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Diálogos en tiempos del virus (21)
Llueve

jueves 23 de septiembre de 2021
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Llueve, por Vicente Adelantado Soriano
Me estaba trazando una ruta para salir, bajo la lluvia, cuando el móvil comenzó a vibrar. Era mi vecino de la puerta 33.
Diálogos en tiempos del virus, por Vicente Adelantado SorianoCon el virus, el coronavirus, su imparable expansión, y los deseos de atajarlo, se creó, y todavía persiste, un estado de histeria impropio de una sociedad que se dice avanzada. La expansión del virus ha puesto de manifiesto la fachada del hombre. En esta serie dialogal, el español Vicente Adelantado Soriano consigna, a través de las conversaciones entre unos vecinos, un vivo retrato de la época de incertidumbre en la que entró la humanidad como consecuencia de la pandemia de Covid-19.

 

En definitiva, Crátilo, quizás las cosas sean así, o quizás no.
Platón, Crátilo.1

No me molesta la lluvia. Todo lo contrario. Me gusta pasear cuando llueve. No voy corriendo por las calles con un periódico sobre la cabeza. Camino con la misma premura que cuando brilla el sol. La única precaución es evitar el suelo resbaladizo. Dicha precaución retrasa todavía más la ya de por sí lenta marcha. No me importa. Además de la deseada agua, está el gusto añadido de tener calles y aceras totalmente despejadas. Aumenta el tráfico de coches, desde luego. Pero el chiste reside en evitar las grandes avenidas.

Me estaba trazando una ruta para salir, bajo la lluvia, cuando el móvil comenzó a vibrar. Era mi vecino de la puerta 33. El hombre estaba desesperado: demasiado tiempo solo y sin salir. Equipado para irme en cuanto hubiera hablado con él, bajé a su casa. Necesitaba charlar con un amigo.

—Voy a decirle algo —me dijo sonriendo, descorchando una de sus estupendas botellas de vino— políticamente incorrecto. Si lo dijera en un espacio público, me iba a oír lindezas de todo tipo y calibre.

Lo primero que se debe aprender, con la televisión y demás aparatos, es a desconectarla.

—Bueno. La suerte está de nuestra parte —le repuse bebiendo un sorbo de su excelente vino—: no somos ni famosos ni conocidos. Jamás vamos a hablar ni en la televisión, ni en la radio, ni en ningún espacio público. Hable sin miedo.

—Efectivamente, es una suerte. Hubo un tiempo en el que aparecer en la televisión daba un cierto prestigio. Eso parecía. Ahora está todo tan degradado… No hay día en el cual, en la televisión o en la radio, no digamos en el congreso de los diputados, uno no insulte al otro, y el otro al de más allá… Me recuerda mi juventud. Decíamos entonces, bajo la dictadura, que la policía primero disparaba y luego preguntaba. Ahora la moda es insultar primero y no dejar hablar después.

—Lo primero que se debe aprender, con la televisión y demás aparatos, es a desconectarla. Se lo he dicho en más de una ocasión. Es un aprendizaje elemental. El mejor de todos.

—Sí, pero me canso de leer. Necesito hacer otras cosas.

—Vea películas, documentales, oiga música, escriba sus memorias… Su vida, espero —le dije provocándolo—, no es políticamente incorrecta. Seguro. Hombre, tal vez sea conveniente saltarse algunas cosas —añadí sonriendo—. Pero nada de eso es incorrecto, y más si lo dice con tacto y finura.

—No sé, no sé. Alguien, seguro, se me tiraría al degüello. Mire, en esta vida todas las cosas tienen su lado bueno. Hasta la misma muerte.

—Por supuesto. Decía un filósofo griego que quién sabe si el vivir no es morir, y el morir vivir en el Hades. No sabemos, por otra parte, qué hay tras la muerte. Por lo tanto necio es considerarla un mal.

—No le faltaba razón. Además, hallar una posada, tras un luengo camino, es una delicia. Por mucho que Cervantes alabe el camino por encima de la venta, así sea la del mismo Palomeque. Yo creo que hay un tiempo para todo: para reír, para llorar e incluso para morirse.

—Sí, así es. Creo. Pero no lo sabemos, o, al menos, no sabemos cómo vamos a reaccionar cuando llegue el momento. Si llegamos a enteramos.

—El lado bueno estará en el ocio total: todo el día sin trabajar, sin dar clases, sin hacer traducciones y demás. Imagínese hacer eso durante toda la eternidad… Recuerdo que en las clases de religión, sí, durante el bachillerato, año tras año, tuve insufribles clases de religión, se discutió, a veces, sobre el infierno.

—¿Existe ese espacio? —le pregunté sonriendo.

—No lo sé. Pero recuerdo como si fuera ayer una de aquellas clases. El cura nos definió el infierno como un tiempo eterno: “Imaginaos —dijo— haciendo lo que más os gusta, dormir, leer, jugar al fútbol, ver la tele… Pues bien, imaginaos haciendo eso mismo, sin variar, durante diez o quince años. Terrible verse condenado toda la eternidad a estar jugando al fútbol, ¿no os parece?”. Nos dejó sin palabras. La clase enmudeció.

—De forma —dije sonriendo— que la bajada a los infiernos es la condena a un bucle infinito, o cinta sin fin, del cual es imposible saltar.

—Sí. Eso parece. Y lo malo es —repuso— si cuando uno muere, ya no puede morir más, o hay otros bucles. Una maldición como la de Drácula. Los dioses no pueden suicidarse. Los muertos tampoco. Deben, pues, tener otras concepciones de las cosas, de la vida y de la muerte. Quizás sí o quizás no. Quién sabe.

—Todo esto —dije levantándome y mirando por la ventana— a mí se me escapa. Y no le veo ningún interés. Nos pongamos como nos pongamos, hemos de morir. El resto me parecen paños calientes o patrañas. No sabemos lo que vendrá tras el último suspiro. Creo que nada. Creo. Por lo tanto, como diría Anacreonte, bebamos y disfrutemos de los regalos de la bella Cipris, y lo que haya de ser, será.

—Como le estaba diciendo —retomó el asunto inicial—, todo en esta vida tiene su lado bueno. Ahora bien, esto lo digo aquí, es un pensamiento íntimo, y ni loco se me ocurre decirlo en la calle: la parte positiva del virus ha sido la eliminación de las fiestas, los alborotos callejeros, el corte de tráfico, los bocinazos, los embotellamientos, los petardos, amén de las insufribles verbenas con sus zumbidos, eso no es música, capaces de romper los tímpanos de un marciano habitando en Marte.

No me gusta polemizar ni discutir. Tengo mis propios criterios, me los callo y hago lo que me da la gana.

—Sí, tal vez no sea políticamente correcto cuanto acaba de decir, pero no le falta razón. Además, lo correcto o incorrecto, ¿quién lo decide?

—¿La voz pública? —me preguntó.

—Tal vez. Es decir, lo políticamente incorrecto es ir en contra de lo que dice la mayoría. ¿Es eso?

—Eso parece.

—Entonces tener criterio propio es inadecuado. Tenerlo nos va a llevar al enfrentamiento con todos nuestros vecinos. De hecho es así. ¿Y qué? Ya le he dicho muchas veces que no me gusta polemizar ni discutir. Tengo mis propios criterios, me los callo y hago lo que me da la gana.

—Sí, pero vivimos en sociedad, y, a veces, le va a resultar imposible no enfrentarse con unos y otros.

—Lo evito. Lo evito todo cuanto puedo y más. ¿Qué cree que me pasó con deudos, parientes y amigos cuando dije que iba a estudiar clásicas?

—No me diga. ¿Fue eso una fuente de problemas?

—Una fuente no, un manantial. Me dijeron de todo.

—¿Y qué hizo usted?

—Darles la razón, como a los locos. Luego, me matriculé en clásicas y estudié clásicas. Y bien es cierto, sí, a veces, las he pasado canutas. No más que otros compañeros de derecho o magisterio o medicina. Ahora bien, nunca le he pedido ayuda a nadie. No les he dado el gustazo de que se regodearan en lo bien encaminados que iban sus consejos y lo malo que he sido, y lo soy, por no seguirlos. Era falso.

—Ha hecho cuanto ha querido. Eso debe de ser la felicidad.

—No sé si es la felicidad o su prima hermana. Tengo mis buenos momentos, por supuesto. Si creyera en la metempsicosis, le diría a usted que mi alma perteneció, illo tempore, a algún fraile de alguna remota abadía. Allí, encerrado en el scriptorium, pasó su vida traduciendo las obras de Platón, Aristóteles Heródoto, Tucídides… y fue feliz riendo y llorando solo. Y se murió creyendo que, gracias, a sus traducciones, se había ganado el cielo y la salvación eterna. Pero aquél no era lo esperado ni imaginado. El cielo era su scriptorium, sus libros, sus pergaminos… no pudo suicidarse en el cielo tan temido, el problema de los muertos. Pero la divinidad le concedió, aunque un poco degradado, que se materializara en mí, y volviera a sus incunables a través de mi pobre persona.

—Entonces usted debe de saber mucho griego.

—No —le dije siguiéndole la broma—. El bueno del fraile, por culpa de sus aficiones clásicas, se metió por el Leteo para comprobar si existía Caronte. Y allí, y en la laguna Estigia, se le borró buena parte de cuanto sabía. Y de su vida pasada.

—Y su pobre alma ha debido comenzar de nuevo.

—Pero no ha sido un inicio desde cero. Y ahí está el problema de la vocación. Esto jamás lo entenderán las voces prácticas: todas las explicaciones que oía en las clases eran como un paño deslizándose sobre la superficie de un cristal sucio. Con el paso del paño, iba saliendo la luz, la claridad… Aquello no me exigía mucho esfuerzo. Quizás por eso siempre he tenido una fuerte atracción por Sócrates: él era la comadrona. Los demás tenemos todo el saber dentro de nosotros. Sólo hace falta alguien que sepa sacarlos. Y alguien dispuesto a que se los saquen.

—La mano de nieve de la cual hablaba Bécquer refiriéndose a la inspiración. ¿Y usted, hablando en serio, se cree todo eso?

—No. Yo no me creo nada. Pero es divertido y entretenido. Ahora bien, cierto es que, a menudo, ya no sé si cuento cosas reales, sueños, entelequias o las vueltas de tuerca de un demente.

Es peligroso, y falaz, juzgar las cosas pasadas con la mentalidad de hoy. Se debe contextualizar todo.

—A veces, es cierto, la vida es un verdadero misterio. Pero me ha gustado la explicación suya sobre el origen y nacimiento de una vocación. Eso de las almas viajeras está muy bien. Me gusta.

—No haga mucho caso. No dejan de ser palabras. Quizás sea así y quizás no… Está lloviendo —le dije volviendo a mirar por la ventana—, y me apetece mucho salir a caminar. ¿Sabe? —le dije a modo de colofón—, ayer estuve leyendo un libro. Planteó, y se me encendió a mí la mecha, el cambio que produjo en la mentalidad antigua la introducción de la moneda. Cierto es que, en un principio, la moneda tenía su valor por ella misma. Pero poco a poco se fue degradando, convirtiéndose en algo simbólico y real al mismo tiempo… No sé si me explico. Eso me llevó a releer a Platón. Es raro que Sócrates no tuviera en cuenta el saber, la intuición, la experiencia… No sé. Es complicado. Esto exige otra reunión, otra botella de vino, y que no llueva. Necesito salir.

—No lo retengo más. Pero le recuerdo cuanto dijimos el otro día hablando de las huellas de una pareja y un niño, impresas hace millones de años en una piedra: es peligroso, y falaz, juzgar las cosas pasadas con la mentalidad de hoy. Se debe contextualizar todo.

—Tiene más razón que un santo. Ahora voy a mojarme un poco. Quizás así se lave mi alma. Ya me pasaré esta noche, y seguimos con la cantinela.

—Aquí estaré.

Y sin más, apuré mi copa para reconfortarme, me despedí y me fui. En la calle me esperaba la beneficiosa y agradable lluvia.

 

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Notas

  1. Platón, Diálogos II, Crátilo, 440 b. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1983.
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