. No entiendo por qué unos estudios o unas traducciones tienen que ser diferentes a un paseo por el monte entre cabras, pastores y lobos. O en medio de la más completa soledad.
—Tal vez porque sus estudios pueden ayudar a alguien.
—Lo dudo. Como le he dicho en más de una ocasión, hay infinidad de traducciones e introducciones mejores que las mías. Están ahí. ¿Las lee alguien? No lo sé. Y cada día, me importa menos saberlo.
—Yo estaba pensando que, conociéndolo un poco, como lo conozco, tal vez sus traducciones ayudaran a entender mejor nuestro pasado…
—No, no lo hacen.
—Afortunadamente no todos piensan como usted.
—En eso tiene razón. Como sabe últimamente estoy un tanto interesado en los llamados escritores tardíos o decadentes. Griegos sobre todo. Pues bien, por unas cosas y por otras, terminé cayendo en las manos de Hipatia, una filosofa de mediados del siglo IV de nuestra era.
—Hace algunos años vi una película sobre ella. Floja, por cierto.
Se han servido de Hipatia para atacar al cristianismo. Y éste para defenderse de las herejías. Y entre todos fueron cubriendo a esta mujer de tierra, polvo y cascotes.
—Sí. Debe de ser muy difícil hacer una buena película sobre dicha señora, o sobre cualquier filósofo. Hipatia, además, ha sido, como toda figura pública, aprovechada por unos y por otros para demostrar esto, aquello y lo de más allá.
—Nada nuevo bajo el sol.
—Efectivamente. Pero no es eso lo que me interesa ahora, aunque, desde luego, es esa la parte central del problema. Ya sé, lo apunto antes de que usted me diga nada, que no debería llamarme la atención a estas alturas de mi vida. Pero no deja de asombrarme.
—Dice un amigo mío que mientras tengamos ilusiones y sueños, y seamos capaces de asombrarnos por las cosas, seremos jóvenes. Los viejos solamente tienen recuerdos.
—Pues entonces cada día que pasa soy más joven —le dije sonriendo y paladeando el buen vino—. Leí un ensayo sobre Hipatia, escrito por una mujer, Hipatia de Alejandría, de Maria Dzielska. No conocía de nada a esta profesora. Por desgracia falleció hace unos años. Su libro, muy breve, es un modelo de estudio, de análisis y de constante búsqueda de la verdad. Si la autora no ha llegado a ella, yo creo que sí, se ha acercado mucho.
—La película más bien se decantaba por una visión un tanto feminista de Hipatia.
—Y otros se han servido de ella para atacar al cristianismo. Y éste para defenderse de las herejías. Y entre todos fueron cubriendo a esta mujer de tierra, polvo y cascotes. Como siempre.
—La autora de ese libro ha hecho, al parecer y dado su entusiasmo, una labor de arqueología. Pues algo así debería hacer usted.
—Ahí nos enfrentamos con otro problema: ella pudo investigar porque disfrutó de una beca de la universidad. No soy universitario. No pertenezco a ningún departamento. Nadie, en consecuencia, me va a subvencionar nada. Ni tengo, todo hay que decirlo, la preparación requerida para hacerlo. Dejémoslo estar.
—¿No puede pedir un año sabático y dedicarse a la investigación?
—No lo sé. Pero ni lo voy a intentar. Luego estaría el problema de la publicación, de buscar una editorial para un tema que interesa a muy poca gente. No. La vida es muy corta. Prefiero mi habitación y mis socialmente inútiles estudios. No quiero perderla por pasillos y con burocracias.
—Me está recordando usted una conversación oída un día en el tren. Un viajero le comentaba a otro que, cosas de la moda, él y su mujer, recién casados, se compraron una casa en el campo. Todos los días, en consecuencia, tenían que coger el coche para ir al trabajo. Y ya sabe cómo funcionan aquí las cosas: primero se hacen las urbanizaciones y luego, al cabo de mucho tiempo, y cuando arrecian las quejas y las manifestaciones, las carreteras. Total, aquella pareja todos los santos días se veía atrapada en embotellamientos y atascos. Un día, a él se le ocurrió sacar cuentas, y se percató de que media vida se le iba a ir sentado en el coche… Vendieron la casa de campo y se fueron a vivir a la ciudad.
—Pues eso: no soy tan bueno como para que nadie me conceda nada. No voy a perder tiempo en pasillos y burocracias. O embotellamientos.
—Yo creo —dijo escudado tras la copa de vino— que usted se infravalora.
—Es posible —respondí—. Pero en esta vida, aparte de ser bueno hay que tener suerte. Estar en el lugar adecuado y con las personas adecuadas. No ha sido mi caso. Lo asumo y trato de seguir hacia delante. Me alegra, no obstante, ver, en los índices de los libros, y en las bibliografías, la enorme cantidad de personas que hay dedicados a estos estudios, a Hipatia, por ejemplo, que sólo nos interesan a unos pocos.
—Todo cuando exige esfuerzo tiene muy pocos seguidores. Películas sobre guerras y asesinatos, las que quiera. Sobre personas y sus problemas cotidianos, pocas o ninguna… También yo podría contarle muchas cosas al respecto. Pero no creo que valga la pena.
—No, no vale la pena. Es mejor que hablemos, o nos centremos, en aquello que sí lo merece. En Hipatia, por ejemplo.
A los descerebrados, impotentes y asesinos, les gusta la guerra. La buscan. La quieren. La desean.
—Cuénteme.
—No le puedo decir mucho. Fue, según las fuentes, una mujer muy inteligente y sabia. Tolerante en un mundo cambiante en el cual se luchaba por imponer una determinada religión. Y víctima, al parecer, de las ambiciones de un obispo. Su horrible asesinato nada tuvo que ver ni con el feminismo ni con las pulsiones sexuales. Sí que tuvo que ver, por el contrario, con la lucha por el poder y con la necedad y la estupidez humana. Y con la religión. Al menos así se deduce del libro citado.
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.
—Con la iglesia, y con lo que usted quiera. Nunca deja de asombrarme la bestialidad humana. Y lo fácil que es mover a un grupo de personas en esta o en aquella dirección, siempre y cuando los integrantes tengan carta blanca para hacer cuanto les venga en gana sin dar cuentas de nada a nadie. A los descerebrados, impotentes y asesinos, les gusta la guerra. La buscan. La quieren. La desean.
—No es usted muy optimista. No me extraña que no quiera publicar nada.
—Ya. ¿Quién dijo aquello, o algo parecido, de salvaré a la ciudad si aparecen en ella diez justos? No pedía mucho el buen hombre. ¿Cuántas personas lo auxiliaron a usted el otro día, y cuántas pasaron por su lado cuando se cayó? Leyendo la vida de Hipatia, y de otras muchas personas, se percata uno de lo que fácil que resulta, para algunos descerebrados, creerse buenos matando o persiguiendo a semejantes que son más inteligentes y mejores que ellos. Siempre lo hacen por una buena causa, por supuesto. Por la religión en este caso, como si Dios necesitara de asesinatos… Por una buena causa asesinaron a Hipatia. Y quienes lo hicieron, puede estar usted seguro, ni habían asistido a sus clases, ni habían leído ninguno de sus libros o tratados. Ni, seguramente, nada de nada. No necesitaban ser letrados para ser buenos soldados. Y mejores cristianos.
—Me deja usted sin palabras. Pero no todos somos así.
—Desde luego. Gracias a Dios. De hecho un amigo me ha enviado otro libro sobre Hipatia. También escrito por una mujer. Estoy deseando comenzar a leerlo.
—Espero que le guste tanto como este vino. Ya lleva usted tres copas…
—Está muy bueno, desde luego. Y, además, es muy nutritivo. Como la biografía de Hipatia.
—Mucho. Igual no hace falta que cenemos.
—No estaría nada mal. Pero tengo hambre. Me voy.
—Espere un momento. Hagamos un brindis por Hipatia antes de irse.
—Por ella y por todas las personas que son como ella —dije levantando mi copa con un dejo de amargura en la boca.
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